Álbum familiar
De vez en cuando los cronistas hacemos recuento de lo que llevamos escrito durante años. Antes buscábamos en los cajones, ahora miramos en el archivo del disco duro. Cierto es que las palabras, en el ordenador, no pierden brillo ni las páginas desprenden ese olor a tiempo tan propio del papel, pero hay algo en las frases del pasado que no resiste los años con dignidad. Cuando por una mudanza, por hacer espacio, o por la vanidad legítima de publicar las crónicas en un libro, nos ponemos a la tarea de repasar los viejos textos de prensa, debemos enfrentarnos a la idea de que solo un 20% serán ya de interés general. Las hemerotecas tienen sus ratones -los estudiosos, los estudiantes-, pero cuando se trata de llegar a ese público que entra en una librería a comprarse un libro, hay que aceptar que no todo lo que uno escribe aquí es imperecedero.
"Escribimos para el consumo diario. Pero la fotografía es, sin duda, lo más resistente de la crónica diaria"
"A Socías no hay persona que se le resista. Trabaja rápido, sonríe tranquilizador e inspira confianza"
Escribimos para el consumo diario. Hacemos referencia a acontecimientos muy fechados en el presente, a giros del lenguaje que habrán de quedarse caducos y a personajes que es posible que nadie recuerde en diez años. A los elementos gráficos no les ocurre lo mismo. Al contrario. El dibujo antiguo nos sitúa estéticamente en una década y en ocasiones hasta cobra un aire retro que embellece aquello que no fue demasiado valorado en su momento, y la fotografía es, sin duda, lo más resistente de la crónica diaria.
Cuando un personaje al que voy a entrevistar me deja entrar en su casa tengo siempre la tentación de pedirle: ¿me podría enseñar su álbum de fotos? Como es lógico que suene chocante o que se considere una intromisión no aceptable en su intimidad, suelo reprimirme, a no ser que el artista tenga un corazón generoso y sea fácil traspasar la barrera de lo convenido. No es algo que se me ocurra pedir solo en las entrevistas. Si alguien me invita a comer y la comida y el vino desatan cierta intimidad, siempre buscaré la manera de pedirle al anfitrión o a la anfitriona que saque el álbum, que lo saque para que yo pueda disfrutar del simple hecho de verlo o verla vestido de época, en su infancia, desprovisto de su profesión y de la posición que le define en el presente.
Todo lo que es del mismo tiempo se parece, dijo Marcel Proust. Y es algo así como decir que todos somos de época, que esa foto que nos hicimos la otra noche y colgamos al día siguiente en una red social es ya el reflejo de un momento que habrá de ser pasado y tendrá el año fechado en la ropa y en el peinado que llevamos, en elementos tan sutiles como las cejas, el carmín de labios o el corte de pelo. Todos hacemos crónica social. Hasta el álbum de fotos más desastroso tiene un valor que aumenta con el tiempo. Por eso, el fotógrafo de prensa, al que se le supone el papel de ilustrador de un texto, es más cronista que el propio cronista, y al cabo de los años su foto podrá aparecer en una exposición o un número especial que recuerde una época o trace la semblanza vital de un personaje.
Uno de los grandes cronistas de la prensa española es el hombre que hizo clic en las fotos que hoy tienen ante sus ojos. Jordi Socías. A Jordi lo conozco en las distintas actitudes en que se puede conocer a un fotógrafo. Ha hecho fotos para entrevistas que yo he escrito y me ha retratado a mí. Cuando se ha tratado de compartir personaje, he disfrutado y aprendido mucho viéndolo trabajar. También le he envidiado secretamente. No entiendo en qué consiste su secreto, pero da la impresión de que a Socías no hay persona que se le resista. Trabaja rápido, mantiene una sonrisa tranquilizadora todo el tiempo, arropa al fotografiado con sus comentarios, le inspira esa confianza que hace que los músculos se relajen y se muestre algo del mundo interior. A las mujeres coquetas les gusta ser fotografiadas por Socías. Maribel Verdú es un ejemplo. O Victoria Abril. Ambas son personas especialmente desinhibidas, lo cual es una ventaja para un amante del erotismo femenino como es este fotógrafo. A los hombres coquetos les gusta ser mirados por Socías. Ricardo Darín es un ejemplo. Como lo es también Eduardo Arroyo. Actúan mientras posan, no tienen problemas en jugar ante una cámara y quieren que se les vea como hombres de mirada penetrante y atractiva.
Ver sus fotos es hacer recuento de todos estos años de periódico, de la historia del país y de El País en los últimos 35 años. Yo miro sus retratos como si se tratara de un extraño álbum familiar. A alguno de estos personajes no los conozco personalmente, pero todos ellos han estado presentes, de una u otra manera, en mis ratos de esparcimiento: me han entrado por los ojos o por los oídos.
