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Columna
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Seis días y 40 años

Hará 40 años la semana que viene que Israel ganaba abrumadoramente una guerra que duró seis días contra Egipto, Siria y Jordania, y cambió la faz de Oriente Próximo. El insondable punto muerto en el que se halla el llamado proceso de paz tiene mucho que ver con ese crucial enfrentamiento. Y el Estado de Israel, que pudo creer el 11 de junio de 1967 que se encontraba en el punto culminante de su historia, quizá cabe hoy concluir que no hizo en modo alguno un buen negocio.

Se ha dicho que durante unos meses, aureolado por su triunfo, Israel estuvo dispuesto a negociar, a retirarse de casi todo lo conquistado -Sinaí, Golán, Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este- a cambio de la paz con todo el mundo árabe, pero en la cumbre de Jartum, meses después, éste respondía con su famoso triple no al reconocimiento, a las negociaciones, a la paz, y fue entonces cuando empezó a envenenarse la situación. Pronto, sin embargo, Israel llegó a la conclusión de que no bastaba la paz para enjugar la cuenta de su victoria.

La guerra se convertiría en un parteaguas. La derrota de los Estados árabes desacreditaba la vía oficial militar para la liberación de Palestina, dando entrada a un nuevo actor, Yasir Arafat, que se apoderaba en 1968 de la dirección de la OLP, fundada por un hombre ligio de Nasser; agonizaba también el arabismo, encarnado por el gran rais egipcio, que había hecho de Palestina su bandera, y así los Estados árabes del Machrek comenzaban la azarosa construcción del Estado-Nación a la europea; Estados Unidos se convencía de que la única apuesta seria en la zona era el victorioso Estado sionista, y sustituía con ventaja a Francia como patrón militar y económico de Israel; la URSS asumía la protección de los Estados radicales de la zona, instalando definitivamente la guerra fría en el Mediterráneo oriental; y el paralelo decaer de esos Estados, en busca de sí mismos, y del arabismo historicista como sublimación laica de un ideal, abría una vía de agua gigantesca por la que se colaría la alternativa religiosa.

De la guerra del 67 hay que datar un primer gran crecimiento de la Hermandad Musulmana, creada en Egipto en 1928, y foco central del integrismo suní, que había vacilado hasta entonces entre la vía política y la político-militar. Es ese conflicto el que hace que la mirada se vuelva hacia el guerrillerismo laico de la OLP, a la vez que a la respuesta religiosa a la humillación del mundo árabe, precisamente por parte de Israel, Estado tan confesional como cualquiera del mundo islámico. Y la insuficiente operatividad militar y terrorista de las huestes de Arafat iría nutriendo el movimiento teocrático, hasta el extremo de que, sin 1967, serían difícilmente concebibles Al Qaeda y Osama Bin Laden, el millonario saudí que entonces era sólo un adolescente; incluso la revolución iraní de Jomeini en 1979, aunque con la autonomía propia del chiismo, tiene que ver con aquella desastrosa contienda.

Pero otro cataclismo sería igualmente devastador. Israel se convirtió en ocupante y allí se volatilizaron las mejores intenciones del sionismo. Moshe Dayan, jefe de Estado Mayor en 1967, lo dijo con insufrible hubris: "Con Estados Unidos como aliado, el Canal como foso antitanques, y los árabes como enemigos, no hay de qué preocuparse". Para Israel los territorios ocupados eran una tentación de ésas a las que Oscar Wilde gustaba tanto sucumbir: paisajes y mementos bíblicos; pulmón territorial para la Jerusalén unificada; mano de obra a tarifas de escándalo; rico acuífero por explotar. La gran utopía del sionismo anexionista.

Y ese Israel ensoberbecido, borracho de éxito, lograba que Arafat firmara unos acuerdos inviables en septiembre de 1993, bautizados como los de Oslo. En ellos se acordaba acordar otro acuerdo mientras el Gobierno israelí seguía inflando de colonos Cisjordania, Gaza, y Jerusalén Este. ¿Cómo puede progresar una negociación mientras una de las partes va parcelando en su provecho el objeto de esas conversaciones? Los territorios en disputa. De entonces acá, nada notable ha ocurrido, excepto el interminable derramamiento de sangre. La guerra de 1967 aún multiplica hoy sin cesar sus efectos en el cruento drama palestino.

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