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Reportaje:

Rusia. Veinte años es mucho

Pilar Bonet

El líder ruso Vladímir Putin ha dicho que la desintegración de la URSS fue la "mayor catástrofe geopolítica" del siglo pasado. Pero no fue así como la vivieron los tres líderes eslavos que firmaron el certificado de defunción de aquel Estado el 8 de diciembre de 1991 en Visculí, un pabellón de caza situado en el bosque de Belovezhye (Bielorrusia).

En aquel lejano diciembre de hace 20 años, Putin dirigía el comité de relaciones exteriores de la alcaldía de San Petersburgo. Allí tutelaba las inversiones alemanas y concedía cuotas y licencias para exportar petróleo, metales, madera y otras materias primas a empresas que, a su vez, importaban carne, leche en polvo, patatas y otros bienes de consumo a la ciudad desabastecida. Esas operaciones de trueque provocaron alguna investigación que quedó inconclusa. Aquel otoño, el jurista Dmitri Medvédev, de 26 años, daba clase en la Universidad de San Petersburgo y colaboraba como asesor con la alcaldía y el comité de relaciones exteriores.

"Siempre igual. Solo piensa en usted. Si se hubiera preocupado por la gente...", le soltó Yeltsin a Gorbachov en 1991
Gorbachov le gritó a Yeltsin por teléfono: "¡¿Cómo que la Urss ya no existe?! ¡¿Y quién crees que soy yo?!"
El presidente ruso Borís Yeltsin pidió que formularan "algún documento político bien escrito" en una hora
El fin de la Urss fragmentó la vida de la gente. La tasa de suicidios se disparó. Y muchos pillos se hicieron millonarios
Rusia se ha convertido en país de fuertes contrastes. El 39% de los jóvenes de 18 a 24 años solo piensan en emigrar

El presidente Medvédev discrepa de su mentor y primer ministro sobre el fin de la URSS. Perdónenme, pero la desintegración de la URSS fue prácticamente incruenta. Esto no es la principal catástrofe, no puedo estar de acuerdo, aunque fue un acontecimiento difícil para mucha gente, ha dicho. Medvédev opina que las verdaderas catástrofes, que costaron la vida a millones de sus compatriotas, fueron la guerra civil tras la revolución bolchevique y la Segunda Guerra Mundial.

El 7 de diciembre de 1991, el termómetro marcaba 25 grados bajo cero cuando los líderes eslavos comenzaron a llegar a Visculí, según cuenta en sus memorias Viacheslav Kébich, entonces jefe del Gobierno de Bielorrusia. El presidente de Ucrania Leonid Kravchuk alcanzó a abatir un jabalí antes de que se uniesen a él el jefe del Parlamento bielorruso Stanislav Shushkévich y el presidente de Rusia Borís Yeltsin. Desde un aeropuerto militar, la delegación rusa fue trasladada a Belovezhye en un cortejo de volgas blancos. Kravchuk y Yeltsin fueron alojados en el pabellón principal, un edificio de dos plantas construido en 1957 por Nikita Jruschov para sus cacerías. Por Belovezhye había pasado Leonid Bréznev e invitados como Fidel Castro, y ahí habrían disfrutado de la naturaleza Ted Turner, propietario de la CNN, y su esposa, Jane Fonda, aquel diciembre, de no haber sido por la cumbre eslava, que obligó a cancelar su visita.

En Visculí, Yeltsin preguntó a Kravchuk si tenía intención de firmar un documento propuesto por el presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, para renovar el Tratado de la Unión, el texto fundacional de la URSS, que había sido ratificado en 1922 por las tres repúblicas eslavas y la Federación de la Transcaucasia (Azerbaiyán, Georgia y Armenia).

