Los cerezos de Chéjov, la capucha de Viggo Mortensen
Imagínese usted, amable y bienintencionado lector, que El Pocero, Pepe el del Popular o el mismísimo Satanás, o sea Madoff, le propone aniquilar esa preciosa casita que usted tiene en la sierra, arrasar sus cerezos, sus melocotoneros y sus perales y dejar entrar la excavadora, el pico y la pala sencillamente porque "créame, se hará usted -y de paso, yo- de oro". O recuerde, si no, a esa insoportable ricachona caduca y venida a menos que le mira con despectivo reojo (y encima siempre se quiere colar) cuando va usted a comprar fruta o los periódicos. O a tanto siervo de la gleba que un día fue socialmente alguien y hoy pena bajo los puentes de la gran ciudad, tetrabrick de vinazo en ristre.
Pues eso, eso es Chéjov.
No son genios los genios porque sí o porque pasaban por allí, sino, además de por ser distintos a la generalidad de la calle y rebosar talento en la forma -literaria, musical, artística, gestual, científica e incluso política-, saben anticiparse al futuro. Los genios inventan, los genios imaginan y luego pasan cosas. Esas cosas que imaginaron y que inventaron. Chéjov, vamos.
El excepcional montaje que desde el sábado por la noche despliega el director Sam Mendes en el Teatro Español de Madrid con El jardín de los cerezos (a no ser que sean ustedes primos del director o incluso ministros de Cultura no insistan, está todo el papel vendido) nos habla de infinidad de cosas. Entre ellas, la sempiterna obsesión por la codicia, pero también su contraste brutal con cosas tan humanamente comprensibles como la decadencia de la especie, la ruina moral, el fin de una época, los volcanes del orgullo interior, los que están arriba y los que están abajo, la envidia, la desidia, el desprecio social... las moribundas aristocracias incapaces de adivinar el ocaso... la anticipación chéjoviana, en suma, de tantas cosas que hoy, ay, en la era de la crisis y el qué dirán, siguen en pleno apogeo.
Ver en Madrid a estrellas del cine (pero también de las planchas) como Ethan Hawke, Rebecca Hall o Sinead Cusack y a bestias escénicas con nombre menos popular como Simon Russell Beale o Richard Easton (conmovedor su lacayo Firs) es algo que sólo dos almas inquietas y brillantes como Mendes y su amigo Kevin Spacey, factotums del Bridge Project, podían lograr. Broadway el West End, Nueva York y Londres juntos y revueltos en Madrid en lo que supone una demoledora (y ácida, y llena de humor) versión de Tom Stoppard sobre el clásico chéjoviano, pieza estrenada a penas unos días antes de la muerte del genio en 1904.
No es casualidad: Sam Mendes, director de las sucesivas joyas cinematográficas American Beauty, Camino a la perdición y Revolutionary Road (quien no haya visto aún esta turbadora película que vuele a verla, todavía puede) es un viejo fan de Chéjov. En 1989 ya dirigió a Judi Dench en una versión de El jardín de los cerezos en Londres; en 2002, montó un Tío Vania producido por un tal... Steven Spielberg. Y de Ethan Hawke, sobrio y soberbio en el escenario del Español, se puede decir lo mismo, ya que protagonizó hace unos años en Nueva York una nueva versión de La gaviota.
En plena era piratera y descarguera, vuelve el teatro (nunca se fue) con toda su capacidad de fascinación expresiva por vía de proximidad y autenticidad... cuando es bueno, se entiende. Otra cosa son esos actores odiosamente chillones, reyes del aspaviento.
Sobriedad, humor, capacidad de transmisión, belleza, inquietud... todo eso es Bridget Project. Que se lo digan a un tal Pedro Almodóvar, entusiasmado en la sexta fila. O a un tal Viggo Mortensen, escondido en la séptima la noche del estreno, detrás de una melena caída y de una sudadera con capucha, solo, anónimo, veloz por la Plaza de Santa Ana, escapando de la masa del sábado por la noche para que nadie le reconociera...
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