El vagón soñado
Son días de pensar en juguetes. Al menos, yo pienso en los que tuve y, sobre todo, en los que no pude tener. Uno de ellos, un tren, que sigue siendo el medio de transporte que mejor encarna la metáfora del viaje de la vida. Entendámonos: no estoy hablando del AVE, que no tiene otro simbolismo que el de la utilidad, tan práctica y tan chata. Me refiero al tren de los sueños infantiles... y de Hollywood.
Desde pequeña quise viajar alguna vez en uno de esos trenes que, en muchas películas de los años de gloria, contaban con secuencias filmadas en el vagón-bar. No el vagón-restaurante (caso Con la muerte en los talones), sino en aquel acogedor espacio, lleno de humo de cigarrillos y del sonido de las copas tintineantes, en donde un psicópata metía a un tenista en una oscura trama (Extraños en un tren), o en donde ejecutivos publicitarios o empresarios de los cincuenta se soplaban un dry martini tras otro en los tiempos en que alcohol y tabaco se consideraban no sólo recomendables, sino francamente representativos del éxito personal.
Los cinéfilos que son, además, amantes del ferrocarril (o viceversa) me comprenderán. Durante muchos años he viajado en múltiples trenes, he asistido a su desaparición, a su conversión en piezas de museo o, en el mejor de los casos, en otra cosa. Los trenes europeos me gustan mucho. Me entusiasma también ir de Nueva York a Filadelfia. Pero de ninguna de esas experiencias anteriores obtuve la satisfacción de mi sueño de vagón-bar exactamente como el de antaño... aunque vacío de clientela.
Ocurrió en Egipto y es una experiencia que recomiendo a quienes piensen transcurrir allí unas vacaciones: vayan a Luxor en tren. El coste de una cabina coche-cama para dos no alcanza los 200 euros, ida y vuelta; pero piensen que se ahorran el hotel. Si sólo visitan Karnak, Luxor y su museo, pueden hacerlo en una sola jornada -agotadora pero muy gozosa-, y regresar de nuevo en el tren, que sale después del primer espectáculo de luz y sonido (cuya primera mitad es recomendable, y la segunda, tediosamente pomposa y escalofriante, pero no por los faraones, sino por el frío que se pasa). En la cabina sirven una cena decente, se puede tomar con vino pagando aparte, y el cinéfilo tiene la copa de sus sueños ferroviarios esperándole en el salón.
¡Un vagón-bar con sillones tapizados en color gris, como sacado de una película en blanco y negro! Los únicos destellos de color éramos los pocos seres humanos que allá fuimos a parar y las pocas botellas pero de buena calidad que ilustraban la barra, detalle etílico que en Egipto se agradece. Y lo mejor de todo: el jefe de tren, sentado a una de las mesas, revisando los albaranes del viaje. Y el barman con sus ayudantes. Todo tan conmovedor, tan ya visto, ya tan perdido, y recuperado de súbito.
La vieja máquina -imagino que de los sesenta, de fabricación alemana, como todo el tren- avanzaba airosamente con su carga de vagones básicamente poblados por extranjeros, con contribución local en las nada despreciables localidades de segunda o tercera categoría. Pero todos ellos ajenos a la mitología alcohólica y promiscua del vagón que ignoraban, los unos por musulmanes, los otros por ahorrativos o por puritanos o por sosos.
Era de noche, y por las ventanillas se divisaba la silueta de los palmerales, coronados por una escandalosa luna llena. Allí, en el vagón-bar, fui tan feliz charlando y recordando a mis actores predilectos que alguna vez pulularon por el modelo cinematográfico; tan feliz, decía, que olvidé mi echarpe. A la noche siguiente, cuando regresé ocupando una cabina distinta, el barman de aquel pequeño paraíso sobre ruedas me localizó y me devolvió el chal.
Otro consejo para los amantes del ferrocarril que visiten El Cairo. Piérdanse en el museo dedicado a su gloriosa historia en Egipto, en el edificio contiguo a la estación de Ramsés II. Es más que nada un polvoriento almacén, atiborrado: pero lo disfrutarán como niños.
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