El ucranio respondió de forma evasiva y Yeltsin dijo que había que elaborar una nueva estructura política. La situación es trágica. Si no tomamos ahora algunas decisiones razonables, puede suceder una catástrofe humanitaria, y de eso a la guerra civil no hay más que un paso, advirtió Yeltsin, tras referirse a la crisis económica, la insatisfacción social y la indisciplina de las repúblicas federadas. El presidente ruso ordenó al segundo del Gobierno, Serguéi Shajrái, y al ministro de Exteriores, Andréi Kózirev, que formularan algún documento político bien escrito en el plazo de una hora. Lo redactaron a mano, porque no tenían máquina de escribir hasta que, desde una explotación agrícola cercana, trajeron una secretaria. Kébich, ahora arrepentido de su participación en aquellos acontecimientos, suponía que se estaban poniendo las nuevas bases más firmes y justas del Estado de la Unión, pues las fronteras, el ejército y la moneda y todos los elementos económicos del Estado seguían siendo comunes.

Acompañándose de champán soviético, Yeltsin, Kravchuk y Shushkévich dieron forma a una nueva entidad a la que llamaron Comunidad de Estados Independientes (CEI), porque nadie quería oír la palabra soyuz (unión). A instancias de Yeltsin, a la vez que aprobaban un párrafo, se servíachampán soviético, según cuenta Kébich. El documento que allí se redactaba iba a llevar a un nuevo terreno jurídico la descomposición del Estado, que se había acelerado en agosto, tras el intento de golpe emprendido por altos funcionarios del régimen. Fracasada la conjura, Gorbachov había vuelto a ejercer como presidente de la URSS, pero el mundo había cambiado. Pese a su debilidad política, Gorbachov insistió en que las repúblicas soviéticas firmaran el Tratado de la Unión renovado, el documento de redistribución de competencias que el golpe les había impedido firmar en agosto de 1991.

La subordinación al centro federal representado por Gorbachov no estaba en los planes de Yeltsin; para Ucrania, el nuevo Tratado de la Unión perdió su sentido tras el referéndum del 1 de diciembre que apoyó la opción independentista de Kravchuk. El ruso quiso reunirse con sus colegas eslavos sin Gorbachov, y Shushkévich se brindó a acogerlos en el bosque de Belovezhye, un refugio de bisontes en la frontera con Polonia. En Moscú, Gorbachov, que estaba al corriente del encuentro, preguntó a Yeltsin sobre los temas que iban a tratar y este lo tranquilizó diciendo que, con la ayuda de Shushkévich, iba a quitarle los sueños de independencia a Kravchuk.

En realidad, en Visculí ocurrió todo lo contrario. Cuando los líderes eslavos se disponían a cenar el 7 de diciembre, Guennadi Búrbulis, por entonces secretario de Estado de Rusia, declaró que faltaba el artículo final: las tres repúblicas habían formado un nuevo sujeto de derecho internacional, pero antes había que denunciar el Tratado de la Unión de 1922. Kébich escribe que solo entonces comprendió el verdadero sentido de lo que estaba pasando.

Esto es un verdadero golpe de Estado. He informado de todo a Moscú, al comité... (KGB), espero la orden de Gorbachov, le susurró Eduard Shirkovskii, jefe del Comité de Seguridad del Estado (KGB) de Bielorrusia.

-¿Y tú crees que la darán?

-Por supuesto. Es evidente que se trata de una traición, si llamamos a las cosas por su nombre. Entiéndame, tenía que reaccionar. Presté juramento dijo el jefe del KGB.

-Podías haberme avisado.

-Temía que no estuviera de acuerdo.

Moscú no daba señales de vida. Según Kébich, Gorbachov sabía que no era difícil arrestar a los participantes en la cita de Belovezhye, pero no habría sabido qué hacer con ellos, ya que juzgarlos habría podido provocar una reacción popular. El 8 de diciembre por la tarde, los líderes eslavos firmaron el acuerdo alcanzado junto con otros documentos. Entre ellos estaba la declaración política que constataba la desaparición de la URSS como sujeto de derecho internacional y proclamaba a la CEI como su sucesora, un acuerdo de coordinación económica y otro para la colaboración en las fuerzas armadas y el control de las armas estratégicas. Los colegas eslavos habían esperado al presidente de Kazajistán, Nursultán Nazarbáyev, pero este se quedó en Moscú tras hablar con Gorbachov.

