El precio de la prostitución
En Pereira, las maniquíes se hacen la cirugía estética. Algunas parece hasta que nacen así. Transformadas. Llegan con ella de fábrica. Te miran desde los escaparates con el escote hinchado como un globo y los ojos de plástico limpio, embotadas en un vaquero ajustado que les marca las nalgas respingonas. Allí la sensualidad es un gen. Una impronta. Como algunos delitos a los que les ha empujado el destino...
La ciudad, antigua reina del eje cafetero, lleva 20 años inmersa en una crisis de la que, ante todo, la salvan sus heroínas: las mujeres. Como pueden. Desde una edad temprana. De la niñez a la vejez, muchas tiran del carro. Mantienen marido, padre, hermanos, hijos. Antes era el café. Pero la ruptura de un pacto que regularizaba los precios, roto en los años noventa, arruinó el negocio. Eso y los estragos de un terremoto en 1999 señalaron una salida a un gran número de habitantes de toda la zona. De Manizales a Armenia. De Pereira a Medellín: el crimen y la prostitución. Para muchos de sus hijos, era el futuro.
Ahora manda la economía sumergida. Representa el 58% de la actividad. Se come gracias al comercio, el café y las remesas de los paisas que viven fuera: estas vienen a ser el 19% del PIB. En torno a 30.000 pereiranos salieron el año 2002 como efecto del terremoto y la crisis. La mitad eran víctimas de la trata de personas, según estudios. Eso explica que en la región donde más ha crecido el paro en todo el país -20,1% en 2009- se incremente el comercio, por ejemplo.
Las remesas son, sobre todo, las que envían ellas. De esas víctimas de la trata, la mayoría eran mujeres de entre 15 y 30 años. Obligadas a ganarse su dinero fuera. En Madrid, en Panamá, en Estados Unidos, en Holanda, en China, en Japón... Unos billetes que no conviene enterarse de su procedencia. Parte de las mujeres pereiranas lo ganan en clubes y en burdeles. La ciudad y sus alrededores pasan por ser una auténtica cantera para el negocio sexual. Nadie pregunta. Nadie afirma. Todo el mundo lo sabe. Punto final.
La propia ciudad sangra a plena luz con el comercio de gran parte de su carne. Por el día, en los parques y en los tugurios de la Calle 14. De noche, en los clubes. Para dar prueba del panorama no hay más que sentarse, pasear y esperar a que al forastero le lluevan las ofertas. El parque de la Libertad, quien lo diría, es todo un reino de la esclavitud contemporánea. También de cierta impunidad. Un lugar donde delinquir, prostituirse, buscarse la vida es habitual. Lo hacen desde los seis años, comentan María Victoria Ramírez y Liliana Herrera, responsables de Contigo Mujer, una asociación que colabora, entre otras, con Women's Link.
Niñas acompañadas por madres que las venden y consienten con la policía al lado. En varios lugares se comete proselitismo con menores con las autoridades pasando de largo. Delante de tus narices cualquiera puede ofrecerte un catálogo: "Amigo, ¿le gustan las pollitas? ¿De cuánto? ¿De 10, de 12, de 16?".
Lo saben bien Marcela y Sami. Ejercen en la Calle 14 y buscan clientes por el parque. Luego los suben a un burdel medio oscuro donde preside la entrada una imagen del Sagrado Corazón. Debajo, reina el pecado. No el del sexo: el de la explotación. Las camas tienen las sábanas desechas, los baños están sin limpiar. La primera tiene 27 años, seis hijos -la mayor de 12 y la menor de siete meses-, pero también debe mantener a su madre y a sus tres hermanos. ¿Ellos no trabajan? "No, prefiero mantenerlos yo a que caigan en la mala vida, que se vuelvan ratas, ambiciosos y matones, no, no...".
La suya no es que sea una salida ideal. Ella hubiese preferido acabar de enfermera o doctora. En cambio tuvo que lanzarse a la calle con 10 años. "Dejaba a los viejos que me tocaran las teticas por unos pesos. Mi madre me empujaba fuera de casa, a buscar dinero, yo no le contaba cómo lo conseguía". A los 11 años le salió marido. A los 12 se quedó embarazada, pero perdió al niño. "Casi me muero. Me gustan los niños. Porque no soy rica, si no tendría 20".
Seis son suficientes por ahora. La mayor llega junto con la abuela hacia el lugar donde ejerce su madre. Necesita plata para comprar la cena. A Marcela, el trabajo no le gusta. Aunque hay veces que sí. Pero esos momentos no traen a cuenta: "Hay veces que una se siente bien con los clientes. A mí me gustan gorditos, son muy buenos pa la cama. Pero esto no es vida. Me han tratado de ahorcar, me han pegado con fierros en la cabeza para no pagarme. Es lo que más me molesta: que me conejeen".