Cada foto mantiene un diálogo sutil con la fecha en la que fue tomada. Ahí está, por ejemplo, Javier Bardem, que comenzó siendo una especie de diamante en bruto, con su presencia de chico rudo o venado o lumpen. Parecía estar hecho a la medida de un cine de corte social en el que encarnar a los desheredados del mundo. El tiempo ha matizado sus maneras y aumentado sus registros interpretativos. Hoy, aquel Bardem al que el fotógrafo Socías engatusó para que hiciera ante la cámara un gesto chulesco podría aparecer como un hombre sofisticado si se tercia.
Las fotos ganan con el tiempo. Asombran. Aunque siempre he admirado la entrega y el arrojo de Victoria Abril, nunca creo haber reparado de manera tan consciente en su belleza como cuando veo estos retratos. Abril, que nos ha ofrecido alguna de las interpretaciones más notables del cine español, tenía la facultad de provocar una descarga sexual de alto voltaje y, a pesar de ser una mujer pequeña, poseía (hace mucho tiempo que no la veo) un erotismo intimidante. Socías la retrató desnuda, desnuda y a pleno sol. Tan bien modelada que parece un sueño de quien la retrata más que alguien real. Victoria Abril fue, en los años de su máximo esplendor, musa de unos tiempos más atrevidos, en los que las actrices podían mostrarse confiadas porque la repercusión era menos canalla. Pero también conmueve la desnudez del rostro: ni un toque de maquillaje. Es ella, ella, cuando aún conservaba la carnalidad juvenil y no se había retocado una madurez que podría ser muy hermosa.
Antes comparaba el desparpajo de Abril con el de Maribel Verdú. Creo que Maribel es, de las actrices que conozco, la que de manera más saludable ha atravesado los años. El tiempo ha afilado sus facciones, es ahora más atractiva (aunque yo echo de menos a la niña carnosa de las primeras películas), pero su carácter sigue manteniéndose sorprendentemente confiado: como si la fama, en vez de constreñir sus movimientos, le hubiera dado alas para llevar la vida que de verdad deseaba. Maribel lleva en sus tacones todas las idas y venidas que a diario perpetra por Madrid: es callejera, mundana, un lujo para un fotógrafo que trata de captar la palpitación de la vida en la mirada. Qué gran foto sería la que hiciera un viejo Socías a una vieja Verdú. Los dos de vuelta de todo, expertos en hedonismo, intuitivos, conocedores de su oficio por la fuerza abrumadora de la experiencia más que por logros académicos.
Es ese temperamento popular y vitalista el que hace que a nuestro hombre se le den bien aquellas personas a las que nada les fue regalado en un principio. Llevar tantos años haciendo retratos significa convertirse casi en uno de aquellos fotógrafos familiares que acudían de tanto en tanto a casa para dar cuenta de acontecimientos relevantes, una comunión, una boda, incluso una muerte. No sé cuántas veces las cámara de Jordi ha captado un gesto de Joan Manuel Serrat, pero seguro que han sido tantas como para que disfrutemos de estas dos imágenes, tan lejanas la una de la otra en el tiempo. Serrat, que en su juventud siempre adoptaba un gesto iracundo, de ceño fruncido y poca concesión a la sonrisa (por timidez o por ser la pose requerida para un cantautor), fue dulcificando su presencia hasta presentarse en los escenarios como alguien entrañable. Su rostro se ha ido transformando a la medida exacta de su talante y parece alguien capaz de disfrutar con lo que la vida le ha dado, con el respeto.
Si hay algo que jamás se me ocurrió pensar es que la imagen de aquellas mujeres que fuimos jóvenes en los ochenta pudiera tener un aire almodovariano. Han tenido que pasar dos décadas para que seamos conscientes de que el impacto de la estética de las películas de Almodóvar fue tan abrumador que algo de aquellas indumentarias se acabó reflejando en nuestra forma de ir por la vida, convirtiéndonos en aprendices de chicas Almodóvar. Es ahora, viendo esas fotos caseras que han perdido brillo y color, cuando percibimos el aire de la época: el cambio de esa austeridad algo hippie que imponía la ideología al eclecticismo gamberro y pop de los nuevos tiempos. Más difícil resulta que los jóvenes varones de entonces se parecieran al propio Pedro. Aun así, si viéramos su foto de hace años encontraríamos indicios de familiaridad con sus contemporáneos. Al fin y al cabo, las modas siempre cuentan con un batallón a la vanguardia que es imitado tímidamente por la gente común. El tiempo nos moldea, nos iguala. Hoy sabemos, por ejemplo, que García Lorca era especialmente atrevido en su indumentaria, pero es posible que no hubiéramos reparado en ese rasgo que le distinguía de sus contemporáneos si no hubiéramos sido avisados por los expertos, porque solo tenemos capacidad de mirarlo como a un joven de un tiempo que no nos pertenece, del que desconocemos las claves.
