'Vértigo', la espiral necrófila
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La existencia como una espiral, que da vueltas indefinidas alrededor de un punto, de una vida, de una mujer que regresa de entre los muertos. Madeleine, un enigma, una ilusión, una ir(realidad). Un ente que inspira el amor, que sugiere el sexo, que provoca la necrofilia. Vértigo es una espiral. Los impactantes títulos de crédito de Saul Bass ya lo dan a entender. Los acontecimientos pueden repetirse, también las vidas. Físicamente, mentalmente. En 1958, Alfred Hitchcock construyó su película más compleja, más plácida, más ensoñadora, más visual. Acaso su mejor obra.
Basada en una novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejac, los autores de Las diabólicas (adaptada al cine por Henri-Georges Clouzot en 1955), Vértigo podría haber sido una simple película de misterio. En manos de Hitchcock es otra cosa: un cuento de amor y horror sobre la obsesión por un ideal amoroso-sexual. Como dice el propio director en el mítico libro-entrevista El cine según Hitchcock, de François Truffaut: "Para decirlo de manera sencilla, este hombre quiere acostarse con una muerta; esto es necrofilia". Pocas veces una historia se ha contado de una forma más cinematográfica, entendida ésta como un despliegue de recursos nacidos exclusivamente del séptimo arte; no de la literatura, el teatro o la pintura. Vértigo es pura puesta en escena, composición visual, montaje, tempo. Casi una película muda; de hecho, en buena parte de su acontecer no hay diálogos, sólo el seguimiento de un detective jubilado a una mujer que parece poseída por el espíritu de un antepasado. La portentosa partitura de Bernard Herrmann coloca a ambos personajes en un paseo por el amor y la muerte, más allá de la ciudad de San Francisco, donde se desarrolla la trama. El apesadumbrado James Stewart y la sensual Kim Novak parecen ser habitantes de un sueño fatal. Hitchcock y su director de fotografía, Robert Burks, componen de este modo un proyecto cromático dominado por el rojo y el verde, casi surreal. Un restaurante donde las paredes parecen pintadas de fuego, de sangre. Un apartamento cubierto por una neblina esmeralda, proveniente de un anuncio de neón, que traspasa la ventana, que recubre los cuerpos. Y así, recién llegada de entre los muertos, la segunda Madeleine se convierte en la primera Madeleine. Poseída, reconvertida, resucitada. De toda la historia del cine, quizá sólo otras dos películas hayan plasmado de una forma tan poética la frontera entre vida y muerte: la mística La palabra (1955), de Karl Theodor Dreyer, y la romántica Jennie (1948), de William Dieterle.
Para facilitar el trabajo de sus intérpretes, Hitchcock había apuntado en el margen del guión escrito por Alec Coppel y Sam Taylor: "Y ella está en sus brazos, apretada contra él, y él la sujeta firmemente, con desesperación, mientras la besa con pasión. El beso termina, pero ellos permanecen abrazados, y los ojos de él están llenos de dolor y de emoción, por odiarla y odiarse a sí mismo, por amarla pese a todo". Más allá de cualquier raciocinio, inmerso en la espiral necrófila.
Babelia
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