Que se larguen sin soltar un peso, es lo que tampoco puede soportar Sami. Con 23 años, ejerce desde los 12. Tiene dos hijos y espera otro. Está embarazada de siete meses, pero no contempla una baja maternal. Se echa las manos a la espalda para aguantar la panza. Es morena, sonriente y tiene voz grave. Pero sabe reír pícaramente. Detesta su vida. También a los hombres. "Fui violada por un médico. Tenía 12 años. No se lo deseo ni a mi peor enemiga". Su pareja, un buen día, se fue: "Hay personas que le cogen pereza a uno...", dice, resignada ya a todo. Ahora tiene novia. "Prefiero mil veces que mis hijos tengan madrastra a padrastro. Yo me fui de mi casa porque el mío me manoseaba".
Las dos se llevan bien. Aunque en la calle hay mucha envidia. También mucho vicio. Pero tienen sus técnicas para evitar lo que no les gusta. "Cuando por ejemplo me piden culo, les doy carambola y les pongo chochito. Les hacemos la canica, que se dice. Algunos no se enteran, otros sí. Son muy aviones, se las saben todas".
Por el parque deambulan las dos. La competencia es dura. Hay niñas de 12 años puestas de pegamento, borrachos tirados en el césped, negritas púberes, vendedores ambulantes y trileros al acecho. Más que una Colombia devota de García Márquez, el parque de la Libertad en Pereira es espejo fiel al país que Fernando Vallejo pinta en su último libro, El don de la vida (Alfaguara). Ese recinto de Medellín donde el autor dialoga con la parca es una fotocopia del pereirano: "Este parque desdichado de mendigos, prostitutos, prostitutas, chantajistas, estafadores, lustradores de zapatos, vendedores de lotería, expendedores de droga, travestis, raponeros. Y un puesto de policías bachilleres, que sirve para lo que sirven las tusas de las mazorcas y las tetas de los hombres. Colombia perdió desde hace mucho el respeto a la ley y la escupe a la cara. En fin, en este parque que digo las prostitutas son niñas y mujeres; los prostitutos, niños y muchachos, y los raponeros, ladrones in illo témpore de gafas y relojes, hoy arrancan teléfonos celulares".
Pero si se trata de agarrarse a más referencias literarias, hay que mencionar que de Pereira surgió ese fenómeno sociológico que ha sido Sin tetas no hay paraíso. Primero en novela, de mano de Gustavo Bolívar y después como serie de televisión. Para unos ha creado un modelo que ha hecho mucho daño. Así lo cree Olga Dávila, responsable del Coat, el organismo interministerial que coordina la trata de personas en Colombia. "Son modelos que han resultado nocivos", afirma. También pasa con El padrino o Los Soprano. La vida imita al arte o el arte imita a la vida. Un dilema aún sin resolver al que tampoco merece la pena culpar de nada.
Gustavo Bolívar se defiende: "Hay una apreciación equivocada por parte del Coat. Los escritores sólo escribimos sobre lo que vemos o sobre lo que investigamos. Si no fuera así, los países se quedarían sin referencias sobre sus procesos históricos. Es imposible que la prostitución, en Colombia o en cualquier otro lugar del mundo, sea impulsada por una obra literaria. La prostitución en nuestro país es producto de la iniquidad social, del abandono estatal hacia los más pobres, de los corruptos que se embolsillan el dinero de la educación y de la falta de políticas serias y sostenidas de generación de empleo. Es esencialmente un problema de pobreza y de falta de educación".
Pero hay otros referentes más preocupantes: en la calle, en las propias familias, en la escuela, a cuyas puertas van los ojeadores a fichar futuras víctimas de redes que operan en todo el mundo. "Muchas niñas lo hacen por necesidad. Otras no lo necesitan, pero lo emplean en cirugía", relata María Victoria Ramírez. Las autoridades colombianas empiezan a ser muy conscientes del problema. Aunque en la calle la policía no brille por sus acciones, en la legislación comienzan a darse pasos. Las familias desestructuradas, "los huérfanos de padres vivos que llamamos aquí", comenta Olga Dávila, la vejación, la devastación psicológica de las víctimas, han encendido la luz roja. "Para las mujeres es espantoso. Muchas, después de haber sido explotadas hasta la extenuación, se encuentran con nada". El dinero que han ido mandando para una casa se quedó en la tele, en las zapatillas y en las tetas de alguien.
