El último verano de Paula Ris
Paula era la hermana pequeña de Pepe Ris. Tenía trece años el día que salió de casa dando un portazo. No era la primera vez que discutía con su madre aquel verano. "La niña está en una edad difícil", decían unas vecinas tratando de consolarla. "Verás cómo ha de volver más tranquila", aseguraban otras. Pero se confundían. Paula Ris no volvió aquella noche.
Como tantas veces durante aquellas vacaciones escolares, Pepe Ris y Leo Caldas habían pasado juntos la tarde. Por la mañana un camión había llevado a la pequeña bodega del padre de Leo una prensa neumática alemana comprada de segunda mano a una bodega de Cambados que la había sustituido por otra más moderna. Los dos chicos habían ayudado al padre de Leo a anclarla al suelo, bajo un tejadillo, en la parte exterior que miraba al río Miño.
Domingo Villar (Vigo, 1971).
Este escritor gallego es una de las nuevas y gratas sorpresas en literatura policiaca en España. Ha publicado dos novelas negras, Ojos de agua (2006) y La playa de los ahogados (2010). El inspector de policía gallego Leo Caldas y su ayudante, el agente Rafael Estévez, son protagonistas de ambas obras, ambientadas en la Galicia del autor.
Antes de entrar en el coche, el detenido se volvió hacia la casa. Su mujer se asomó. Apretaba a dos niños pequeños
Cuando terminaron, Pepe Ris no se quiso quedar a cenar. Aceptó una propina y se marchó caminando a su casa. A los veinte minutos estaba de vuelta, llamando con los nudillos al cristal de la cocina.
—¿Tan mala era la cena en tu casa? —preguntó con una sonrisa el padre de Leo Caldas al verlo aparecer.
—No —respondió Pepe Ris—. Es Paula otra vez. Mi madre no la ha visto en toda la tarde.
—¿Quieres que te ayude a buscarla? —se ofreció Leo antes de que su amigo se lo pidiese.
Pepe Ris le dijo que sí.
—Si hoy tampoco está en casa cuando llegue mi padre, la va a matar.
Leo miró los platos con la cena, todavía intactos sobre la mesa, y después a su padre.
—¿Puedo?
—Claro —respondió el padre, y luego preguntó a Pepe Ris: —¿Dónde crees que estará?
—Estará en cualquier lado —contestó el muchacho levantando los hombros—. Como dice mi madre: "jugando a ser mayor".
El padre de Leo vio partir a los chicos. Después de cenar, recogió la cocina y se sentó a leer en el porche. Seguía allí cuando su hijo regresó, a medianoche.
—¿La habéis encontrado?
Leo respondió que no con un gesto. Tomó una silla, se sentó junto a su padre y permaneció en silencio mirando aquel cielo limpio, distinto al de Vigo. Y se imaginó a Paula Ris desnortada en el monte, sin luces de ciudad que apagaran las estrellas.
Cuando a la mañana siguiente Leo se acercó a la casa de los Ris, la niña aún no había aparecido. Varios vecinos organizaban grupos de búsqueda mientras el padre de su amigo permanecía sentado en un banco, con la mirada perdida. La noche de insomnio había convertido su enojo en desasosiego.
Leo y Pepe Ris estuvieron entre los encargados de buscar en el monte, y otros se ocuparon del río. Todos regresaron sin noticias de la chica. Tampoco la había encontrado Evaristo el Cazador, que había recorrido las vías del tren por si Paula hubiese cometido una locura.
Durante los días siguientes se unió a la búsqueda un grupo mayor de voluntarios, y la Guardia Civil recorrió las orillas el río en lanchas neumáticas y rastreó el monte con perros adiestrados. No tuvieron éxito. Tampoco dieron fruto los carteles con la fotografía de la niña pegados en los postes y semáforos de las localidades cercanas. Nada.
Una mañana se detuvo ante la casa del padre de Leo un coche azul oscuro, sin identificación. Sus dos ocupantes no necesitaban anunciar que eran policías.
Uno de ellos esperó junto al coche mientras el otro, más bajo y con el cabello gris muy corto, intercambiaba unas palabras con el padre de Leo Caldas. Luego se dirigió al chico.
—¿Eres Leo?
Leo asintió.
—¿Cuántos años tienes?
—Catorce.
