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Tribuna
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Y después del pop

Una de las ventajas de no escribir novelas, ni siquiera nouvelles, es que puedes opinar con toda la libertad de las polémicas literarias españolas sin que te acusen de estar colocando tu género o tu generación. Ya sé que es muy raro y hasta sospechoso a estas alturas que alguien que se dedica a escribir desde pequeño no haya logrado incurrir en una ficción como Dios manda y que la única reválida del oficio, al menos aquí, consiste en situar una novela en los atiborrados escaparates de la patria, aunque ahora hay quien sostenga que ya no existe diferencia alguna entre periodismo y literatura. Lo cual es mentira, como demuestra esta misma revista dominical en la que estoy rodeado de novelistas por todas las partes y que encima escriben de literatura todas las semanas. No sé hasta cuándo los jefes me obligarán a redactar una novela para seguir escribiendo en este periódico, pero resulta que hoy quiero columnear de una polémica novelera española y desde la libertad, por el momento, que me da no ser ni novelista ni crítico ni siquiera "artista", un defecto genético sin duda.

La novela fue un éxito inesperado, o lo que aquí dentro entendemos por tal (tres ediciones por el momento), gracias al boca a oreja, ahora llamado blog a blog, y desde entonces se fue acuñando poco a poco el término "generación Nocilla" no sólo para nombrar esa nueva literatura española que estaba fuera del equilibro, es decir, del canon impuesto por las editoriales y los suplementos literarios, sino para nombrar a toda una generación de los nacidos alrededor de los setenta, globalmente conocida como generación X, y que no se identifica con la literatura actualmente celebrada u oficiada en este país. El impacto del proyecto Nocilla de Agustín Hernández Mallo destapó, acaso por magia simpática generacional, los nombres de Vicente Luis Mora (Circular 07), Lolita Bosh (Tres historias europeas), Gabi Martínez (Una España inesperada) y tantos otros jóvenes autores que ya exigen para sus novelas un lector tan alejado de la cultura de masas de influencia pop como de la pretendida "alta cultura" de la novelería dominante, tantas veces mid-cult.

Todo iba bien ("otra nueva etiqueta generacional", decían los chamanes para conjurar la posible novedad) hasta que el profesor de la Universidad Pompeu Fabra Eloy Fernández Puerta, y con una apabullante erudición underground a tres bandas (musical, comiquera, novelera), publica estos días en la editorial Berenice, la misma que jalea la crema, un lúcido ensayo titulado Afterpop y en el que sin citar una sola vez el término "generación Nocilla", pero a partir de estos o parecidos autores sitúa el problema en sus justos términos para entender lo que ha pasado y está pasando en esa anomalía literaria llamada España. Y lo que aquí ocurrió fue lo siguiente aunque Fernández Porta no lo diga así, tan periodísticamente.

La tardía llegada del pop a España cuando la implosión de la famosa movida de las fiestas nocturnas y callejeras de la democracia española, no sólo destapó el champán de las reprimidas burbujas pop, consustanciales a cualquier economía libre del consumo, pero con dos décadas de retraso sobre el horario previsto (las dictaduras siempre estuvieron reñidas con la mirada pop), sino que elevó el hasta entonces inédito movimiento pop a categoría estética dominante en el país luego de haber sido reprimido con igual saña por los comisarios de la escuela de Francfort y de la escuela de Franco.

Y después del pop tardío de la movida, que encima coincidió y se confundieron sus síntomas metropolitanos con los del virus pos de la posmodernidad, que esta vez sí llegó on-line, ocurrió la más formidable confusión de transiciones que recuerda nuestra historia. Mientras aquí dentro sólo hablábamos y teorizábamos de una transición política elemental (cómo pasar de una dictadura extraviada de siglo a una democracia tipo Benelux), al mismo tiempo estaba ocurriendo en el globo la más importante transición que recuerda el siglo XX: el paso acelerado de una sociedad industrial a otra posindustrial, la caída estrepitosa de los bloques, las ideologías, las utopías, las artes, los ismos, los géneros y en general de todas las mayúsculas decimonónicas, el creciente protagonismo de la ciencia y las nuevas tecnologías en el nuevo paradigma cultural, que ya jamás será monopolio de letras, y sobre todo, el gran descubrimiento de la (ninguneada) globalización que empezó por aquellos mismos años en el que descubrimos el pop elemental: el Conocimiento (esta vez sí, con mayúscula) como indiscutible materia prima del futuro.

Lo que sostiene (muy) pospoéticamente Hernández Mallo en su proyecto Nocilla es sencillamente la literatura de la verdadera transición, la que aquí, en el país de las transiciones tardías y pelmazas, nunca se mencionó. A todo esto lo llaman after-pop y es un placer que las polémicas literarias, al cabo de las vacaciones largas e intransitivas, empiecen a tener tratos, por fin, con el nuevo conocimiento.

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