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Reportaje:

El jazz de la antidiva

Iker Seisdedos

En estos tiempos, entre los millones de primeras palabras que uno esperaría escuchar de boca de una diva del jazz, “vómito” y “pitillo” entran de lleno en el terreno de las inusuales.

-¿Alguien me puede explicar por qué huele a vómito en este bar? -exclama Madeleine Peyroux, con la nariz arrugada y el cigarrillo sin encender a punto de perder todo contacto con los labios- ¿Le importa que me fume un pitillo? ¿Tiene fuego?

El camarero rebusca en un bolsillo de su chalequillo azul y asiente. Madeleine salta sobre la barra. Los pies, enfundados en unas deportivas de suelas enormes, cuelgan de un modo cómico y enternecedor. De vuelta en el suelo, esta mujer de nombre francés y porte inequívocamente estadounidense masculla una excusa:

"Si mañana al despertar descubriese que he perdido la voz, me moriría de hambre. No sé hacer otra cosa en la vida"
"Me siento incomprendida. No he vivido como la mayoría de la gente. Ni siquiera ahora mi vida es muy normal"

-Siento el retraso. Anoche estuve hasta las tantas en mi cuarto con la banda escuchando música y bebiendo cerveza. Disculpe.

Madi (así la llama su madre) no es Diana Krall. No tiene un lujoso apartamento en Manhattan, mechas rubias de 600 dólares ni zapatos de Manolo Blahnik. No hace discos de villancicos en esas fechas tan señaladas; tampoco está casada con una leyenda del pop.

Ni siquiera debería estar aquí, en Liverpool, adonde llegó una soleada y ventosa tarde de diciembre y se fue, como vino, aunque con peor tiempo, sin aprender más que un par de nombres de cerveza local, rumbo a Manchester, siguiente parada de la gira.

Pero a veces sucede que vendes un millón de copias ocho años después de que pase el tren de tu gran oportunidad. La historia de esta cantante de 32 años es una de esas veces.

Madeleine Peyroux (pronunciado Pegú) grabó en 1996 un buen disco de jazz íntimo, con la ayuda de algunos de los mejores músicos de su generación. Un poco parisiense y con un punto de folk estadounidense. El mundo (o al menos, la parte que compra discos de jazz vocal) descubrió y amó una mezcla que luego devendría en cliché; esa voz raspada que recordaba mucho a la de Billie Holiday (aunque no lo suficiente para ser una burda copia) y esa cadencia algo desganada y especial. La chica del propio ritmo sólo tenía 22 años.

Del álbum se vendieron 200.000 copias en la época en la que Norah Jones aún se presentaba a concursos de nuevos talentos y mucho antes del primer síntoma de la epidemia de los crooners sin corbata como Jamie Cullum.

Dio unos cuantos conciertos, unas pocas entrevistas y desapareció. Así, sin más.

Hasta hace tres años, cuando volvió con sigilo. Editó su segundo álbum (que tituló Careless love) y llegó la cifra mágica e inesperada. Ventas de más de un millón.

Con la publicación del tercero, Half the perfect world, en septiembre pasado, quedó claro que, al menos de momento, lo del propio ritmo no significará necesariamente un hiato de ocho años entre cada disco. “Yo también confío en que así sea”, resopla la cantante. “Ahora tengo muchas oportunidades, sin duda. Pero conmigo nunca se sabe”.

Ése es su modo de evidenciar que aprendió hace mucho que las cosas a veces se tuercen irremediablemente. Quizá cuando de niña, la hija de dos profesores universitarios tuvo que dejar Athens (Georgia) para seguir a su padre a Brooklyn (Nueva York) en pos del sueño de éste de convertirse en actor. O puede que sucediese el día de su preadolescencia en el que se mudó con su madre, tras el divorcio, a París. “Aquello fue muy duro. Lo odiaba al principio. Entiéndeme, amaba París. Lo que no me gustaba era la idea de estar tan alejada de Brooklyn, la que aún considero mi casa. Encima, al principio, vivíamos en las afueras, donde todo era aburrido y la hierba estaba siempre cortada a la misma altura. Me daba tanto miedo eso... que mi vida se convirtiese en algo así. No entendía nada”.