Después de la firma, Yeltsin quiso informar al presidente estadounidense George Bush. Alguien propuso contárselo primero al presidente ruso. De ninguna manera. En primer lugar, la URSS ya no existe, Gorbachov no es presidente y no nos manda. Y en segundo lugar, para evitar imprevistos, mejor que sepa de esto como un hecho consumado irreversible, dijo Yeltsin. Llamaron a Washington cerca de la medianoche. Yeltsin parecía un escolar. Kósirev le traducía. Al otro lado del hilo, escucharon con atención y después preguntaron quién controlaba las armas atómicas. No se preocupe, señor presidente. El maletín con el botón lo tengo yo. No hay peligro de uso de armas atómicas. El mundo puede dormir tranquilo, dijo Yeltsin. Kébich dice que mintió, porque el maletín nuclear estaba en poder del presidente de la URSS. Luego, Yeltsin ordenó a Shushkévich que llamara a Gorbachov.

-¿Por qué yo?

-Y si no, ¿quién? Estamos en tu territorio. Tú eres el anfitrión...

Pese a lo avanzado de la hora, Gorbachov estaba en el Kremlin con Yevgueni Sháposhnikov, ministro de Defensa de la URSS, que proponía arrestarlos a todos. No pueden dejar de llamar. Ten paciencia, le decía Gorbachov al militar. Shushkévich llamó al presidente de la URSS de mala gana. La URSS ha dejado de existir, articuló tras algunos rodeos. Borís Nikoláevich ya habló con el presidente de EE UU y George Bush afirmó que apoya nuestra decisión.

-¿Por qué informan antes al presidente de EE UU que al de la URSS? ¿Está ahí Borís? ¡Pásame a Borís!

Gorbachov gritaba tanto que todos los presentes lo oyeron...

-Pregunto si está Borís ahí. ¡Dale el teléfono a Borís!

-Mijaíl Serguéievich, Borís Nikoláevich me encargó...

-Vete al... No quiero hablar contigo. Dale el teléfono a Borís.

Yeltsin tomó el auricular.

-Borís, ¿qué habéis hecho?

-Mijaíl Serguéievich, los dirigentes de tres repúblicas, preocupados por el destino de nuestros pueblos, hemos tomado la decisión de denunciar el Tratado de la Unión de 1922. La URSS ya no existe.

-¡¿Cómo que no existe?! ¡¿Y quién crees que soy yo?!

-Usted siempre igual. Solo piensa en usted. Sus ambiciones personales son lo primero. Si se hubiera preocupado un poco por la gente y por el país, todo habría sido diferente... En resumen, ya resolveremos su situación de alguna manera -exclamó Yeltsin y colgó.

Kébich tuvo la sensación de haber cruzado el Rubicón en un evento más parecido a un chiste que a una tragedia histórica. Tres hombres que habían tomado un trago se reunieron en un apartado bosque, se divirtieron un poco y declararon que el Estado había sido abolido.

El acuerdo de Belovezhye fue ratificado con gran celeridad y apabullantes mayorías, en el Parlamento ruso, con solo seis votos en contra, y en el bielorruso, con uno. El 25 de diciembre, Mijaíl Gorbachov se dirigió a sus conciudadanos por última vez como presidente de la URSS y se arrió la bandera soviética del Kremlin. El presidente quería despedirse el 24 de diciembre, pero le convencí para que no estropeara la Nochebuena a Occidente, dice Andréi Grachov, entonces secretario de prensa del líder soviético.

