¿Qué he hecho yo para merecer esto? (II)
Los ingenios verbales más audaces de la comedia de Almodóvar están al alcance del humor infantil o preadolescente rijoso o escatológico
Aunque el interés por la obra reciente, o incluso pasada (con algunas excepciones) del creador cinematográfico Pedro Almodóvar sea leve o inexistente, es imposible para alguien que no tenga la voluntad o la suerte de estar absolutamente desconectado de los medios de comunicación, de las noticias, de esa cosa tan pesada llamada realidad, no acumular indeseadas toneladas de información cada vez que el personaje Almodóvar decide que va a parir una nueva criatura, acompañada con la inequívoca sensación por parte del autor de que la historia del cine, de la cultura, del arte, van a enriquecerse gracias a ella. El apabullante sentido del marketing que posee este hombre se encarga de ofrecer exhaustivos datos, pistas, claves, enigmas y revelaciones sobre la naturaleza de la trascendente película que va a engendrar.
Por lo tanto, incluso los profanos tienen puntuales noticias desde el momento en el que Almodóvar empieza a rodar Los amantes pasajeros de que su atormentado espíritu necesitaba retornar a la comedia, ese género liberador al que tanto ama, con el que forjó sus señas de identidad como creador, con la intención de provocar sonrisas y risas entre los espectadores masivamente angustiados ante el estado de las cosas.
Y deduces que aunque sus últimos y cansinos paseos por el amor y la muerte, sus retratos de los entresijos del alma y del lado oscuro, los abrazos rotos, las educaciones degradantes, los desgarrados parloteos con ella, las indeseadas pieles que te ves obligado a habitar, el ser y la nada, la hostia en verso y demás temas profundos le hayan procurado múltiples e internacionales elogios, doctorados honoris causa, reconocimientos académicos y el ingreso en el Olimpo del cine solemne, la taquilla de sus películas está descendiendo, la parroquia ya no es tan fiel y comienza a disgregarse, la gente joven va poco al cine y en cualquier caso no parece flipar con la acreditada modernidad de su obra. La última vez que ha logrado un éxito rotundo en las salas españolas ha sido con la notable tragicomedia Volver. Consecuentemente, se impone el regreso a las raíces, al universo y los mecanismos que domina, al humor entre costumbrista y loco, al reconocible toque Almodóvar (no cometer el desvarío de confundirlo con el toque Lubitsch, pero toquecillo al fin y al cabo), a la irreverencia con estilo, a las innegables virtudes que le hicieron reconocible para el gran público.
Antes de ver la película he leído con cierto esfuerzo en Babelia una larga y desaliñada reflexión literaria de Almodóvar sobre la comedia cinematográfica. También observo el titular de una entrevista que le hacen, en la que muestra su ufana certidumbre de que ha realizado su película más gay. Y arriesgándome a que me lapiden por presunta homofobia me pregunto con estupor: ¿desde cuándo el cine es gay o heterosexual? ¿Ha inventado un nuevo género Almodóvar? ¿Qué misteriosa relación con la calidad establece que el cine sea homosexual, lésbico o supermachote?
Espero ansiosamente la solución de estos enigmas con el sincero deseo de que una comedia me procure placer, risa y diversión, independientemente de mis razonados prejuicios (¿o es solo grima?) ante la mayoría del cine almodovariano, mientras contemplo el arranque de Los amantes pasajeros. Se desarrolla en un avión y el ambiente es coral, pero deduzco que el protagonismo lo van a ejercer mayoritariamente tres enloquecidos azafatos que hacen y dicen cosas muy raras. Pero sigo esperando a Godot. Que algo de lo que veo y escucho me haga una mínima gracia, que alguno de los pretendidos gags sea hilarante, que los diálogos, los personajes y las situaciones evidencien el contrastado talento de su director para crear un determinado mundo, despertar una sonrisa, algo que justifique estar mirando la pantalla.
Los ingenios verbales más audaces están al alcance del humor infantil o preadolescente entre rijoso y escatológico. Confundir llamadas con mamadas, repetir hasta la náusea que la mescalina que lleva un traficante tiene sabor anal porque ahí es donde la oculta su dueño, inventarse un baile al ritmo de una canción discotequera en el que no sabes hacia dónde mirar.
Y, cómo no, Almodóvar, tan comprometido él con la cruda realidad, no olvida en medio de esta idiota charanga sacar a un banquero que huye a México después de la gran estafa. Y a una dominatrix perseguida por el gran poder y por un sicario porque amenaza con chantajear al Estado con la lista de sus clientes. Son apuntes pintorescos y marginales. Lo que más le interesa es hablar de pollas hasta la extenuación, de la bisexualidad como regla infalible y generalizada del deseo en hombres y mujeres, del supremo placer que se pierden los hombres si los de su género no les han comido los genitales con inigualable arte.
Se supone que en algún momento semejante acumulación de dislates con pretensiones libertarias y surrealistas va a conseguir su sagrado objetivo. O sea, que te rías. Pero no hay forma. La acreditada gracia del autor en esta ocasión parece no haber nacido de su cerebro, sino de su glúteo, lugar nada conveniente para despertar la hilaridad en los receptores. Y no entiendo, hasta que me lo explique alguna tesis doctoral, en qué se diferencia este producto de las comedias más cochambrosas de Mariano Ozores, de aquel cine subdesarrollado y sonrojante. La sensación permanente que me asalta padeciendo la ridícula Los amantes pasajeros es algo ingrato llamado vergüenza ajena. Se supone que por muy endiosado que se sienta el creador Almodóvar, alguien que le profese cariño, respeto y en posesión de unas gotas de sentido común debería haberle ofrecido honesto y lúcido consejo sobre ese guion y el patético engendro que podía crear al trasladarlo a imágenes. Pasen, vean, escuchen y juzguen, comprensibles buscadores de alegría y posmodernos envejecidos. La entrada solo vale entre siete y diez euros. Pero dudo que exista el libro de reclamaciones.
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