Al poco, madre e hija se mudaron a la gran ciudad. Aquello marcó el final de la buena estudiante y el inicio de la cantante rebelde. A los 15 años había abandonado el colegio. Un día, mientras hacía el vago como de costumbre por el barrio latino, conoció a un cuarteto de músicos callejeros, The Lost Wandering Blues and Jazz Band, que la aceptaron como la chica que pasaba la gorra al final de sus actuaciones, una añeja mezcla de jazz tradicional, dixieland y ragtime.

Fue cuestión de semanas que Madeleine se pusiese al frente del grupo. “Para mí era lo más normal cantar aquellas viejas tonadas de Nueva Orleans a una edad en la que lo que toca es escuchar pop. En casa crecí con esa música”, recuerda. “El jazz es la más alta forma del arte norteamericano... Incluso si estamos de acuerdo en que es un término muy vago, no podemos olvidar que comprende toda la música del siglo XX. Y que en cierto modo el pop está contenido en el jazz”.

Con aquel grupo pasó tres años de cantar a cambio de unas monedas, viajar por Europa y, cuando las cosas venían realmente mal dadas, llegar a dormir en las calles. “Mi madre al principio se quedó horrorizada, pobre”, recuerda. “Luego trató de entenderlo. Y finalmente vino a verme tocar un día. Entendió que era lo que más me gustaba en el mundo y lo único que me haría feliz. Supongo que se hubiese quedado más tranquila al saber en qué cama dormía cada noche. Luego hubo una época un tanto mala. Pero ella es, de hecho, lo bastante excéntrica como para encajar algo así. No sé si está orgullosa de mí ahora, sólo creo que ya no está tan preocupada. Ya es algo”.

Descubierta por un cazatalentos de la compañía Atlantic justo cuando, afirma, empezaba a estar harta de aquella vida, Madeleine grabó su debú en 1996, que fue recibido con entusiasmo. ¿Demasiado para ella? “Tuve problemas con mi compañía y mi voz”, explica. “Tras el álbum, estuve girando durante un buen año y medio. ¿Qué sucedió? Lo primero, que necesitaba un entrenador para la voz. Y no lo tenía. También hubo, claro, factores psicológicos. Cuando grabé el disco, no sabía cómo enfrentarme a mi nueva vida. Decidí cortar con todo y empezar de nuevo otra vez”.

-Una decisión que incluía volver a tocar en las calles.

-No tenía otra forma de ganarme la vida y debía recuperar la voz. Si mañana al levantarme descubriese que la he perdido, me moriría de hambre. No sé hacer otra cosa. Empecé a cantar en un club y de cuando en cuando volvía a vagar por ahí. Al principio fue un día. Luego, un año. Al final se convirtieron en ocho.

-¿Echa en falta aquella vida?

-[A una larga pausa sigue un ladear de la cabeza]. Cuando miro por la ventana y veo el tiempo que hace? no echo de menos tocar en la calle. Tampoco añoro que me tiren cosas. Aunque los buenos tiempos eran maravillosos.

-¿Lo dice en sentido figurado o llovían realmente los objetos?

-Por supuesto que tiraban cosas. Había una esquina en París, una muy buena. Entre la calle de Odeon y el bulevar de Saint-Germain-des-Prés. De las mejores de toda la ciudad. Todos sabíamos que enfrente vivía una persona que detestaba la música. Pero, créame, la esquina lo merecía. Sacabas un montón de pasta. Más de lo normal, que eran unos 220 francos [unos 35 euros], a repartir entre cinco. Así que sí, aquella persona me tiró más de una cosa. Agua, huevos, tomates... Al final llamaba a la policía, que se presentaba allí. Nos escuchaban y estaban de acuerdo: “No pasa nada”, decían.

-¿Creyó durante aquellos años que no volvería a grabar nunca?

-No estaba segura. Sólo sabía que tenía que parar, pensar las cosas, coger un profesor para recuperar la voz y aprender a tomar las decisiones adecuadas. Controlar mi vida.

