La urbe pendenciera
Áspera y dura, la antigua capital nigeriana es testigo de las convulsas vidas de sus 10 millones de habitantes
Lagos aplasta, huele, asusta, se agazapa tras una fama de tierra pendenciera. La antigua capital de Nigeria, hasta que inventaron Abuja en 1991, se esconde ante el extranjero, y más si este es oibó, que en yoruba significa despellejado, desprovisto de la piel negra; blanco. No lejos, donde hoy mana el petróleo del delta del Níger, el hombre blanco puso su pie y llevó hasta allí lenguas extranjeras y dioses nuevos. Lagos lo sabe y se venga asustando, mostrándose áspera y dura. El calor tórrido no cae en grados centígrados o en Fahrenheit, lo hace a plomo; pegajoso, húmedo, líquido. Y el tráfico: infernal, sin normas, en el que el policía que ordena y trata de desmadejar un embrollo se mueve pistola en mano. Una invasión de coches destartalados desbordan una ciudad que se despierta ya desbordada.
Son más de 10,5 millones de personas encerradas entre polvo, alquitrán, violencia y hermosos lagos y rías en los que la pobreza endémica es una costra, como el paro, la corrupción y la ausencia de oportunidades. Quien es joven y tiene piernas se va, camina rápido hacia Eldorado, hacia Europa.
Los danfos (taxis compartidos) se mueven cargados de pasajeros empaquetados, aplastados, reducidos a un respirar mínimo por no molestar. Para desplazarse son mejores las moto-taxi, las okadas, vedadas al hombre blanco, siempre tan visible. En Lagos, como en muchas urbes africanas, ser blanco es sinónimo de riqueza. En las aldeas, donde nada tienen, ser negro es sinónimo de generosidad.
Prosperan los listos, los rápidos, los que tienen conexiones, los inmorales y, a veces, solo a veces, los que tienen suerte. Los demás ven pasar las vanidades y hampean como pueden en las cosas pequeñas y en la droga. Detrás del decorado inhóspito bullen varios centros y Áfricas íntimas e invisibles. Lagos fue patria y sede de Fela Kuti, el gran músico africano, el artista de la fusión del jazz de Nueva Orleans o del sudafricano de Durban con la música de la tierra; el hombre que desafió a los militares con su forma de vida y sus letras de lucha y reto. No lo mataron porque murió antes por acumulación de enfermedades mortales y años de alcohol, drogas y sexo. Kuti es Lagos, lo impregna, y Lagos es Kuti; son hermanos siameses, se necesitan y alimentan.
Lagos gasta fama de urbe pendenciera, y lo es; no más que algunos barrios de otras capitales con mejor cartel. Se cuentan historias de taxistas secuestradores que asustan a los viajeros que aterrizan en el aeropuerto Mohamed Murtala. Aunque la realidad no es tan exagerada, no sobran las precauciones. La ciudad más poblada del África negra, y con un gran crecimiento demográfico, es la suma tres islas-mundo: Victoria, Ikoyi y Ekko. Fue parte del imperio de Benin, célebre por sus estatuas de bronce, y centro de comercio. Queda la memoria de aquel tiempo en el Museo Nacional, y la de hoy se cambia en el mercado más grande, Balogun, donde cada regateo es un duelo de picaresca en el que el comprador siempre pierde.
Una metrópoli tan viciosa, vividora y sufridora también cuida los imposibles. Las iglesias neocristanas de predicadores teatrales educados en Estados Unidos se multiplican, prometiendo milagros a bajo precio a unos feligreses que pagan por adelantado. La playa de Lekki se llena al atardecer de grupos con túnicas: danzan, cantan y rezan. El sol africano, enorme, redondo y naranja, parece su Dios. Los charlatanes son los peores: corrompen con su negocio del miedo lo único que queda: la esperanza.
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