"Un libro es un delirio estructurado"
Hace cuatro años, mientras andaba embarcado en una nueva novela, la vigésima, António Lobo Antunes (Lisboa, 1942) se sintió mal. Estaba en Guadalajara, México, y pensó que sufría un mero desarreglo estomacal, la venganza de Moctezuma. Pero era cáncer. "Mi gran problema era que tenía que terminar el libro", cuenta el escritor, en Madrid camino de Segovia, donde el sábado participa en el Festival Hay. "El tratamiento es muy violento y lo que sientes es un vacío inmenso. No miedo, vacío, porque crees que no tienes futuro. Cuando suena el despertador y pides cinco minutos más, ese tiempo es eterno. No se puede vivir sin eternidad, y mi problema era el libro, acabarlo".
Se curó, lo acabó y lo publicó en Portugal en 2008. Se titula El archipiélago del insomnio y en unos días aparecerá en Mondadori la traducción española, obra de Mario Merlino, fallecido en agosto del año pasado. "Sentí mucho su muerte. Fueron años juntos", dice Lobo. "Traducir bien es muy difícil, y más cuando las lenguas son tan cercanas".
"¿Son novelas lo que escribo? Uno aspira a hacer una obra de arte total"
Sostiene Lobo Antunes que no sabría decir si la enfermedad ha influido en su escritura. "En el hospital sentía remordimientos porque supe que yo viviría y la gente que me acompañaba en la sala de espera, tal vez no. Tenía además la impresión de estar rodeado de aristócratas. Había revistas que nadie leía y una tele encendida que nadie miraba. Cada uno estaba en su burbuja, pero con una dignidad y un coraje increíbles. Era un hospital público lleno de gente pobre. Muchos venían del campo. Se habían puesto su mejor ropa para ir a Lisboa. Parecían príncipes".
Cuando él volvió a casa pasó tres meses sin poder escribir. Ni leer: "Los libros me importaban un pito. Me quedaba en una silla mirando a la pared. Nunca me había pasado porque yo escribo 12 horas al día", afirma antes de añadir con una sonrisa: "Tener un libro en marcha es bueno para la fidelidad conyugal".
El archipiélago del insomnio está lleno de voces en duermevela que se cruzan para contar sin concesiones la historia de una familia del agro portugués gobernada por un abuelo autoritario. Gente más cómoda ante un gesto violento que ante uno cariñoso. Cosas de la costumbre.
Las voces de los muertos, además, atraviesan la novela. El escritor escucha esa frase en el arranque de una pregunta y lanza él la suya: "¿Es una novela? Yo me lo pregunto. Uno aspira a hacer una obra de arte total que lo combine todo, la música, la pintura... Quizás un libro no sea más que un delirio estructurado". ¿Y cómo se construye esa estructura? "Trabajando todo lo posible. Siempre pienso que el libro hubiera sido mejor si hubiera trabajado más. Cada libro que escribes es como una corrección del precedente. A veces lo que llaman calidad no es más que un defecto disfrazado", explica el autor, para el que el cansancio es el estado ideal para que fluyan las palabras: "Las tres primeras horas son tiempo perdido. Cuando estás cansado tus mecanismos lógicos y tu policía política interior se relajan. Pero para empezar una obra debes estar seguro de no ser capaz de escribirla, para que sea un reto".
Lobo insiste en que todos los grandes libros tratan menos de un tema que de cómo se escribe un libro: "Una buena novela te enseña a leerla. Cuando empecé a leer a Conrad, no entendía nada. El problema no estaba en Conrad sino en mí, que estaba leyéndolo con mi llave, no con la suya. Me encanta Conrad y eso, descubrir libros buenos, es una maravilla. Esto no es un deporte de competición. No existen ni el mejor escritor ni el mejor libro".
A él no dejan de lloverle premios -del Juan Rulfo al de la Unión Latina- y su nombre suena cada año para el Nobel. Lobo Antunes dejó la psiquiatría por la literatura y afirma comprender el orgullo pero no la vanidad. En Portugal se ha publicado incluso un Diccionario de la obra de ALA, pero su gran sopresa fue descubrir que su padre había leído lo que escribía. Cuando murió le dejó una carta de 600 páginas: "Nunca me había dicho qué pensaba de mí. Y leía mucho. Era muy rígido, violento incluso. Pero cuando iba a morir, mi hermano le preguntó qué le gustaría dejarnos. Su respuesta fue: 'El gusto por las cosas bellas".
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