Pero el Coat, que se encarga de hacer eficaz la acción de 14 áreas estatales implicadas en esa política contra la explotación, no sólo actúa en casos de prostitución, también lo hace contra abusos laborales o matrimonios serviles. Todo entra en la trata de personas, término que la legislación intenta aplacar con castigos, ocurra lo que ocurra, contra los tratantes: "Nuestra ley pena de forma directa. El consentimiento de la víctima, un argumento al que se acogían muchos para librarse de las penas, no exime de la responsabilidad al tratante, según el artículo 188 A".
Las redes, sin embargo, proliferan. Hasta el punto de haber convertido a Colombia en el tercer país del mundo afectado por este mal tan eterno como contemporáneo de la esclavitud. No siempre son organizaciones mafiosas complicadas. Captan en el vecindario, tienen un contacto familiar o de amistad en España o Estados Unidos -los lugares adonde acuden más chicas ahora- y cuando ellas llegan allí, muchas creyendo que van a trabajar en una cafetería o una casa, otras sabiendo que deben ejercer la prostitución, se les retira el pasaporte y empiezan a pagar su deuda. Deuda por el billete, por los papeles del viaje, por la comida, el alojamiento. Deuda por respirar: unos 20.000 euros de media. O pagan ellas o sus familias. Con la vida.
Resulta un hecho que si en lugares como Pereira los demonios surgen de las esquinas en forma de narcos o explotadores, los ángeles lo hacen en igual medida y con una determinación admirable. Suelen ser ángeles femeninos. Mujeres que dan la cara. Como en todo. Madres coraje, como María Victoria Ramírez y Liliana Herrera, de Contigo Mujer, o como Ofelia Suárez, luchadora a pie de calle, salvadora de los bajos fondos y una líder de la zona en la integración y el salvamento de víctimas desde su Corporación Casa de la Mujer y la Familia.
Ofelia es muy famosa en el parque de la Libertad. Allí actúa a menudo y de allí han surgido grandes casos para su estudio de la trata de personas y la prostitución infantil en el eje cafetero. Ellas llevan bien cuantificado el problema. Ofelia domina el lenguaje, sonríe y no juzga a nadie. Gracias a ella y a sus compañeras Sonia Pachón Fernández y Gloria Inés Ramírez Ríos, las autoridades de Risaralda, la región a la que pertenece Pereira, saben que de las 12.800 nuevas mujeres extranjeras que la policía contabilizó en España dedicadas a la prostitución en 2003, 4.761 eran colombianas y que de las 30.000 que ejercían en Holanda, un 60% eran latinoamericanas.
También que los 25 hombres detenidos por reclutar mujeres para Japón y Corea lo hacían con niñas de entre 12 y 14 años en los barrios de Cuba y en Dosquebradas. Que un promedio de 10 mujeres de la zona llegaron a salir al día desde 2003 al extranjero y ahora se ha reducido a 10 por semana, que la media de edad de las víctimas oscila entre 15 y 41 años, captadas en lugares como La Virginia, Marsella, Santa Rosa, Santuario, Calarcá, Caicedonia; que su nivel de escolaridad es primario o secundario no terminado y su estrato social es bajo o medio-bajo. Que en muchos casos su primer contacto sexual se da con clientes europeos. Que varias son madres solteras.
Ofelia tiene bien catalogadas todas las variantes de la prostitución en Pereira. Están las furufas: "Niñas vendidas por sus propias familias desde que tienen 6 años. Lo más triste de muchas de ellas es que acaban prostituyéndose para comprar pegamento". Luego vienen las portoneras. "Se colocan en la puerta de un burdel a captar clientes". Después, las coperas. "Estas trabajan en clubes, a cubierto y cobran por copas vendidas, además de los servicios".
Todas adolecen de lo mismo. Ausencia de autoestima. "Lo más normal es que digan: no soy nada. Una mera gonorrea". Son expresiones que ha oído a chiquillas como Keiko. "Keiko y su hermanita fueron vendidas por su mamá a unos tipos que cargaban mercancías. Le pagaron 50.000 pesos, unos 20 euros. Las violaron varias veces esa misma tarde. Ahora anda por el parque".
A Keiko no ha logrado todavía arrancarla de esa vida. Pero sí lo ha hecho con 56 sardinas, que dirían en la calle. Niñas que devuelve a la escuela y que previamente han sobrevivido en barrios como La Churria, Las Brisas, Cuba, Tokio, San Nicolás, Villa Santana... Lugares donde el almuerzo que dan en el colegio, comenta el amigo Giovanni desde su bicicleta, "no da ni para una muelita". Más si es la única comida que pueden llegar a hacer al día él o cualquiera de sus nueve hermanos.
