Tres naturalezas y una sustancia
Sucede que cuando habla, dibuja, pinta o calla, no se sabe a ciencia cierta quién de los tres lo hace, si Andrés Rábago, Ops o El Roto
Sucede que cuando habla, dibuja, pinta o calla, no se sabe a ciencia cierta quién de los tres lo hace, si el pintor Andrés Rábago, el Ops inspector de vísceras o El Roto dibujante dinamitero. En la vida ordinaria se trata de un ciudadano de hábitos moderados, si bien una vez a la semana se pone cabeza abajo en el yoga para tratar de entender el universo. Pero ante cualquier pregunta, su respuesta puede tener una sola voz y tres significados, un solo camino y tres encrucijadas. No pasa nada. También Dios se compone de una sola sustancia con tres naturalezas, cada una con un cometido, la creación, la redención y la fecunda inspiración. Esa misma trimurti dividió por tres la mente del poeta Fernando Pessoa con el nombre de heterónimos, tres personajes distintos que dormían juntos en el mismo lecho pero soñaban sueños dispares. Nada que no tenga explicación. En este caso Andrés Rábago es un solo trayecto con tres direcciones que vienen indicadas en medio de su propio bosque. Cualquiera de ellas te conducirá a un mismo destino, aunque sea en sentido contrario.
Al principio, cuando Andrés Rábago se hacía llamar Ops, eran los tiempos de la dictadura en que no se podía hablar, por eso sus dibujos eran crípticos, metafísicos, simbólicos, surrealistas y mudos. Sus imágenes insonorizadas las apacentaba Hermes, el dios del submundo indescifrable. Su inspiración se nutría del silencio convulso y orgánico que habita en esa chacra ínfima del cuerpo humano donde las vísceras más grumosas se confunden con conciencia. Entonces la dictadura te obligaba a callar, pero bastaba con mirar aquella galería de dibujos sin palabras, compuesta de vómitos desmesurados en forma de banderas, de látigos, de sonrientes calaveras, aletas de tiburón que emergían de los cráneos, niños con miradas de viejo, cerebros abiertos hirviendo como una sopa, mujeres con brazos de reptil y lenguas de ahorcados, para cerciorarse de que las vísceras dibujadas por Ops eran la metáfora de la cloaca máxima que discurría fuera el cuerpo por el vientre de la historia, de la sociedad y de la política.
Cuando Andrés Rábago era Ops se limitaba a lanzar cargas de profundidad sobre el inconsciente colectivo para matar a ese cocodrilo que se reproduce debajo de la belleza del Partenón, del misterio de las catedrales, de las fiestas de todos los palacios y mansiones, de las instituciones del Estado, incluyendo el trajín de lonjas, mercados y teatros. Para matar a ese cocodrilo y a sus correspondientes crías era necesario abatir también todos los pilares de la conciencia. Caiga, pues, el templo y perezca Sansón con todos los filisteos bajo un cúmulo de cascotes, vigas y paredes maestras. Lo que Ops derrumbó vino después El Roto con el encargo de efectuar el desescombro bajo la atenta supervisión de Andrés Rábago, el amo y señor de la dinamita.
Cuando llegó el tiempo de la democracia en que ya se pudo hablar Rábago cedió la palabra al Roto y este a su vez la impuso a sus personajes. Se da por sabido que se trata de un dibujante extraordinario, pero no se sabe qué es más lúcido y cruel, el dibujo o el breve texto que lo sirve y que suena siempre como un disparo. Sus personajes hablan, unas veces con sentencias inapelables, otras veces con simples estocadas o sátiras usadas como látigos. Se ha ponderado mucho el trabajo de El Roto como dibujante, pero muy pocos caen en la cuenta de que se trata de gran escritor. ¿ Cómo es posible -—se pregunta el lector ante su viñeta diaria en el periódico EL PAÍS— que este artista se permita el lujo de dar siempre en el clavo, día tras día, sin bajar nunca la guardia ni abandonar su garita?
Cuando llegó la democracia Rábago cedió la palabra al Roto y este a su vez la impuso a sus personajes
El Roto parece ver el mundo como un disparatado barracón de feria por donde discurre el desfile de la comedia humana, señoritos a caballo, princesas coronadas, mendigos descalabrados, políticos golfos, banqueros con puro y esmoquin, fanáticos con banderas, terroristas deslumbrados, plutócratas con dedos muy anillados, lobos con la tripa llena de caperucitas, mastines pensativos, desolados matrimonios incomunicados ante el perol de sopa, especuladores con los colmillos ensangrentados, militares cubiertos de medallas. El Roto analiza a esta caterva bajo el comportamiento de las ratas o según el achatado cerebro de las serpientes y la mirada irónica del gusano. Por un momento piensas que se trata de historias insectívoras o de anecdotario atroz de los instintos. De pronto caes en la cuenta que El Roto está hablando de política y de moral ciudadana. Cuando cualquiera de estos personajes pasa por su punto de mira, entonces aprieta el gatillo y la bala siempre le da en el ojo, acompañada de un texto que es más mortal todavía.
Te puedes preguntar si es tan siniestro, desolado e irremediable el mundo como lo describe El Roto, cuyos personajes se mueven a sus anchas en un espacio en el que la tiranía, el fanatismo y la miseria de los desesperados parecen un mal congénito de la humanidad, que nunca tendrá fin. Sin duda es posible que exista otro mundo más confortable donde los niños jueguen felices en los columpios de los parques, los adolescentes con mochilas vayan camino del instituto como si fuera la isla del tesoro y los enamorados se besen a la luz de las farolas. Pero ese mundo imaginario solo llegará cuando el trabajo de desescombro en que está metido El Roto haya terminado.
Babelia
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