Impostores de la ciencia
No hay nada peor para un científico que ser traicionado por otro de ellos. Y cuando eso ocurre se aterrorizan por si la imagen de la ciencia se asocia a la falsedad. Pero el fraude siempre sale a la luz, como en el caso del cráneo de Piltdown o el más reciente de los clones humanos.
Cuando se pronuncia la palabra fraude en un laboratorio científico pasa lo mismo que cuando Harry Potter dice "Voldemort" en voz alta: un escalofrío recorre la espina dorsal de todos los presentes. No hay nada peor para los científicos que el ser traicionados por uno de ellos, y es comprensible. La ciencia avanza apoyándose en lo aprendido antes -"sobre hombros de gigantes", dijo Newton-; si la base está mal, el edificio se tambalea. Luego está ese miedo tan humano, "¿y si me pasara a mí?". Hace tres años, cuando se descubrió el mayor fraude en física del que se tiene noticia, alguien declaró que se despertaba con la pesadilla de que algo así pasaba en su grupo. Y tampoco falta el temor a que sufra la imagen de la ciencia en general. "Por favor, que no vaya a parecer ahora que hasta la ciencia es falsa", pidió uno de los científicos contactados para este reportaje. Sí, en este punto todos cierran filas para dejar claro un mensaje: el sistema no es perfecto, pero funciona; el fraude en ciencia siempre sale a la luz, y además cada vez en menos tiempo.
Incluso Mendel, el padre de la genética, ajustó a su conveniencia los resultados de los famosos experimentos con guisantes
Un síntoma del problema puede ser el de la necesidad de publicar a toda costa para obtener fondos y prestigio
La historia parece darles la razón. El fraude del surcoreano Hwang Woo-suk ha tardado menos de dos años en descubrirse, mientras que el del Hombre de Piltdown, uno de los más famosos de la historia de la ciencia, se mantuvo vigente durante cuatro décadas. En el primer caso, las alarmas saltaron por detalles sin mucha importancia, pero bastó empezar a tirar del hilo. Hwang, de la Universidad de Seúl, publicó en 2004 y 2005 tres hallazgos espectaculares en las mejores revistas científicas: primero clonó un perro, algo considerado más difícil que clonar ratones o ganado; después afirmó haber obtenido células madre de embriones humanos clonados, y por último declaró haber clonado embriones de diversos pacientes y haber obtenido de ellos células madre, dos pasos claves hacia la medicina regenerativa. Sólo la clonación del perro es auténtica.
En el caso del Hombre de Piltdown, todo fue más lento, hasta el punto de que aún hoy no está claro quién montó este famosísimo fraude de hace casi un siglo. En 1912, después de décadas de hallazgos de fósiles humanos en Europa y Asia, pero no en Inglaterra, fue presentado en la Sociedad Geológica de Londres un cráneo humano con rasgos simiescos supuestamente hallado en una cantera en Piltdown, Sussex. El Hombre de Piltdown, del que se presentó otro cráneo en 1915, se interpretó como el buscadísimo eslabón perdido. Pero a medida que aumentaba el registro fósil humano iba resultando más difícil encajar el eslabón con el resto de la cadena. Se habló de error de interpretación, pero hasta 1953 nadie pensó en un llano y simple fraude. Y bastó mirar con ojos sospechosos para encontrar pruebas que siempre habían estado ahí. Los cráneos, modernos, habían sido envejecidos artificialmente; la mandíbula era de orangután. "¿Cómo es que nadie las había visto antes [las evidencias de manipulación]?", escribió Le Gros Clark, uno de los descubridores del camelo. Simplemente, "nunca habían sido buscadas, nadie había examinado las mandíbulas con la idea de un posible fraude".
Piltdown -cuya autoría ha llegado a atribuirse al escritor Arthur Conan Doyle- no fue, por supuesto, el primer fraude en la ciencia. También Gregor Mendel, padre de la genética, ajustó a su conveniencia los resultados de los famosos experimentos con guisantes. Un fallo menor, dirían algunos. Y sí que hay grados; la mayoría está de acuerdo en que no es lo mismo plagiar algo, o callarse lo que ha salido mal, que inventarse unos datos. Pero es que, por haber, hay una amplísima colección de casos, cada uno con sus variantes. Por ejemplo, el fraude asociado a la política. Trofim Lysenko, apoyado sobre todo por Stalin, se convirtió entre 1929 y 1965 en la única voz de la ciencia agrícola soviética. Además de convencer a los campesinos de que con métodos simples -de su invención- obtendrían cosechas productivas, Lysenko convirtió en prisioneros políticos a numerosos científicos soviéticos -y no todos sobrevivieron-. Finalmente se demostró que sus experimentos no eran más que un amasijo de patrañas.
