Marujita la picarona
Picardía, descaro, simpatía y poca vergüenza le sirvieron para ganarse al público en cuanto abría la boca
De vez en cuando, aún reponen en la tele alguna película en blanco y negro o en los colorines saturados del tecnicolor de los años 60 en la que se ve a una morenaza llena de gracia, encanto y picardía mirando a cámara con los pechos en bandeja, la voz ejecutando una copla pícara y los ojos haciendo chiribitas. Una Polvorilla, según el título de la película de Florián Rey que la lanzó al estrellato en 1956, decimoséptimo año de paz, en pleno apogeo del franquismo. La morena es María del Dulce Nombre Díaz Ruiz, Marujita Díaz para el mundo, la anciana de 83 que acaba de cerrar los ojos a la vida y, con ellos, los penúltimos vestigios de una cierta España cañí que agoniza al tiempo que se van sus últimas musas.
Sin el genio de Lola Flores. Sin el carisma de Sara Montiel. Sin la belleza de Carmen Sevilla. Sin el talento de Lina Morgan. Pero con la picardía, el descaro, la simpatía arrolladora y la poca vergüenza, en el mejor sentido de la palabra, de meterse al personal en el canalillo en cuanto abría la boca. Así era Marujita. Una mujer, como las mencionadas coetáneas, espléndidamente dotada por la naturaleza para el espectáculo en todos y cada uno de los sentidos. Señoras de armas tomar, que no se conformaron con enseñarlas, sino que las dispararon a diestro y siniestro. Paraban el tráfico, llenaban teatros, deleitaban, sí, con su arte al dictador y a su esposa en las veladas de El Pardo, según se les ha echado en cara inmisericordemente toda su vida. Pero hicieron algo más: lo que les dio la santa gana en un país donde las mujeres eran poco más que la costilla paridora del macho.
Fue en aquellos días de whisky y rosas cuando Marujita se casó con Espartaco Santoni, un vividor venezolano con ínfulas de productor internacional de cine. Y después con Antonio Gades, el genio del baile, antes de que él se hiciera del Partido Comunista y se convirtiera en símbolo de la otra España, en una de aquellas piruetas vitales e ideológicas no tan insólitas en la época. Maruja, sin embargo, nunca evolucionó con los tiempos. Se quedó instalada en la vieja estampa de señora cañón que provocaba a los señores, cantaba bonito y enamoraba a la cámara.
Así seguía, errando por los programas de variedades de Nochevieja, cuando se encaprichó de un buscavidas cubano varias décadas más joven, que la esquilmó, la humilló y la chuleó a base de bien y a ojos de todo el mundo menos a los de ella misma por todas las televisiones del nuevo mapa audiovisual de los 90. Ella se dejaba esquilmar, humillar y chulear, según la vieja máxima de que una mujer siempre está mejor mal acompañada que sola. Hasta que se les acabó el chollo de las exclusivas sospechosamente a la vez que se les terminaba el amor de tanto usarlo. No levantaron cabeza. Ni él. Ni ella.
Últimamente, daba lástima verla acudir, ilusionadísima como siempre, a servir de relleno de carne trémula en las trituradoras de ídem de los programas del corazón más salvaje de la parrilla televisiva. Siempre con sus pedruscos, sus pieles, sus pelucas, convertida en una caricatura de sí misma. Siempre presta a demostrar su prodigiosa capacidad de movilidad de sus globos oculares. Siempre dispuesta a arrancarse a cantar en cuanto se lo pedían. Y si no se lo pedían. Siempre con su sonrisa de dientes postizos, su altísimo concepto de sí misma de cara a la galería y su inmenso respeto al público, inversamente proporcional al que demostraba tenerse a sí misma y a su leyenda.
Con Sara Montiel en la gloria, Carmen Sevilla vagando por una residencia de ancianos perdida la memoria, Lina Morgan viviendo sus últimos años fuera de foco y Dinio protagonizando un show porno con su penúltima novia recauchutada hasta las cejas. Así se ha ido, en silencio, María del Dulce Nombre. Nadie se acordará de Dinio cuando haya muerto. Pero sí de Marujita, la más pícara y libre de esa cohorte de mujeres libérrimas en una época en la que muy pocas se atrevían a retar las leyes no escritas del machismo más carpetovetónico. Mujeres con perrito de aguas, pero sin amo sobre la faz de la tierra. Solo esclavas, quizá, de sí mismas y de sus recuerdos de gloria.
Babelia
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