El gobierno ruso actuaba como un equipo de bomberos y la economía estaba en ruinas. El acuerdo de Belovezhye fue una fórmula jurídica para describir lo que había pasado ya, fue un divorcio con el mínimo riesgo de convertirse en un enfrentamiento sangriento por la herencia de la URSS", señala Búrbulis, según el cual en agosto de 1991 era evidente que la URSS ya no existía y que cualquier intento de mantenerla por métodos físicos, de emergencia o político-militares entrañaba el peligro de una guerra civil.

Nadie tenía ni idea sobre cómo vivir con aquella independencia de facto y de iureSolo quedaba no permitir que las peligrosas divergencias se convirtieran en conflicto, continúa Búrbulis. No teníamos ningún modelo de reintegración. Creíamos que si nos ocupábamos de la economía, seríamos como un campo magnético que atraería a nuestros socios históricos.

Uno de los puntos más espinosos de las discusiones de Belovezhye fue Crimea, la península poblada sobre todo por rusos que Nikita Jruschov había regalado a Ucrania. Yegor Gaidar, el padre de las reformas económicas rusas, me contó en 2005 que Yeltsin pasó muchas horas tratando de convencer a Kravchuk de que excluyera a Crimea del acuerdo de Belovezhye para resolver este tema después, pero Kravchuk fue inflexible y se dispuso a marcharse. El sistema de mando de las armas estratégicas soviéticas estaba centralizado, pero no así el de las armas tácticas, explicaba Gaidar. "Nadie sabía lo que podía pasar en un territorio donde el jefe de una unidad podía tomar decisiones sobre armas nucleares. Nadie sabía a quién se someterían en una circunstancia así, señalaba el político. La disyuntiva estaba entre un tratado pacífico sin reclamaciones territoriales a Ucrania y a Kazajistán o arriesgarse a una desintegración como la de Yugoslavia, pero con armas nucleares.

Por eso Yeltsin decidió que la desintegración pacífica era preferible a una variante violenta y que era mejor hacer concesiones territoriales. Creo que no se imaginaba que para mayo de 1992 todas las armas tácticas nucleares ubicadas en Ucrania iban a ser concentradas en Rusia, relataba el economista, fallecido en 2009.

Han pasado 20 años y los protagonistas de aquella época están en la periferia de la vida política actual o han fallecido. En Moscú, Gorbachov tiene su propia fundación y disfruta de la compañía de su hija, sus dos nietas y su bisnieta. En Kiev, Leonid Kravchuk, padre de la independencia ucraniana, dirige también una fundación, escribe libros y participa en debates. En Minsk, Shushkévich es un furibundo adversario del autoritario líder Alexandr Lukashenko y milita en un partido socialdemócrata. A finales de 1999, Yeltsin renunció a la presidencia a favor de Putin, que le dio garantías de seguridad para él y sus parientes. En su funeral, en 2007, sonó el himno ruso-soviético que tanto había odiado.

Las eminencias grises de Yeltsin viven discretamente en Moscú y no se apresuran a publicar memorias. Búrbulis organiza veladas filosóficas, y Shajrái, el hábil jurista que dio forma a los documentos clave del Estado ruso, es vicepresidente del Tribunal de Cuentas y de la federación de bádminton, un deporte practicado también por el presidente Medvédev.

En cuanto a los escenarios, la residencia de Visculí pertenece a la Administración del presidente Alexandr Lukashenko, está cerrada al público y se utiliza para acontecimientos oficiales. En cambio, el nacimiento de la URSS, el 30 de noviembre de 1922 en el Bolshói, es conmemorado con una lápida en la fachada de ese teatro. La lápida se mantiene también después de la restauración que ha suprimido muchos de los elementos decorativos de la época soviética.