En general, los fraudes se diseñan para un público que quiere creer en ellos. Los biólogos moleculares actuales ansían echar a andar la medicina regenerativa. Los paleontólogos de 1900 querían creer en antepasados con grandes cerebros y cuerpos de mono, y no a la inversa (como fue, en realidad, la evolución humana).
Y ese factor intangible, el deseo de que un experimento salga bien y demuestre una hipótesis tan hermosa, es uno de los motivos por los que muchos consideran imposible erradicar el fraude. Tras el escándalo de los datos falsos del físico Jan Hendrik Schön, de los prestigiosos laboratorios Bell, en EE UU, el editor de la revista Nature, Karl Ziemelis, reconocía que él y sus colegas, como muchos otros físicos, habían estado hasta entonces fascinados por el trabajo de Schön: "Dado lo emocionante de los resultados que decía obtener, desde luego que ansiábamos que [los revisores] emitieran un dictamen positivo". ¿Hizo eso que se relajaran los controles de calidad previos a la publicación de un artículo científico?
Esos controles son los que definen la ciencia, los que marcan la frontera (presuntamente infranqueable) con la seudociencia. David Goodstain, vicerrector en Caltech y especialista en ética científica, escribe: "La ciencia es un mercado de ideas en el que hay que demostrar que las ideas buenas están equivocadas para poder reemplazarlas por ideas mejores". Es decir, no es que los científicos no puedan equivocarse; corrigiendo errores, más bien verdades a medias, es justo como se avanza en ciencia. Pero, eso sí, todo debe poder demostrarse. Y hay otra condición en el mercado de la ciencia: sólo se comercia con lo que supera dos filtros de calidad. Uno es la revisión entre pares. Antes de que una revista científica publique un artículo que describe un hallazgo, los editores envían ese trabajo a expertos que lo revisan. Si finalmente el trabajo es publicado, el método científico exige que los experimentos sean reproducibles. Es el segundo filtro.
Pero siempre habrá huecos en ambos controles. Volviendo al caso Schön, algunos se quejaron de que se buscó a revisores que se sabía que serían favorables -los editores lo niegan-. Y además es que "no puedes revisar los trabajos con la idea de fraude en la cabeza", señala Ricardo García, del Centro Nacional de Microelectrónica. Los revisores asumen la buena fe del autor. Y sobre lo de reproducir los resultados, David Goodstain apunta: "En realidad, los experimentos raramente son repetidos ( ). Cuando se descubre un resultado erróneo, casi siempre es porque un trabajo nuevo basado en el erróneo no sale bien". Por cierto, el fraude es más frecuente en áreas en que es difícil reproducir los resultados, bien por la variabilidad entre los organismos -en ciencias de la naturaleza-, bien porque los experimentos rozan el límite de sensibilidad de los instrumentos, por ejemplo.
Así que eliminar por completo el fraude parece una utopía, y, por tanto, no habrá en el sistema de ciencia grandes cambios para combatirlo. La moraleja parece ser: hay fraude, pues estemos alerta para cazarlo lo más rápidamente posible.
Lo que sigue es una selección de algunos de estos fraudes, con la salvedad de que son todos los que están, pero no están todos los que son.
La inteligencia y los genes.
¿Qué peso tiene la genética y cuánto el ambiente en el desarrollo de la inteligencia de un niño? "Cien y cien. Un niño muy listo no aprende a hablar si no está en el entorno adecuado", respondió hace unos años, en Madrid, el neurobiólogo de la Universidad de Yale (EE UU) Pasko Rakic. Cyril L. Burt, fallecido en 1971, no hubiera estado de acuerdo. Burt, respetadísimo psicólogo británico, aseguraba no sólo que la inteligencia se hereda, sino que el ambiente poco puede hacer por desarrollarla. Es más, en caso de que el ambiente tenga algún peso es para reforzar el de los genes.
