Olé
Realmente, la vida literaria es graciosísima. Siempre se ha dicho que la vida universitaria también lo es, pero yo conozco un poco las dos y les aseguro que no hay color: la vida literaria es infinitamente más graciosa. Ahora, sin ir más lejos, se ha puesto de moda decir que aceptar un premio es cosa de vanidosos salvajes, trepas irredentos y ratas de alcantarilla. Olé.
Esto de los premios ha coincidido con la publicación en España de dos libros que tratan de ellos: uno se titula España, aparta de mí esos premios, y es un libro tan divertido y tan andaluz que su autor sólo podía ser un escritor peruano de origen japonés que dirige una fundación de flamenco en Sevilla, Fernando Iwasaki; el otro se titula Mis premios, y es un libro tan furioso y tan desopilante que su autor sólo podía ser uno de los mayores bufones del siglo pasado, Thomas Bernhard. Son, desde luego, dos libros muy distintos, aunque sólo sea porque uno habla de los premios a obra no publicada, a los que uno tiene que presentarse, y el otro habla de los premios a obra publicada, a los que uno no tiene que presentarse. El primer tipo de premio es genuinamente español, y de ahí que el libro de Iwasaki ofrezca de paso un retrato exactísimo de la España actual; el segundo tipo de premio es universal, y de ahí que el libro de Bernhard ofrezca de paso un retrato exactísimo de la vida literaria. Aclaro por si acaso que nunca me he presentado a ningún premio, aunque una vez me presentaron a uno. Por aquella época yo vivía en Estados Unidos y mi madre, que no soportaba que no fuera a comer a su casa los domingos, decidió financiar mi regreso presentándome a la Bienal de Barcelona, así que recogió unos papeles escritos por mí que encontró en casa, los planchó, los grapó y los mandó sin mi permiso al premio; sobra decir que cuando me enteré de lo que había hecho me enfadé muchísimo con ella: como cualquier escritor de 25 años, por entonces yo quería ser Franz Kafka y, francamente, no veía a Kafka recogiendo un premio de manos de Pasqual Maragall. Por increíble que parezca, los papeles resucitados por mi madre obtuvieron el premio, pero este hecho, que hubiera debido sumirme en sombrías reflexiones acerca del estado de nuestra literatura, me sentó de maravilla: recibir el premio de manos de Maragall me bajó para siempre los humos, dejé de creerme Kafka y, encima, las 500.000 pesetas de la dotación me alcanzaron para volver a España, para llevar el postre cada domingo a casa de mi madre y para comprarme un ordenador al que exprimí hasta sacarle tres o cuatro libros. En fin, ya sé que no se han creído ustedes una sola palabra de esta historia, pero eso es porque no conocen a mi madre.
"Es imposible recibir un premio sin hacer el ridículo, salvo, por supuesto, que uno sea Unamuno"
Así que los premios a obra no publicada no deben de ser tan malos. En cuanto a los otros, Bernhard se retrata a sí mismo como un vanidoso salvaje, un trepa irredento y una rata de alcantarilla por no haberlos rechazado; también refiere todas las humillaciones y ridiculeces que comporta aceptarlos. La obra de Bernhard es un dilatado, genial y feroz chiste negrísimo, pero en esto último no hay más remedio que darle la razón: es imposible recibir un premio sin hacer el ridículo, salvo, por supuesto, que uno sea Unamuno, quien, según es fama, agradeció a Alfonso XIII una distinción con estas palabras: "Gracias, Majestad, me la merezco". "Caramba", se asombró el Rey. "Hasta ahora todos los premiados me habían dicho que no merecían este honor". "Y tenían razón", remató Unamuno. Ahora bien, si es verdad que hay que tener una vanidad monstruosa para aceptar un premio y que es imposible no ponerse en ridículo al hacerlo, también es verdad que para rechazar un premio hay que tener una vanidad muchísimo más monstruosa y hay que ponerse muchísimo más en ridículo. La Rochefocauld escribió que quien rechaza un elogio es porque quiere dos ("LECTOR: Señor Cercas, su último libro está muy bien. YO -con ademán de modesta displicencia-: No, no. LECTOR -obligado por mi negativa-: Sí, sí". Ahí lo tienen: no uno ni dos, sino tres elogios); de igual modo cabría decir que quien rechaza un premio es porque quiere dos. O doscientos. O dos mil. Porque todos los premios del mundo le parecen pocos, lo que explica que quienes más desprecian de boquilla los premios sean quienes más se desviven en secreto por conseguirlos. En realidad, a menos que lo conceda la Asociación de Amigos de Jack el Destripador o gente de parecida talla moral, yo no veo muchas razones para rechazar un premio; o a menos, sobre todo, que uno necesite hacerse propaganda a costa de él: un escritor gestero y de segunda clase como Sartre montó un escándalo notable al rechazar el Nobel, mientras que escritores de primera clase -tipo Eliot, Faulkner o Beckett- lo agradecieron con educación y se volvieron a su casa. Dirán ustedes que desde el punto de vista literario ni el Nobel ni ningún otro premio tiene la más mínima importancia y que los únicos que se la dan son los bobos solemnes que los rechazan o que dicen que los rechazarían o que encuentran un mérito en rechazarlos, y dirán también que les estoy haciendo perder un tiempo precioso con estas bobadas; tienen ustedes razón, pero así de graciosa es la vida literaria: me disculpo y prometo no repetirlo. Y añado: olé.
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