El año 1991 fragmentó la vida de los ciudadanos soviéticos. Millones de personas tuvieron que reinventarse o empezar de nuevo, emigraron a nuevas patrias y experimentaron vertiginosos ascensos y descensos sociales. Científicos de élite en paro y oficiales desmovilizados hacían de taxistas para poder comer, y pillos y delincuentes se transformaron en multimillonarios y oligarcas. Fueron procesos traumáticos y desgarradores. Los índices de suicidio se dispararon, según constataba el profesor Borís Polozhii, del centro de psiquiatría V. P. Serbski. El peor año fue 1995, con 42 casos por 100.000 habitantes, cuando la media mundial es de 14. La situación ha mejorado; el año pasado, Rusia registró 23,5 suicidios por 100.000 habitantes y descendió al sexto lugar del mundo, lo que es un progreso en relación al segundo puesto ocupado en el pasado. En contraste con los suicidios de adultos, que han disminuido, ha aumentado el coeficiente de suicidios infantiles (hasta 15 años de edad) y adolescentes; en 2010 fueron 3,6 y 20, respectivamente (las medias mundiales son 1,5 y 7,3). Polozhii lo atribuye a los "rasgos negativos" de la sociedad rusa: la intolerancia, la indiferencia ante los otros, la crueldad y la devaluación de la vida humana, incluida la propia.

Los noventa fueron años salvajes. Se produjo un total cambio de valores y había que aceptar que lo que habías hecho antes no valía para nada. El nuevo valor era el dinero, y se mataba por él. Fue una experiencia cruel, pero también muy valiosa, si uno conseguía superarla y seguir siendo una persona, opina Iliá Kochevrin, que en 1991, tras haber estudiado filología en Moscú, se adaptaba al mundo en cambio trabajando en un mercado de París. Ahora, Kochevrin, de 49 años, es vicepresidente de una de las estructuras de Gazprom, el monopolio exportador de gas.

Rusia ha cambiado mucho en estos 20 años. Con todo, la sombra de la URSS se proyecta -protectora o amenazante- sobre las vidas de los rusos, incluso de los más jóvenes. La nostalgia es en parte una reacción a las duras realidades de un proceso hoy encallado en el autoritarismo y la corrupción. También es un producto cultivado con fines políticos por el régimen de Vladímir Putin, que recuperó los símbolos soviéticos y los mezcló con los rusos para sostener la ilusión de continuidad. En marzo, el 58% de los rusos lamentaban que hubiera desaparecido la URSS frente al 27% que no (en diciembre de 2000 eran 75% y 19%, respectivamente), según una encuesta del centro Levada. Borís Dubin, especialista de este centro, dice que los jóvenes reciben una imagen básicamente positiva de la URSS a través de la familia. Y añade que la mitificación de la antigua patria, su asociación con una idea de victoria y poder, diferencian a la juventud rusa de las nuevas generaciones de Europa del Este.

En una charla en la Facultad de Periodismo de la Universidad Internacional de Moscú, los estudiantes, chicas y chicos de entre 17 y 22 años, enumeran las asociaciones positivas y negativas que les despierta la URSS. Entre las primeras figuran la educación gratuita y de buena calidad, el nivel de la ciencia, los servicios médicos y el pleno empleo. Entre las segundas, la censura, el telón de acero, la atmósfera de represión, el temor y la escasez de bienes de consumo. Sus abuelas les han contado que llevaron a sus hijos a bautizar en secreto, y sus padres, que se pasaban horas en las colas y que sus profesores les reñían por llevar vaqueros con la bandera de EE UU.

En 1991, Rusia quería liberarse de sus vecinos. Veinte años después quiere estrechar sus lazos con ellos. En vísperas de las elecciones legislativas del 4 de diciembre, Putin ha abogado por integrar el espacio possoviético en una nueva Unión Euroasiática en la que se articularían organizaciones regionales surgidas en la ex-URSS como el Espacio Económico Único. Esta entidad suprimió en julio los controles aduaneros entre los tres países integrantes, Rusia, Kazajistán y Bielorrusia. La Unión Euroasiática se construirá sobre principios de integración universales, como parte inseparable de la gran Europa, unida por los valores comunes de la libertad, la democracia y las leyes de mercado, ha dicho Putin.