Madeleine retomó su timón a base de tocar en los clubes adecuados de Nueva York, madurar su estilo y lograr que la expectación volviese a caminar de su lado. Un contrato con un pequeño sello independiente, Rounder, y el acuerdo de éste con Universal por el que la multinacional líder (y actualmente con la división de jazz más potente del mercado) distribuye ciertos lanzamientos con futuro de Rounder hicieron posible el fenómeno de su segundo disco, Careless love.

Eso y, por descontado, una historia capaz de apasionar a los amantes de la sección ¿Qué fue de? de las revistas y una receta que mezclaba temas propios, versiones de Bob Dylan, contagioso swing y el optimismo de los que cuentan con una segunda oportunidad. El conjunto podía no sonar absolutamente original, pero sí resultaba indudablemente especial.

Así lo creyeron quienes fomentaron el boca-oreja, los críticos, que alabaron un disco que eran libres de odiar, y los periodistas.

Estos últimos contribuyeron a alimentar el mito de “la cantante huidiza” y “la diva inadaptada”. Etiquetas que afianzan sus maneras tímidas sobre el escenario, al que acostumbra a subir descalza y parapetada tras una guitarra acústica que más parece un pretexto para mantener las manos ocupadas, y el aire entre ausente y disperso con el que afronta las entrevistas. “Ésta es la cosa”, se excusa ella. “No soy una entrevistada profesional, sino una cantante profesional. Suelo meterme en problemas cuando hablo. Porque hablo demasiado. Al mismo tiempo encuentro fascinantes las entrevistas. Pasarte una hora hablando de ti misma te ayuda a conocerte mejor. De todos modos, callada o no, me es fácil meterme en líos”.

El asunto parece ser que en su nueva vida la cantante publica discos que se venden en la cadena de cafeterías globales Starbucks y contienen canciones que sirven para anuncios de jabón (“nunca me pidieron permiso”, dice ella, “me pareció terrible”), pero en la que también, y ésta es la mala noticia, esos líos frecuentes se airean en público. Como durante aquellos días de agosto de 2005 cuando desapareció en pleno apogeo de sus tareas promocionales en el Reino Unido, uno de los países en los que más discos vende. La cosa adquirió tintes circenses cuando la prensa inglesa se hizo amplio eco del suceso y la discográfica Universal contrató a un detective para buscarla, alarmados con la posibilidad de estar ante una de las espantadas marca de la casa. No había para tanto. Madeleine estaba, acompañada por su representante y, hasta que no se demuestre lo contrario, sin esconderse de nadie, en su casa de Nueva York.

Pero, bien lo sabe ella, aquel incidente no ha sido ni mucho menos el mayor de sus problemas. Hacia el final de los años que pasó lejos del radar, Madeleine compartió la cama y los escenarios con William Gallison, un notable intérprete de armónica de Nueva York. Cuando la pareja rompió, además de las fotos y la mitad de los libros y los CD, la cantante se llevó, según Gallison, la maqueta, grabada con la banda que colideraban y que le sirvió para obtener un contrato discográfico. Y el despecho fue más lejos. Gallison sostenía que a él se debía todo el mérito de haber devuelto a Peyroux a la escena. “Estábamos involucrados románticamente. Vivía conmigo, se comía mi comida. Hasta que de pronto dejó de trabajar conmigo”, explicó a The Independent.

“Y entonces William decidió publicar el disco tal cual [lo tituló Got you on my mind]”, responde Madeleine. “Hacer dinero a mi costa. Yo le dije: ‘No creo que sea buena idea, no está terminado’. Añadió unos temas y puso a la venta la maqueta. Mi abogado contactó con la gente de su sello para hacerles saber que yo no estaba de acuerdo con aquello. Y entonces llegó la demanda”.

Gallison se querelló con la cantante por “abusos físicos, acoso, libelo y ambición frustrada”. Solicitaba una indemnización de un millón de dólares. “La disputa está lejos de haber acabado”, continúa Madeleine. “Tampoco está sucediendo nada. Mi opinión es que de un asunto muy sencillo se ha hecho una gran cosa. Y se puede prolongar eternamente, de modo que mientras tanto, él seguirá vendiendo el disco”.