Muchas de las víctimas que Ofelia rescata de la calle las acoge doña Martha Lucía Arrubla. Una educadora con 38 años de experiencia a la espalda que no evita llevar un collar elegante y un reloj de oro a clase. No tiene miedo a que se lo roben. Los pelaos a quienes enseña la diferencia entre el bien y el mal, niños y niñas que ha sufrido el abuso y han mamado la violencia desde que nacieron metidos en el tráfico y la prostitución, la respetan como a una madre. Y la protegen. Les tiene encandilados con su voz ronca, su moño rubio, su sonrisa de madraza y su complicidad de viva psicóloga. "Un día me iban a atracar por la calle y llegó Jackson Octavio Lenis. Les dijo clarito que no lo hicieran, que yo era su profesora. Menos mal. Yo ya sentía el jalonazo".
Pasar la tarde en su clase puede ser un curso intensivo de sueños truncados por el narcotráfico. José Leyder Valencia quiere ser soldado profesional: "Para matar guerrillas". Ha conocido a fondo la calle y lo que allí se vende: "Marihuana, heroína, perico, bopal, hache, éxtasis, leiris, esto te lo echas en la ropa y te vuelves loco...".
A todos les trae a cuenta ir a la escuela. Allí comen. También causan sus problemas. "A veces llevan armas. Una se juega el pellejo a cada instante. Hay que tener temple y, al tiempo, sobar", comenta doña Martha. Mientras andan allá no tienen que vérselas con padres pirovos. "Es lo peor que te pueden llamar", aclara la maestra. Tampoco con madres jíbaras, dedicadas al tráfico. Así que no le extraña cuando muchos cogen confianza y dicen que quieren ser sicarios. "Al principio, me venía todos los días con la lágrima a casa", confiesa la mujer.
Lo malo es comprobar que no tienen futuro. Después de esos cursos, ¿qué? La calle. "No hay salida para ellos", comenta doña Martha. "Ninguna". Si el 10% supera su ambiente, ya es un éxito. Pero las escuelas, las organizaciones de apoyo, las casas de acogida, están hartos de ver cómo van y vuelven. En el Coat han atendido víctimas de tráfico que han conseguido su billete para volver a casa y al cabo de un tiempo estaban fuera otra vez, relata Olga Dávila. Es la rueda siniestra. Una prisión. Por no hablar de las niñas que cada fin de semana acuden acompañadas al aeropuerto de Pereira para ejercer en Panamá. Un escándalo que denunció el periódico La Tarde porque su directora, Sonia Díaz Mantilla, era testigo muchos fines de semana de cómo sus madres o sus padres las dejaban en la terminal y después unos tipos las recogían en camionetas con destino incierto en el país fronterizo.
Algunas encuentran redención. Para muchas, la religión, un sentimiento intenso en Colombia, es un clavo ardiendo. Por eso, las hermanas adoratrices tienen mucho predicamento. Es una congregación que nació en España en 1856 para acoger prostitutas y hoy sigue haciendo lo mismo en ciudades como Pereira. Allí fue a parar hace años Luz Gómez. El paso le supuso su salvación. "Cuando estás dentro, trabajas y vives borracha, crees que es imposible otra vida. Piensas, ¿con qué voy a mantener a mis hijos? Ahora me siento feliz de haber dado el paso. Soy estilista. Las hermanas me dieron formación, cobijo. Ahora voy al parque de la Libertad a intentar convencer a las niñas para que salgan de ese mundo. Me he encontrado a algunas que han salido, han vuelto y se esconden cuando me ven. Yo les digo que vuelvan de nuevo a intentarlo".
Otras partieron para Madrid. "Volvieron cruzadas", comenta Luz. Sin plata. Sin dignidad. La mayoría huyen a Europa, Panamá y Estados Unidos, donde entran en un negocio del que en España se han contabilizado últimamente 2.400 víctimas, según datos oficiales de la policía. Un entramado mundial que mueve entre siete y ocho billones de dólares en todo el mundo y que por aquí representa 18.000 millones de euros, según un informe de las Cortes españolas.
Dinero con cara, con dolor. Como el que relata un taxista de Pereira que trabajó en un macro burdel de Girona. Primero se lamenta de que nuestro viaje al aeropuerto sea de vuelta. "De haber sabido que andaban ustedes por aquí les hubiera conseguido un par de sardinas, bien guapas. Por 60.000 pesos (30 euros) les habrían atendido dos horas y por 100.000 toda la noche", comenta. "Hay muchas pereiranas en España. Son las mejores. En el club donde yo trabajé había 150 chicas. Las rumanas y las rusas, mala gente. Una chica colombiana era un amor. Le iba bien. Al día se podía hacer 15 o 16 servicios. Luego acababa tan rendida que venía donde mí y me decía: ¡Ay, papi, me duele todo el cuerpo!".
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