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Reportaje:

La vida de las cloacas

Centros de la recuperación de la memoria comparten claves sobre cómo levantar acta del pasado

Tereixa Constenla

Muchas dictaduras tienen un alma puntillosa. El régimen nazi encarnó la quintaesencia de esa obsesión notarial por documentar su plan de exterminio. En algunos campos de concentración, anotaron incluso la cantidad de piojos de cada preso. Se comprueba en el Servicio Internacional de Búsquedas, el gigantesco archivo que conserva nombres de 17,5 millones de víctimas del Estado nazi, entre ellas miles de rotspanier (españoles rojos).

Gracias a este afán por registrar su propio terror se puede profundizar en la historia de la II Guerra Mundial. "Ante la ultraderecha que niega el Holocausto basta el índice con el nombre de 17,5 millones de personas", contrapone Reto Meister, director de este servicio, creado al finalizar el conflicto y financiado por el Gobierno alemán. Desde entonces, ha servido para aportar pruebas contra criminales, para que las víctimas recibiesen compensaciones y para que familias dispersas se reencontraran. También para quitar antifaces como el de Ivan Demjanjuk, el diligente exterminador de un campo que falseó su biografía para lograr el estatus de refugiado en Estados Unidos. Pero el archivo ha cometido un error. "Ha sido irresponsable haberlo tenido cerrado porque no ayuda a construir la verdad", reprueba Meister. Hasta 2007 sólo víctimas y allegados podían acceder a los documentos. El hermetismo se escudaba en la protección de derechos individuales. "La fórmula que hemos encontrado para solventarlo es transferir la protección de los datos al investigador", expone el director del centro.

Los ciudadanos van por delante de los políticos respecto a la memoria histórica

Buscar en las telarañas del pasado es inevitable en países donde la realidad discurría distorsionada por dictaduras. Un fenómeno que se constata en el I Encuentro Internacional de Centros de la Memoria Histórica, que se celebra en Salamanca por iniciativa del Ministerio de Cultura. El Museo de la Resistencia Dominicana, creado hace un año por el Gobierno, aspira a desmontar mitos de la era trujillista. "Decían que se podía dormir con la puerta abierta, pero callaban que podía ir la policía a secuestrarte. Decían que todos los campesinos llevaban zapatos, pero callaban que tenían que comprarlos porque el dueño de la fábrica era Trujillo", relató con sorna Luisa de Peña. Al final, la profecía de Minerva Miraball, una de las resistentes, asesinada junto a sus hermanas, tendrá visos reales: "Si me matan... yo sacaré mi brazo de la tumba y seré más fuerte".

América Latina, amordazada bajo numerosas dictaduras en el siglo XX, vive ahora una eclosión de iniciativas de recuperación del pasado y homenaje a sus víctimas. Con más o menos oposición de quienes se sienten señalados en el ajuste de cuentas. "En la sociedad dominicana hay muchas heridas abiertas y una resistencia soterrada al museo de la extrema derecha", explicó Luisa de Peña. Por decreto oficial, el museo será una visita obligatoria para estudiantes de secundaria y cadetes de la policía y las Fuerzas Armadas, quienes conocerán dos periodos tenebrosos: las dictaduras de Truji-llo (1930-1961) y Balaguer (1961- 1964 y 1966-1978).

En lo referente a la memoria histórica, la sociedad civil suele ir por delante de los poderes públicos. Argentina, cuyos gobernantes democráticos dieron pasos adelante y atrás en la reparación del pasado, es el caso más paradigmático. Grupos de derechos humanos exigieron la verdad, rescataron documentación y custodian las huellas de la represión. Cinco de ellos han creado Memoria Abierta, un archivo de la última dictadura (1976- 1983) para "prevenir toda forma de autoritarismo", según Patricia Tappatá de Valdez.

En Chile, han optado por la discreción mientras ultiman el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, consagrado a los años de Pinochet (1973- 1990). "Chile tiene terror al debate, este museo tiene muchos riesgos porque hay tantas memorias como personas. Hay gente que nunca irá y gente a la que le gustaría encontrarse a Pinochet colgado en la puerta, pero queremos que no cuente lo ocurrido de manera agresiva y que atraiga gente", señaló Marcia Scantlebury, directora del equipo que lo impulsa y asesora de la presidenta Michele Bachelet.

Parece la iniciativa más ambiciosa de las descritas ayer, a lo que no será ajeno algo inusual: la propia presidenta Bachelet fue torturada durante la dictadura. Irá ubicado en una céntrica plaza de Santiago por la que pasan a diario 6.000 personas, será financiado por el Gobierno y ha implicado a organizaciones de derechos humanos. "Lo ocurrido debe ser recordado y narrado", defendió Marcia Scantlebury sin que en la voz se le colase una pizca de emoción o amargura. A pesar de que estaría justificado: fue secuestrada en su domicilio y trasladada a Villa Grimaldi, el centro de torturas más famoso de Chile. "Después de 23 días, cuando abandoné la villa, yo era otra persona". Scan-tlebury cree que lo escrito por García Márquez para las personas es válido para los países: "La vida no es lo que uno vivió, sino lo que recuerda y cómo lo recuerda".

Tal vez el país que mejor ajustó cuentas con lo vivido fue Portugal. La revolución de los claveles que tumbó la dictadura (1926-1974) abrió ventanas, levantó alfombras, expulsó a funcionarios manchados, renovó policías, juzgó a los represores que no huyeron (pocos) y rindió honores a las víctimas. En 1978, el Consejo de Ministros ordenó publicar el Libro Negro sobre el régimen fascista. Las fichas de presos políticos ocuparon seis volúmenes. Si alguien quiere averiguar lo que la policía de Salazar sabía de él, sólo tiene que acudir al Archivo Histórico Nacional, donde se custodian los legajos. Hay muchas posibilidades de que encuentre su nombre. Silvestre Lacerda, director general de Archivos, cuenta aún asombrado: "Había seis millones de fichas policiales. Y Portugal tenía una población de 10 millones".

JUAN CARLOS CÁCERES / UPI
Niños y soldados en la 'revolución de los claveles'
Niños y soldados en la 'revolución de los claveles'REUTERS

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Sobre la firma

Tereixa Constenla
Corresponsal de EL PAÍS en Portugal desde julio de 2021. En los últimos años ha sido jefa de sección en Cultura, redactora en Babelia y reportera de temas sociales en Andalucía en EL PAÍS y en el diario IDEAL. Es autora de 'Cuaderno de urgencias', un libro de amor y duelo, y 'Abril es un país', sobre la Revolución de los Claveles.

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