Burt, defensor de la eugenesia, presidente de la Sociedad Psicológica Británica en 1942, es uno de los padres del sistema británico de exámenes a niños de 11 años, utilizados para decidir qué educación secundaria habrían de recibir los chicos. Estas pruebas, en las que se evalúa el razonamiento verbal y no verbal, funcionaron durante tres décadas hasta mediados de los setenta y aún son usadas en algunas regiones, a pesar de que tanto la eficacia como la filosofía de las pruebas está muy discutida.
Burt apoyaba sus afirmaciones en sus experimentos con hasta 53 parejas de gemelos monovitelinos que crecieron separados, y cuyos resultados en los tests de inteligencia eran los mismos con una precisión de dos cifras decimales. Tras su muerte, sin embargo, sus resultados se revisaron, y se concluyó que eran un fraude.
Con las manos en el fósil.
Al japonés Shinichi Fujimura, director del Instituto Paleolítico Tohoku, en Japón, le llamaban "mano de Dios" por su inmensa suerte en las excavaciones arqueológicas. Donde ponía el ojo sacaba el fósil. O más bien lo ponía también. Al prestigioso arqueólogo, que había excavado en 180 yacimientos paleolíticos en la isla, le grabaron el 22 de octubre de 2000 a las seis de la mañana unos reporteros del diario Mainichi Shimbun mientras plantaba en su yacimiento los fósiles que horas después descubriría. Fujimura confesó haber falsificado sólo parte de los hallazgos, pero pronto reveló su trabajo en 42 yacimientos. A pesar de que exculpó a sus colaboradores, uno de ellos -Mitsuo Kagawa, de 78 años- se suicidó tras haber sido considerado cómplice por una revista.Las preguntas son obvias. Fujimura llevaba dos décadas cultivando fósiles. ¿Cómo no se dio cuenta nadie? Si alguien lo hizo no quiso dudar del ídolo cuyos hallazgos incrementaban en decenas de miles de años la antigüedad de la cultura japonesa. Antes de Fujimura, la presencia humana en la isla se databa en 30.000 años; en cambio, él llegó a encontrar herramientas de hace 600.000 años, la época del Homo erectus, y eran por cierto utensilios mucho más sofisticados que los hallados en otros lugares para esta especie.
Tras este caso, no sólo Fujimura -que ingresó en un hospital psiquiátrico- se ha desacreditado; la comunidad internacional duda ahora de toda la arqueología japonesa y sus métodos.
Los físicos no se libran.
Hasta hace poco, los físicos podían mirar por encima del hombro a sus colegas biólogos, arqueólogos, paleontólogos En física no había fraude. Pero en 2002 eso cambió. Ese año dos fraudes provocaron en la comunidad física un terremoto más intenso aún que el de los no-clones de Hwang.
Uno fue el caso de Victor Ninov, despedido del Laboratorio Nacional Berkeley (Estados Unidos) por falsificar los datos relativos a la creación en 1999 de dos nuevos elementos químicos, los superpesados 116 y 118. Pero fue mucho más sonado el escándalo de Jan Hendrik Schön, un joven de 32 años, de los prestigiosos laboratorios Bell, que en sólo dos años había presentado nada menos que 25 artículos en las mejores revistas. Los hallazgos abrían puertas al desarrollo de chips más pequeños, potentes y baratos, con nuevos materiales: un área de investigación de lo más caliente hoy día. Las alarmas saltaron porque en trabajos distintos aparecían figuras muy parecidas. El comité de investigación de los laboratorios Bell concluyó, en un informe de 127 páginas, que Schön manipuló datos en 16 de sus trabajos.
El fulminante despido de Schön no acalló los corrillos. ¿La autocomplacencia en los laboratorios Bell era tal que en dos años nadie puso en duda nada? ¿Qué responsabilidad tuvieron los coautores de los artículos, oficialmente exculpados tras la investigación? Son preguntas aún vigentes. El maestro y colaborador de Schön, Bertram Batlogg, nunca fue al laboratorio de Schön ni le pidió comprobaciones extras. El jefe de comunicación del instituto de Batlogg, el ETH de Zúrich, dice que éste "ya se disculpó" en su día y que no desea volver a hablar del tema. De Schön nadie parece saber nada hoy.
Muchos ven este caso como un síntoma de un problema mayor en la ciencia: la necesidad de publicar a toda costa para obtener fondos y prestigio. "El éxito profesional se mide hoy por el número de publicaciones, no por su calidad ( ). Por eso publicamos más que un Lope de Vega y nuestra agenda se asemeja ya a la de un viajante", escribió en EL PAÍS Emilio Méndez, de la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook, tras el escándalo de Schön. Javier Tejada, de la Universidad de Barcelona, ve en la publicacionitis una vía a otro tipo de fraude: el derivado de los revisores no honestos que encumbran o rechazan artículos por intereses personales. Son aspectos que hay que cambiar en el sistema actual de ciencia, dice Tejada, pero que en modo alguno lo invalidan.
