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Tribuna
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La tragedia y la farsa

Digan lo que digan los catastrofistas, en España hay cada día más libertad: libertad hasta para dar golpes, libertad incluso para opinar. La posibilidad de expresar puntos de vista que contradicen las creencias de la tribu está al alcance ahora de estamentos y de individuos que antes no tenían acceso a los medios de información. Muros y paredes han llegado a transformarse en estos días de máxima permisibilidad en uno de los mass media más eficaces y concurridos. Así, hace muy pocos días, en una calle de Medina del Campo pude leer este escandaloso y subversivo graffiti: "Todas las corridas terminan mal". Tan pesimista visión de la Fiesta me pareció, en principio, un intolerable inteitto de desprestigiar una de las más nobles manifestaciones de nuestra españolísima idiosincrasia. Pero el dictum cobró de pronto patética veracidad en virtud de la firma que lo avalaba: "Un toro". El punto de vista, aunque no podía compartirlo, era coherente, y sentí cierta ternura por el anómimo firmante más que nada a causa de la ingenuidad e inutilidad de la protesta ante un destino que, por trágico, no debe ni puede ser eludido. El toro muere por algo que no entiende. Este carácter irracional de la tragedia convierte a la Fiesta en una contrapartida ejemplar de nuestra vida, pues tan absurdo es pagar por culpas inexistentes como ser perdonado por delitos cometidos. No tengamos en cuenta, pues, la opinión.de los toros, ya que su destino se corresponde tan exactamente como el nuestro, y sigamos divirtiéndonos en el festejo.Todo esto me vino a la mente en la corrida del jueves 4 de mayo, pues ese día ocurrieron cosas inesperadas. Llovía fuerte a las 7 en punto de la tarde, y sobre la corrida gravitaba la decepcionante amenaza de la suspensión. Sólo el tiempo puede evitar que la corrida acabe mal para los toros, impidiendo que empiece. A lo mejor, pensaba yo, estos toros de Garzón van a tener suerte.

Pero poco dura la alegría en los corrales.

Los dioses verdaderos, los que manejan el rayo y el chubasco en las alturas, desarrugaron su sombrío semblante, y la lluvia se desvaneció justo a tiempo para permitir que los matadores hicieran su triunfal salida. "Como la vida misma" -pensé no sin cierta amargura-, "los toros son como la vida misma".

La plaza estaba llena de un público mojado y expectante, que parecía aliviado por la ausencia de Curro Romero, una figura que está dejando de ser polémica y no precisamente por falta de detractores, sino por la masiva concurrencia de detractores. El gran hueco que Curro había dejado abría un ancho espacio a la esperanza: todo podía suceder ahí en ese gran y oportuno vacío.

-No te lo creas -me dijo el pesimista nuestro de cada día-; el cartel no da para mucho. Antoñete pertenece a la generación de los 50, o de la berza, si el rótulo no te ofende: nunca fue tanto como dicen y además está acabado.

-¿Y los toreros jóvenes?

-No hay toreros jóvenes -me dijo mi joven interlocutor, citando a un viejo maestro.

-¿Y la nueva savia procedente de América?

-El boom latinoamericano ha muerto; no hay ya Gaorias, ni Armillitas, ni Arruzas.

Qué error, qué inmenso error el de mi compañero de tendido. Cierto que el Jairo -colombiano, vestido coherentemente de café y orono recordaba demasiado a su paisano García Márquez; cierto que Campuzano, de verde y oro resultó ser más joven que torero. Pero ahí estaba Antonio Chenel, de calvo y canas, para -como dicen los grandes escritores taurinosderramar el tarro de las esencias más caras: Chenel número 5. Con su toreo emocionante, serio, seguro, realista, profundamente ético, clásico y personal (me gustaría disponer de espacio para explicar la oportunidad de estos adjetivos aplicados al arte de Antoñete) al torero de los 50 le vino pequeño el frágil molde hueco que Curro Romero había abierto en la tarde del jueves. Un extraño ruedo -oro, seda, barro y luna- fue el escenario de su triunfal salida a hombros de la plaza de Las Ventas. El tiempo pudo haberlo impedido, pero el jueves 3 de junio los dioses habían sido clementes no con las verdaderas víctimas de la Fiesta, pero sí con las leyes de la tragedia -el toro pagó por su inocencia- y de la humana farsa.

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