Suena a la suficiencia de quien ha superado una etapa. Careless love fue la primera prueba. Y el tercer disco, Half the perfect world, la evidencia. Grabado con el mismo productor, Larry Klein, y una fórmula similar (versiones traídas al propio terreno como la célebre Everybody’s talking y cada vez mayor espacio para sus composiciones), el tema que domina el nuevo álbum, más pausado, es la “madurez”. “Es el disco de una persona que acepta mejor los cambios. Es más, trata sobre el hecho de cambiar. Por eso es muy lento, muy cuidadoso. Tengo 32 años y ahora, por fin, entiendo el mundo. Cuando eres demasiado joven para comprender, lo vas haciendo sobre la marcha y está bien así. Creo que estoy disfrutando de hacerme mayor. Puedo ser mucho más paciente. Ir poco a poco. Una cosa, luego la otra. Puedo pararme a pensar en lo que me pasa. Y eso me gusta”.

-¿Es ésa la razón por la que la mayoría de sus letras tratan de superar los problemas?

-Bueno, por dónde empiezo [risas]. El blues para mí trata de eso. Mirar hacia delante y al mismo tiempo no perder de vista lo que hubo detrás. Las canciones están ahí para pensar y hablar de las cosas sobre las que no somos capaces de pensar o hablar. Todos cometemos errores y sufrimos a causa de ellos. Para mí, se trata de aceptar esos errores y sus responsabilidades.

-¿Se acostumbra uno a las rupturas sentimentales? ¿Es cada vez más fácil terminar?

-No lo sé. No he roto tantas relaciones en mi vida, si le soy sincera. No creo que sea algo a lo que te acostumbres. No pienso que un sufrimiento pasado ayude a sobrellevar otro sufrimiento futuro. Aunque supongo que la experiencia ayuda a relativizar el dolor.

-Y el éxito... ¿Contribuye en la tarea de suavizar los sufrimientos?

-No lo sé. Si lo piensas, un millón de copias en todo el mundo no es tanto. Es algo que puedes poner bien grande en un periódico, pero a la gente le da lo mismo en realidad. Últimamente estoy viendo mucho las noticias y hay verdaderas desgracias... Crisis medioambientales, la guerra, la contaminación, el hambre... hay tantas cosas... Y en América, donde nuestro presidente está continuamente jugando con los colores. Código amarillo, naranja, rojo... ¿Ha oído que Europa se dirige a una nueva edad de hielo? La guerra contra el terrorismo... No tiene sentido. Estamos asustados. Viajo mucho todo el tiempo y estoy todo el rato sometido a esa presión del viajero... Es increíble. Para sobrellevarlo yo apelo a la música y a mis relaciones personales, que son muy orgánicas, gracias a Dios. Cuanto más superficiales sean tus relaciones, más fácil será que te contamine el ruido que lo rodea todo.

Horas después, sobre el escenario del Philarmonic Hall, orgullo de los habitantes de Liverpool, sonará al fin su voz, que es “al mismo tiempo la expresión más absoluta de la individualidad y algo tan frágil que puedes anular con simple ruido”, en su propia descripción. Al frente del trío liderado por el talentoso organista Sam Yahel, demostrará que es única en comunicar las sutilezas de su repertorio (“el arma secreta de una cantante”, había explicado) y fijar la cadencia de la interpretación en la fina línea que separa el desastre de lo sublime. Una virtud a la que sólo las cantantes de técnica imperfecta pueden aspirar. Además es una de esas raras noches en las que Madeleine se atreve hasta con los chistes.

Al final del concierto, una chica que aparenta unos 18 años espera a la puerta del camerino para confesar lo importante que es Peyroux en su vida. Una vez más, Madeleine parece sobrepasada por las circunstancias. Como si la losa de los clichés que acerca de ella acostumbra a tener la gente (ya saben, la chica que tanto se parece a Billie Holiday, la cantante huidiza) pesara más de lo debido. “Sé que es en gran parte mi culpa”, había explicado por la tarde. “Proyecto esa imagen. Y me siento ciertamente incomprendida. No he vivido como la mayoría de la gente. Ni siquiera ahora mi vida es muy normal. La gente no se pasa los meses en la carretera, de un lado para otro. Soy diferente, y supongo que la gente así lo ha captado”.

‘Half the perfect world’ está editado por Rounder/Universal. Más información en: www.madeleinepeyroux.com

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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