Hay rostros que son un lujo para un fotógrafo. Más aún, hay rostros que son todo un desafío. La naturaleza les otorgó una presencia ruda, y el tiempo, igual que hace con los olivos, fue trabajando las facciones de una manera caprichosa, concediéndoles una cualidad como de madera esculpida. Así veo yo a los dos Marsés que aparecen en los retratos de Socías. Dos Marsés: el joven al que cada día de manera imperceptible le iban esculpiendo el rostro con una gubia, a fin de que llegara a la vejez con el acabado de ese otro Marsé, el del busto de madera al que una quisiera pasar la mano por la cara para apreciar con el tacto todas sus singulares rugosidades.
No ha debido de ser fácil para un fotógrafo luchar contra la rigidez corporal española. Los escritores querían aparecer con la pose característica del escritor, sin que cupiera ninguna duda de su profesión y su seriedad. Es posible que fueran los pintores quienes quebraran algo esa seca masculinidad española. Las fotos de Gordillo o de Arroyo así lo atestiguan. Recuerdo que una vez, paseando por el barrio de Salamanca, reconocí al pintor Eduardo Arroyo de lejos, y no fue su melena blanca un poco airada la que me alertó de quién se trataba: lo reconocí por los pantalones. Unos pantalones rojos que me hicieron pensar en que o bien se trataba de un extranjero o de un artista. Los dos, Gordillo y Arroyo, serios pero irónicos, con nariz de payaso uno, sentado en un sillón en mitad de la calle otro. Puede que haya quien piense que hemos ido demasiado lejos a la hora de dejarnos fotografiar de una manera chocante en la prensa. En fin, los límites del ridículo son francamente arbitrarios, pero es innegable que veníamos de un mundo tan púdico que era lógico que el fotógrafo procurara animar a los protagonistas de la cultura a mostrarse de manera menos convencional.
No todos somos Nacho Duato, es evidente. No todo el mundo puede aparecer en una página con el cuerpo desnudo, como si se tratara del estudio de un cuerpo humano idílico, marcando en cada sección del cuerpo el músculo, el hueso y la grasa estrictamente necesarios para ser armonioso. Desconozco cómo se las apañó Socías para convencer al fotografiado de que lo interesante sería aparecer bailando y sin ropa. Probablemente lo haría con esos aires de campechanía con los que genera un clima a su favor. Lo he visto. Te embauca y cedes. Quién sabe cómo fueron las sesiones con Penélope Cruz. Con Penélope Cruz tierna y abandonada, como si fuera aún la chica que ignora dónde la llevarán sus pasos. Con Penélope antes de que fuera la estrella que es ahora, posando para él en su terraza, con el pelillo corto y adoptando una postura de ballet. O después, en esa otra foto en la que muestra la misma pureza irresistible que emanaba en el papel de enferma de Todo sobre mi madre. Todo es familiar, el labio superior de Cruz, siempre alzado, como si estuviera infantilmente enfadada; el icónico pelo de Almodóvar, que un dibujante definiría con tres trazos; los pómulos de Verdú; la melena de Arroyo; el ceño de Serrat; la nariz de boxeador de Marsé; la cara de pájaro de Gordillo; los ojos semicerrados de Bardem; el cuerpo desnudo de Abril o el ojo de Trueba, a veces tapado traviesamente con un parche y otras camaleónico, a la virulé.
Los conocemos. Los hemos visto actuar, cantar, bailar; hemos admirado sus pinturas o visto sus películas, hemos leído sus libros. Una parte de la cultura que hemos adquirido, de manera deliberada o dejándonos llevar, en las últimas décadas tiene que ver con ellos. Y tiene que ver también con este señor, sí, este señor al que admiro y envidio, que llega a la cita prevista sin nervios aparentes, tan campante, y se enfrenta al asunto con una sonrisa, pero según saluda ya está maquinando, ya está estudiando esa cara, situando mentalmente a su personaje en un rincón del cuarto y diciéndole: tú no te preocupes, esto son cinco minutos.
Y así, con ese don y con un curso por correspondencia, como así creo que se formó este fotógrafo de familia obrera y padre represaliado por el franquismo, el retratista mundano ha ido mostrándonos los rostros de todo aquel que ha hecho algo reseñable en las tres últimas décadas. Ya digo, un álbum familiar. De la misma forma que todos los abuelos de los años cuarenta se acabaron pareciendo, que reconocemos en los álbumes de nuestros amigos a padres y madres que les dan un aire a los nuestros, habrá un día, dentro de unas cuantas décadas, en que todos estos personajes parecerán el fruto de una época. Algunos nombres habrán sido borrados por la criba del tiempo y serán tan anónimos, y al mismo tiempo tan singulares, como seremos nosotros en ese futuro en el que nos pareceremos tanto.
El periódico EL PAÍS ha cumplido en mayo 35 años. La serie 'Retratos de un país', que iniciamos hoy, consta de cinco viajes de autor por los terrenos de nuestra memoria. El primero recuerda personajes del mundo de la cultura fotografiados a lo largo de tres décadas.
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