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Reportaje:

Los últimos buscadores de oro

Octubre de 1986. Armado con su equipo, Sebastião Salgado decide llegar a Sierra Pelada. Allí, excavado en la tierra, se abre un enorme cráter que ocupa un cuadrado de 100 por 300 metros. Cincuenta mil garimpeiros, con picos, palas y sacos para transportar la tierra, son los dueños del gran hormiguero. Un ejército de cuerpos mojados, rebozados por la tierra, con pequeños sacos atados a la cabeza aplastando su cogote, se mueve torpemente por el corazón de la mina. Cada uno debe recorrer 400 metros cargado con una media de entre 30 y 60 kilos sobre sus hombros. Es el último año que se abre el gran laberinto, y el fotógrafo lo sabe. Las presiones de la Compañía del Valle de Río Dulce y la enorme contaminación que provoca la fiebre del oro amenazan con cerrar el negocio. Cuando, seis meses después, Salgado revela su trabajo, Sierra Pelada ha muerto. La policía rodea la enorme mina para evitar que los saqueadores caigan sobre su presa. La Arqueología industrial, el trabajo del fotógrafo brasileño que anuncia el fin de la era industrial, se ha cobrado su última víctima.

La historia de Sierra Pelada es una alucinación. Arrebatados por la fiebre del oro, 50.000 hombres -sin mujeres y sin alcohol- se internan en la selva brasileña; acuden a la llamada de una pepita de oro descubierta en 1980. Aislados del mundo, a 100 kilómetros de distancia de Marabá, la ciudad más cercana, custodiados por tres policías distintas, trabajan durante seis horas diarias hasta caer agotados por el esfuerzo. El imperio del oro ha ido excavando un enorme pozo irregular imposible de comprender. Vista desde arriba, la mina es una inmensa escalera sin dirección que se ha ido formando por la fuerza de la competencia. Cada concesión, cada sueño de encontrar oro, se esconde en un minúsculo cuadrado de terreno de tres por dos metros. Apiñados en tan estrechos límites, dos o tres picadores pelean por descubrir ese extraño color de la tierra que anuncia el oro. Otros seis o siete hombres se encargan de transportar la tierra mientras un capataz vigila cada parcela. No son esclavos, aunque su aspecto lo sugiera. Son hombres que han invertido su fortuna en alquilar por un año una concesión, o trabajadores que esperan encontrar su pepita en el saco de tierra que cuando termine su contrato recibirán como regalo. Mientras tanto, un sueldo de apenas 60.000 pesetas mensuales. Demasiado poco para tanto trabajo, aunque sea más de lo que ganan los policías que les custodian.

En las laderas de Sierra Pelada, que ahora permanecen en silencio, se han quedado, cubiertas por el fango, las ilusiones de quienes se atrevieron a bajar a los infiernos en busca de su fortuna. La de aquel líder de la rama sindical de los maricas que se dejaba la vida en la mina con el sueño de sacar el dinero suficiente para pagarse una operación de cambio de sexo en Casablanca; o la de aquella cuadrilla que cuando encontró oro alquiló un avión, lo llenaron de putas y de champaña francés, se fueron hasta Río de Janeiro y volvieron, después de la orgía del fin de semana, sin un duro, dispuestos a meterse nuevamente en la mina y a empezar otra vez a buscar el filón de su buena suerte.

La vida en Sierra Pelada no es fácil. Rodeados por tres policías distintas, sometidos al aislamiento y la tensión, expuestos a los riesgos de cualquier desprendimiento, los garimpeiros conviven con la muerte. No es lite¬ratura: dos meses después de que Salgado fotografiara el corazón de la mina, un accidente se llevó por delante los sueños y la vida de 16 trabajadores. Pero hay que seguir.

En la mina solamente se trabaja cuatro meses al año, de septiembre a diciembre. Las concesiones, las parcelas de los sueños de oro, se ceden únicamente por un año; 120 días en los que un hombre se juega su fortuna. La espera del oro se convierte en un reloj angustioso, en el que cada semana que pasa es preciso buscar nuevos socios para mantener la explotación. El férreo control gubernamental que obliga a vender todo el oro que se encuentre al Estado impone también la paga diaria para proteger a los trabajadores. El que no cumple cada puesta de sol pierde la explotación. De este modo, la parcela que empezó en manos de un soñador acaba perteneciendo a 10 o 15 socios, que el pionero se ha visto obligado a incorporar a la aventura de encontrar oro. Unas veces para hacerse rico, como aquellos hombres que encontraron 700 kilos, pero las más, por nada. Una legión de buscadores arruinados lo puede atestiguar.

Sin ingenieros, con un solo médico y tres enfermeras para toda la población, Sierra Pelada no es el paraíso. La leyenda de aquella pepita de más de 63 kilos que alguien encontró algu-na vez, o las 34 toneladas de oro que se han sacado en los cinco años de vida de la mina, desde 1981 hasta 1986, difícilmente borran las escenas que Salgado ha rescatado. Las caras de estos hombres enloquecidos por el color de la fortuna, o las interminables hileras humanas que sacan -trepando por cientos de endebles escaleras- la tierra hasta llegar al centro del tesoro, son testigos del drama que se representa en el fondo de la mina. Picando cada vez más abajo, haciendo sitio para que los porteadores transporten la tierra a los lavaderos de arriba, mirando los rifles que rodean la explotación para imponer el orden, esperando las largas colas para malcomer o pasando a escondidas la botella prohibida. Son las escenas del infierno.

Brasileño, de 45 años, Sebastião Salgado no había nacido con la vocación de la fotografía en las venas. Economista por formación, viaja a Europa para trabajar en Londres en la Organización Internacional del Café. Corre el año 1971, y para entonces ya ha empezado a juguetear con una cámara. Dos años después deja su profesión y vuelve a Francia. Allí, primero en solitario y más tarde enrolado en los equipos de las agencias Gamma y Magnum, se vuelca en su nueva vida. Un extraordinario trabajo sobre el Sahel le convierte en ganador del World Press Photo. En estos momentos desarrolla su proyecto sobre la Arqueología industrial, que concibe como un "homenaje al trabajador, al hombre productivo de nuestra época", y al que estará dedicado basta 1992.

El ojo global

Esclavitud. Este reportaje abrió una serie en El País Semanal que contribuyó a difundir la obra de un autor hasta entonces desconocido en España. Su trabajo de Sierra Pelada formó parte del libro Workers (1993), un recorrido por la esclavitud moderna, realizado durante siete años a lo largo de 26 países

Migrantes. En 1998, Salgado recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Dos años después terminó Éxodo, una monografía sobre las migraciones, en la que trabajó seis años, recorriendo 40 países.

Naturaleza. Desde 2004, el fotógrafo brasileño, de 67 años, se encuentra inmerso en Génesis, un ambicioso proyecto con el que pretende retratar los vestigios de naturaleza intacta del planeta.

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