Vacaciones para matar animales
El documental ‘Safari’, presentado en Venecia, sigue a varios turistas occidentales que viajan a África para cazar
Matar a un ñu vale 615 euros. Un impala es más barato: 245. Pero si el cazador aspira a trofeos como un león o un guepardo, las tarifas se disparan. Aún así, no hay vida de un animal que no se pueda comprar. Todos tienen un precio, y hay muchos turistas occidentales dispuestos a pagarlos. De este mercado de la adrenalina y la muerte va el nuevo documental de Ulrich Seidl, cineasta austriaco conocido por un estilo que baila entre un acercamiento a la realidad y su recreación fiel. Safari escoge el segundo camino y sigue a varios cazadores mientras se adentran en tierras africanas con su fusil y un objetivo: mimetizarse, disparar y llevarse a casa una cabeza que exponer en el salón.
“Es una película que habla sobre la práctica de matar en vacaciones. Un filme sobre la naturaleza humana”, defiende la sinopsis oficial. El documental ha sido presentado en el festival de Venecia pero no compite a ningún premio.
Todas estas cazas son aparentemente legales, porque las normativas de varios países africanos las permiten y, en algunos casos, hasta las alientan: en el documental, es un guardia local quien acompaña a los turistas en sus misiones. Zimbabue, Sudáfrica, Botsuana, Namibia y Tanzania aparecen entre los destinos favoritos, aunque también hay varios países africanos que prohíben esta práctica. El coste, entre viaje, estancia y la licencia para matar suele sumar varios miles de euros. Inevitablemente, muchos recordarán la imagen del entonces rey Juan Carlos cazando elefantes en Botsuana en 2012. O del dentista estadounidense que abatió, recientemente, a Cecil, el león más querido de Zimbabue, previo pago de 50.000 euros.
El caso es que Seidl deja al espectador el juicio de valor y prefiere enseñar la realidad. “No me interesaba tanto mostrar a los ricos, aristocráticos, los jeques y los oligarcas que disparan a los animales en África, sino al cazador común. Desde hace muchos años, esta actividad ya está al alcance del ciudadano medio occidental”, afirma el director en un comunicado.
En efecto, los protagonistas de Safari parecen tipos normales, salvo por su pasión. Amigos, familias, parejas: el sangriento turismo de la selva acoge a toda clase de público. Y su periplo se repite ante la cámara. Primero encuentran la colocación ideal, en algún punto entre los árboles, a decenas de metros, para que su víctima no pueda verlos ni defenderse. Allí, uno de ellos prepara el fusil. Se para, detiene la respiración y aprieta el gatillo. Si su puntería es certera, al acercarse al lugar del crimen hallan trazas de sangre y, poco más allá, al animal abatido. El penúltimo capítulo del manual del buen cazador prevé una foto con la víctima. Luego, habrá que despiezarla y convertir sus restos en decoración.
En el documental aparecen varias cabezas de animales de fondo, colgadas en alguna pared, mientras los entrevistados por Seidl explican su visión. “Quería descubrir qué les mueve a cazar y por qué pueden acabar obsesionadas con ello. Pero, sobre la marcha, se convirtió en un filme que aborda la práctica de matar: por placer, sin afrontar nunca el peligro, como una especie de liberación emotiva”, defiende Siedl.
Cuando el director traslada la pregunta a los cazadores, las respuestas son variadas. Hay quien aduce que contribuyen al desarrollo de esos países, al pagar, “en una semana, lo que un turista gasta en dos meses”; algunos sugieren que sus acciones ayudan a la “reproducción de las especies”; y otros defienden que solo atacan animales que no están en vía de extinción. Una señora aprovecha además para una puntualización: “No me gusta el verbo matar. Prefiero abatir, es más apropiado”. El resultado final, sin embargo, es el mismo.
Babelia
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