Bajo el mandato de este dirigente, Rusia se ha hecho más dependiente que antes de los hidrocarburos y es un país de fuertes contrastes. Tiene zonas que prosperan y se modernizan a velocidades de vértigo, impulsadas por los hidrocarburos, y regiones deprimidas y estancadas. También es un país de pobres y ricos, donde los amigos de los dirigentes, incluidos los compañeros de yudo de Putin, amasan fortunas sensacionales gracias a contratos con compañías estatales que no reparan en gastos. Por su experiencia histórica, los rusos tienden a pensar que cualquier cambio va a ser a peor, de ahí que sean poco amigos de las revoluciones, tanto más cuando disfrutan de una amplia libertad individual, multiplicada por Internet. Por número de usuarios de la Red (51 millones), Rusia, un país de 142 millones de habitantes, aventaja a Alemania, Francia y Reino Unido.

Aumentan los automovilistas que muestran su enfado haciendo sonar la bocina cuando son obligados a pararse para ceder el paso a las comitivas de los dirigentes protegidos por despóticos servicios de seguridad. Aumentan también los famosos que se atreven a polemizar con Putin, como el rockero Yuri Shevchuk. Pero las protestas sociales de momento son aisladas y carecen de masa crítica para provocar reformas de calado en un sistema corrupto y enquistado. Lo que sí hay es sentido del humor. En 2010, el grupo Voiná (guerra) dibujó un gigantesco falo en un puente de San Petersburgo. Por la noche, el puente se alzó y, con él, la representación anatómica.

Algunos politólogos piensan que la esperanza está en los jóvenes, lo que es una tesis polémica, porque la juventud rusa es variopinta. Por razones materiales o de carrera, hay estudiantes que se integran en Nashi y otras demagógicas y desagradables organizaciones utilizadas por el Kremlin en campañas de intimidación o para neutralizar protestas. Los afiliados de Nashi han sido convocados a Moscú hoy, en la noche electoral, algo que parece reflejar el temor de las autoridades a que se produzcan manifestaciones callejeras. Otros jóvenes solo piensan en emigrar. Un sondeo del Centro Ruso de Estudio de la Opinión Publica indica que el 39% de los ciudadanos de 18 a 24 años quieren marcharse a trabajar permanentemente al extranjero.

En una tertulia sobre la emigración, estudiantes de periodismo expresaban sus propias tribulaciones. Para mí es una situación muy seria, dice Kostia, de 19 años, cuyo padre emigró a EE UU a principios de los noventa y ahora, ya establecido, quiere que su familia se reúna con él. Mi madre es del Cáucaso, así que yo soy parcialmente lezguín (miembro de una minoría étnica de Daguestán) y me duele que surjan conflictos raciales solo porque hay gente agresiva que se busca una excusa para golpear a otros. En Rusia no hay garantías de nada, pero ¿qué garantías hay en Occidente?, señala una compañera. En Rusia hay muchos problemas graves y, como periodistas, tenemos algunos específicos muy graves, señala aludiendo a los colegas golpeados por tratar de impedir la construcción de una autopista entre Moscú y San Petersburgo por el bosque de Jimki.

En Rusia es más fácil hacer negocios. Los millonarios de aquí perderían gran parte de su fortuna si vivieran en Europa, dice otro chico.

¿Influirá el retorno de Putin a la presidencia en la emigración? Otra joven, de nombre Eleonora, contesta: Ahora sabemos que Putin será presidente y que mandará el partido dirigente, Rusia Unida, y que no tendrá competidores. Está claro que eso conduce a la depresión y al estancamiento. Aquí no pasa nada, y a muchos les parece que solo si se van podrá cambiar algo en su vida.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.
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