—¿Conoces bien a Paula Ris?
—Claro —dijo—, es la hermana de Pepe.
—¿Sabes dónde puede haber ido?
Leo le explicó que no sabía dónde podía estar, relató su último encuentro con ella y enumeró los diferentes lugares a los que en alguna ocasión habían acudido juntos.
Pese a lo que había supuesto, no le incomodó hablar con aquel policía que no le apremiaba, sino que le proporcionaba el tiempo que necesitaba para contestar a cada pregunta.
—¿La notaste preocupada últimamente?
—No -aseguró Leo—. Pepe dice que en casa discutía todo el tiempo con su madre. Pero yo la veía contenta. Como siempre.
—¿Sabes por qué discutían?
—Pepe Ris dice que es porque Paula quería pintarse y esas cosas, y su madre no lo veía bien.
—¿Tenia novio?
—No lo sé —respondió Leo, y después de pensarlo añadió: —Podría ser.
—¿Podría ser?
Leo le explicó que días atrás, en el río, había visto una marca en la pierna de Paula que ella había tratado de ocultar: la señal que dejaba en la piel la quemadura del tubo de escape de una motocicleta.
El policía de cabello gris se marchó con su compañero en el coche, aunque varias veces, durante los días que siguieron a la desaparición de Paula Ris, Leo volvió a verlo dialogando con conocidos de la niña. A todos se dirigía de la misma manera amable que había empleado con él, en aquel tono que invitaba a los demás a hablar.
El dispositivo de búsqueda finalizó una semana después sin haber encontrado a la chica. Según contó Pepe Ris, la policía opinaba que su hermana se había marchado de casa por su voluntad, como tantos adolescentes cada año. Lejos de tranquilizarla, la sospecha de una huida había abatido a la madre que dos semanas más tarde, martirizada por el remordimiento, aún no salía a la calle.
Los primeros días alguien comentó que habían visto a Paula Ris en un coche rojo camino de Vigo. Otros dijeron que el día de su marcha se aferraba desde atrás a un motorista, con la cabeza embutida en un casco. Quienes vivían más cerca del río recordaban un motor de lancha alejándose en plena noche.
Poco a poco se fueron callando las voces, y a mediados de agosto se hablaba más de la vendimia que de la huida de Paula Ris.
Manuel Trabazo era un médico amigo del padre de Leo Caldas. Aprovechando que tenía el mismo ojo clínico para los enfermos que para los motores había acudido desde Panxón para arreglar la bomba que habría de trasladar el mosto de la prensa a las cubas de fermentación.
El padre de Leo le enseñó las otras novedades: unas cubas grandes de acero compradas a precio de ganga que esperaba poder llenar dentro de tres vendimias, tan pronto como dieran vino las cepas injertadas durante el invierno anterior.
Cuando arreglaron la bomba, Trabazo, Leo y su padre montaron en el coche para ir a comer al Casqueiro. Para empezar pidieron anguila frita. Después, huevos de corral con patatas y un chorizo casero que les enrojeció los labios.
De vuelta a la finca, Leo les acompañó mientras paseaban entre las viñas. Cada pocos pasos su padre apartaba algunas hojas amarilleadas por el sol para mostrar a su amigo un racimo de uvas casi en su punto de azúcar.
Luego, su padre y Trabazo se sentaron en el porche, y Leo se acercó a la cocina. Descorchó una botella y la colocó en una bandeja con dos copas altas. Estaba sirviéndoles vino cuando Evaristo el Cazador se acercó con el coche haciendo sonar la bocina.
El padre de Leo se levantó y le salió al paso.
—¿Está con usted ese doctor? —preguntó Evaristo, sin apagar el motor, a través de la ventanilla abierta.
—Sí —dijo el padre de Leo, señalando a su amigo.
—La han encontrado —dijo escueto.
—¿A la niña de Ris?
Evaristo el Cazador asintió:
—En un cañaveral junto al río, donde el remolino del Uruguayo.
—¿Han avisado a alguien?
—Sólo a la Guardia Civil —contestó el cazador.
—Ahora mismo vamos —dijo el padre de Leo, y el cazador aceleró de forma brusca y se marchó dejándolo envuelto en una nube de polvo.
El padre de Leo y Trabazo se dirigieron al coche. El chico los acompañó.
