La perplejidad de Otto
Otto no se llama así. Se llama Maximilian, pero su novia española, a la que conoció en una noche luminosa de bares y más bares, le rebautizó antes de besarle por primera vez. A él le gustó tanto aquel beso, le gustó tanto aquella chica, que empezó a ahorrar para volver a verla desde el día que regresó a Nuremberg. Eso ocurrió hace casi tres años, dos antes de que decidiera venirse a vivir aquí para poder verla todos los días.
A Otto le gusta España, pero no acaba de entenderla del todo. Sin embargo, su perplejidad no tiene nada que ver con lo evidente, un modo de vida al que se ha acostumbrado muy deprisa. A él le gusta el clima, la luz, el sol, la gente. No le importa comer a las tres ni cenar a las once, no le molesta que le llamen de tú los camareros ni echa de menos las horas de sueño perdido en días laborables. En realidad, Otto entiende bien a los españoles, por más que no acabe de entender su país, y la paradójica naturaleza de su incomprensión a veces le estimula y otras le desalienta, aunque no hasta el punto de sugerirle que cometió un error el día que decidió abandonar Alemania.
Su estupor tuvo un instante fundacional, un principio perfectamente definido en el espacio y en el tiempo. El 20 de noviembre de 2005, él estaba en Madrid, en casa de su novia, y cada uno de los dos tan absorto en el amor del otro que sólo por la noche se dieron cuenta de que no habían comido. Los dos se ofrecieron al mismo tiempo para hacer algo de cenar, y al mismo tiempo los dos se echaron a reír después. Luego fueron juntos a la cocina y ella encendió la televisión. Él no sabía que aquel día se cumplían treinta años de la muerte de Franco, pero se enteró enseguida porque una cadena pública estaba emitiendo un largo reportaje. Hasta la tercera patata todo fue bien. Pero cuando un entrevistado elogiaba la estabilidad política y económica de un régimen que había permitido el desarrollo del país durante los últimos quince años de vida del dictador, el cuchillo se le cayó al suelo. ¿Estás oyendo esto?, preguntó, y su novia le respondió distraída, ¿qué? Por decir cosas así, en mi país meten a la gente en la cárcel, le explicó luego. ¿En serio? Ella parecía muy sorprendida, pero él lo estaba mucho más.
Desde entonces, su asombro no ha hecho más que crecer, mientras se perfila y define cada vez con más precisión. El país ha ayudado, por supuesto. Ha ayudado el Parlamento, han ayudado las instituciones, han ayudado los medios de comunicación, han ayudado los partidos, el propio Gobierno, y sobre todo ha ayudado la oposición. Él es alemán, no puede evitarlo, y no entiende nada por más que hable perfectamente el idioma. Cuando vuelve a su ciudad y sus amigos le preguntan por la situación política, prefiere no contestar. ¡Uf!, dice, es muy complicado. Entonces, su novia empieza a hablar en inglés y cuenta las cosas a su manera, para acabar de volver locos a sus interlocutores, que no conciben las broncas, que no conciben los gritos, ni la chulería, ni los desplantes, ni la desesperación con la que tantos miles de personas se echan a la calle para oponerse a una negociación política o para descartar la culpabilidad de unos terroristas que han matado a 200 personas. Es difícil de entender, concluye él, no lo entiendo ni yo, y vivo allí?
Pero desde hace unos días, Otto está más tranquilo. El estallido apenas controlado de violencia verbal y simbólica que ha sacudido España en las últimas semanas le ha ayudado a apreciar un detalle, tal vez trivial en apariencia pero fundamental en realidad, que ha iluminado el escenario desde un ángulo con el que no contaba. Todo ocurrió gracias a "la gallina", denominación que su novia aplica al águila imperial que campea en las banderas franquistas. Él no las había visto nunca antes de ahora, o al menos nunca se había fijado en ellas, pero en su silueta ha descubierto por qué España sigue siendo diferente, un país ya no apartado, pero sí aparte de los que completan el mapa de su continente. España es el único miembro de la Unión Europea que carece de una formación propia de extrema derecha, el único en el que esta opción política no participa en las elecciones con un programa y unas señas de identidad claras e inequívocas. Eso le ha ayudado a entender algunas cosas, sólo a costa de incorporar un nuevo ingrediente a su estupor.
Maximilian, alias Otto, jamás habría pensado que la existencia de partidos de extrema derecha pudiera resultar beneficiosa para la normalidad democrática de ningún país. Ahora sabe, en cambio, que resulta mucho más perjudicial que no exista. Porque cuando eso sucede, es que no hace falta.
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