El 'arqueoraptor' despiezado.
Por extraño que parezca, hay fraudes con final feliz. Feliz para la ciencia, se entiende, no para los implicados. Es lo que pasó con el fósil de Archaeoraptor, un dinosaurio con plumas que la revista National Geographic presentó al mundo, en noviembre de 1999, como "un auténtico eslabón perdido en la compleja cadena que conecta los dinosaurios con las aves". Un año antes, el fósil lo compró el coleccionista Stephen Czerkas por 80.000 dólares en una feria en Tucson (Arizona); procedía de Liaoning, en China, el paraíso de los fósiles de dinosaurios avianos. National Geographic aspiraba a hacer coincidir su artículo sobre el arqueoraptor con el correspondiente trabajo científico en Nature. Pero ninguna publicación aceptó al arqueoraptor, y National Geographic se tiró sola a la piscina. Gran fallo. El editor de esta publicación, Bill Allen, lo lamentaría: "Afirmábamos algo extraordinario, pero teníamos pruebas muy ordinarias".
Y es que el arqueoraptor no era uno, sino dos fósiles de animales distintos. Xu Xing, del Instituto de Paleontología de Vertebrados de Pekín, se dio cuenta de que la cola del arqueoraptor, pero no su parte anterior, se parecía a la de otro dinosaurio que estaba estudiando; Xu fue a Liaoning y logró dar con el cuerpo correcto de esa cola: el resultado fue una especie nueva, Microraptor zhaoianus, que sí se publicó en Nature. Respecto a la cabeza y el cuerpo del arqueoraptor, eran de un ave de entre 120 y 110 millones de años, Yanornis martini, también presentada en Nature.
¿Las humanidades en evidencia?
El fraude protagonizado en 1996 por el físico de la Universidad de Nueva York Alan Sokal estrenó una nueva categoría de fraude: el experimental. Sokal, según ha explicado él mismo, observaba un "declinar en los estándares de rigor intelectual en ciertos ámbitos de las humanidades académicas estadounidenses" y decidió probar un modesto experimento: ¿publicaría una revista importante de humanidades un texto "salpicado de tonterías si: a) sonara bien, y b) alabara los preconceptos ideológicos de los editores"?
Fue que sí. La revista Social Text publicó sin revisar un texto de Alan Sokal lleno de absurdos. Claro que el propio Sokal confesaba el fraude en otra revista que salía al mismo tiempo. Las reacciones -críticas y alabanzas- tanto del área de las humanidades como de las ciencias exactas no se hicieron esperar. Y la idea parece haber cuajado. Recientemente, unos estudiantes del Instituto Tecnológico de Massachusetts (Estados Unidos) crearon un programa para generar artículos científicos de forma automática, con figuras incluidas, con la intención de enviarlos a congresos científicos y ver si eran aceptados. Se jactan de que uno lo fue.
También en cáncer.
El fraude llega también a la medicina, y en concreto a áreas de investigación tan calientes como el cáncer. Friedhelm Herrmann era un hematólogo e investigador del cáncer de prestigio en Alemania, con una prolífica carrera y con casi 350 artículos científicos. Hasta que en 1996 alguien sospechó de unas figuras demasiado iguales en trabajos distintos -igual que en el caso de Schön-. Una larga investigación de dos años concluyó que 52 de los artículos tenían datos falsos y que otros 42 eran sospechosos. Su colaboradora Marion Brach también participó. La Fundación Alemana de Investigación impone desde entonces una serie de normas éticas a quienes opten a fondos públicos.
Y justo al cierre de este reportaje se ha sabido de otro escándalo: el médico noruego Jon Sudbo se inventó datos de un millar de pacientes, con los que durante cinco años publicó trabajos en revistas médicas de primer orden. Lo relevante aquí es que no fueron los propios colegas quienes le desenmascararon, sino la responsable de la base de datos de la que Sudbo decía, mintiendo, haber sacado los pacientes. Un mero vistazo bastó entonces para descubrir montajes de lo más chapucero, tras los que varios editores de revistas médicas, y revisores, deberían probablemente sonrojarse.
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