—Es mejor que te quedes, Leo —sugirió el padre.
Leo abrió los brazos.
—Haz caso a tu padre, Calditas —insistió Trabazo.
—¿Pero sabéis llegar hasta allí?
Los dos hombres se miraron.
—Está bien —refunfuñó el padre, y Leo se dejó caer en el asiento de atrás y bajó el cristal apenas unos dedos para dejar que entrase el aire.
Un perro se había quedado ladrando entre las cañas. Su dueño, después de una espera más larga de lo razonable, se había adentrado a buscarlo. Allí se había tropezado con el cadáver de Paula Ris, sumergido en uno de los charcos del cañaveral.
Trabazo se descalzó, se remangó el pantalón por encima de las rodillas y desapareció entre las cañas siguiendo a Evaristo el Cazador. Regresaron al cabo de unos minutos pidiendo que no se tocase nada. Leo no vio el cuerpo de su amiga, pero oyó al médico comentar en voz baja a su padre que tenía la ropa mal puesta.
—¿Eso qué quiere decir? —preguntó el padre.
—Que la vistieron después de muerta.
—Vaya...
—Ya lo confirmará el forense.
Evaristo el Cazador comentó que las cañas no estaban aplastadas, por lo que la niña no había podido ser arrastrada hasta allí por la corriente. Alguien había cargado con el cuerpo sorteando la vegetación para depositarlo bajo dos palmos de agua, entre aquella masa de cañas lo bastante tupida como para mantener el cadáver oculto e impedir que una crecida lo moviera.
Unas decenas de metros río arriba el agua no estaba remansada como en el cañaveral. La espuma delataba los remolinos en los que tendía sus redes Miguel el Uruguayo, frente a la pequeña caseta donde se guarecía de la lluvia y el frío en las noches de invierno. Nadie más que él pescaba allí. Pobre de quien se acercase con una red a aquel tramo del río.
Tres coches de la Guardia Civil, detenidos ante la casa de Miguel el Uruguayo, impedían acercarse a la gente. Leo vio a Pepe Ris al otro lado de la carretera. Aguardaba junto a su padre, sus tíos y muchos otros vecinos a que los agentes sacaran de la casa al Uruguayo. Cada poco tiempo surgía del silencio una salva de insultos cargada de rabia.
"Al Uruguayo siempre le gustaron las niñas", oyó decir a alguien en voz baja, "no hay más que ver a su mujer".
Leo quiso orinar antes de acercarse a su amigo, y buscó refugio en la parte posterior de la casa, en el muro que delimitaba la finca del Uruguayo. Creyó oír voces al otro lado, y acercó un ojo a un resquicio entre dos de las piedras del muro. En el patio posterior estaba aparcado el coche azul oscuro de los policías que Leo ya había visto en otra ocasión. Supuso que habría entrado por la cancela, como el tractor, antes de que la gente se arremolinase.
El policía de cabello gris que le había interrogado semanas atrás salió de la casa y se dirigió al coche seguido del Uruguayo. Su compañero sacó unas esposas, pero el del pelo gris le indicó con un gesto que las guardase.
Antes de entrar en el coche, el detenido se volvió hacia la casa. Su mujer se asomó por la puerta. Apretaba a dos niños pequeños contra sus piernas.
Leo oyó murmurar al Uruguayo:
—No deje de buscar al culpable para que yo pueda ver a mis hijos de nuevo.
—Se lo prometo —respondió el policía de pelo gris.
Uno de los primos de Pepe Ris se acercó por detrás y sorprendió a Leo mirando a través de la grieta del muro.
—¿Está ahí? -le preguntó.
—No —mintió Leo.
Luego se marchó hacia su casa y, de camino, unos gritos más exaltados le confirmaron que el coche azul de la policía había partido hacia Vigo con Miguel el Uruguayo en el asiento de atrás.
—Al final lo han cazado —comentó su padre a la hora de la cena.
—Él no fue.
—¿Cómo lo sabes, Leo?
—No fue -repitió, sin decirle que lo había visto en sus ojos desamparados, tan empañados como la copa en la que su padre bebía el vino.
Tampoco le contó que aquel hombre no tenía una moto en la que hubiera podido quemarse Paula Ris, ni le dijo que había decidido hacerse policía para permitir a otros uruguayos ver a sus hijos otra vez.
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