El espíritu de Abbey Road
Quizás ya sepan que EMI se ha echado atrás: finalmente, no vende Abbey Road, sus famosos estudios londinenses. Los actuales propietarios de la centenaria discográfica no imaginaban el tumulto que iba a desatar una decisión -para ellos- meramente empresarial: unos estudios de grabación no son esenciales para una discográfica del siglo XXI.
Es cierto: los estudios y los modos de grabar se han multiplicado. Otro asunto es que Abbey Road perdiera dinero. Ya no tiene la ocupación de otros tiempos, cuando atraía a grupos y solistas de EMI -Cliff Richard y Paul McCartney solían disputarse el uso del Studio 2-, pero sigue convocando a artistas que quieren beneficiarse de la acústica, el equipo y el personal participantes en tanta música maravillosa. El problema: las tarifas de cualquier estudio han bajado, ante la competencia de los home studios. Con todo, no debería ser imposible mantener a los estudios más respetados del mundo lejos de los números rojos.
Los grandes estudios acumulan un 'savoir faire' que resume décadas de errores y enmiendas
Hay aquí algo más que mera nostalgia: Abbey Road no se dedica únicamente a registrar música. Comercializa máquinas y software desarrollados en su particular laboratorio de ciencias de la grabación. Cuenta con un servicio de restauración sonora que logra prodigios con deterioradas placas de 78 rpm y otros soportes. Destaca en la masterización de nuevas grabaciones y en la remasterización de cintas añejas, como demostraron el pasado año con el catálogo de los Beatles.
El plan de EMI para Abbey Road desató un furioso debate, muy aprovechable en cualquier latitud. Reaparecieron esos thatcherianos que reniegan de cualquier consideración intangible: como todo, Abbey Road debería someterse a las fuerzas del mercado; no pasaba nada si los estudios se convertían en pisos de lujo para oligarcas rusos o jeques árabes.
A los liberales de horca y cuchillo se unió el contingente de radicales del gratis total, empeñados en demoler la industria musical tal como ha funcionado hasta tiempos recientes. Para ellos, las discográficas son intrínsecamente malvadas, como demuestra la propia existencia de sus estudios: se empujaba allí a los artistas de la compañía, para inflar los presupuestos de producción, a descontar de sus hipotéticos royalties.
Imposible defender el actual modelo del negocio discográfico, basado en ese truco de prestidigitación contable que consiste en quedarse con la propiedad de los masters, tras hacer que los artistas paguen por ellos. No obstante, se trata de un modelo que ha posibilitado enormes cantidades de música extraordinaria. Las discográficas tienen unas funciones, unas especializaciones que no son fácilmente reemplazables en el territorio salvaje de Internet; lo comprobaremos en el futuro inmediato. Y está el aspecto artesanal.
En un mundo dominado por el MP3, la calidad de sonido no resulta una prioridad. Ocurre que los grandes estudios son depositarios de un savoir faire que resume décadas de errores, enmiendas, experimentos. Se necesitan unos micrófonos, un espacio, unos oídos expertos para grabar adecuadamente una batería, unos metales, unas cuerdas. Los bárbaros que proponían piqueta para Abbey Road seguramente ignoraban que, aparte de cargarse puestos de trabajo para técnicos y músicos, desaparecería un conocimiento único.
En la polémica, hubo momentos chuscos. Se exigió a McCartney, y con malos modales, que metiera la mano en su cartera y salvara Abbey Road. Disculpen: un músico no está obligado a responsabilizarse de la infraestructura de su negocio. Paul favorecía la autogestión: que sus propios trabajadores adquirieran Abbey Road y lo mantuvieran en activo.
Otros sugirieron que lo comprara el National Trust, organización sin ánimo de lucro que cuida de edificios históricos (incluyendo las modestas casas en que crecieron McCartney y John Lennon). Eso supondría transformar el número 3 de Abbey Road en atracción turística, tremendo desperdicio. Curioso: no abrió la boca Tony Blair, el político que tanto defendió la grandeza y el potencial exportador del british pop. Eso fue antes de que los ingratos músicos se le soliviantaran, por aquel asuntillo de la invasión de Irak.
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