Happy birthday, Leonard
El cantautor canadiense celebra su 75 aniversario en el Palau Sant Jordi
Emoción es la palabra que mejor define lo que se vivió anoche en el Palau Sant Jordi. Una emoción intensa y expansiva originada por un puñado de canciones eternas salidas de las entrañas de un cantautor canadiense que esa noche celebraba su 75 aniversario. Leonard Cohen decidió celebrar una fecha tan señalada en el escenario olímpico barcelonés y las 12.000 personas que prácticamente lo llenaban (se colocaron sillas en la pista reduciendo así el aforo habitual) se lo agradecieron con una ovación de gala cuando apareció trajeado de oscuro, sin corbata y con el sombrero calado hasta los ojos. Dance me to the end of love marcó un inicio ya en lo más alto. Al finalizar la tercera canción todo el Sant Jordi en pie le entonó el inicio de un emotivo Happy birthday, que acabó en una larga ovación.
Frágil, delgado, sus ojos cerrados ocultos bajo el ala del sombrero, su cara escondiéndose tras el micrófono y su cuerpo cimbreando en el centro del escenario o asido, ocasionalmente, al mástil de su guitarra. Leonard Cohen hubiera parecido distante si de su garganta no hubieran ido saliendo todos aquellos monumentos, en su mayoría, de la canción contemporánea. Cantadas, susurradas, además, con esa fuerza y capacidad de penetrar hasta lo más profundo que muy pocos poseen. En otras palabras: una maravilla cargada de emoción y de una belleza exultante.
Leonard Cohen no trajo ninguna novedad a Barcelona pero la veintena de canciones, siete más con los bises, sonaron nuevas en el Sant Jordi, frescas, como recién escritas gracias sobre todo a unos arreglos novedosos que buceaban en las interioridades de cada tema mostrándolo de forma cruda y, al mismo tiempo, terriblemente musical.
Tres coristas y un sexteto instrumental arroparon la gutural y estremecedora voz del cantautor canadiense. Y entre ellos destacó una cara conocida: el guitarrista y laudista maño afincado en Barcelona Javier Más. Su archilaúd y su bandurria (sí: una bandurria acompañando a Cohen) cobraron en muchos momentos un protagonismo que el público premió con repetidas y cálidas ovaciones. Tras ellos simplemente un alto cortinaje de color cambiante y dos grandes pantallas de vídeo que seguían hasta los más pequeños ademanes del cantante acercándole aún más a la audiencia. Una sonoridad de lujo matizaba hasta los mínimos detalles como si en vez de un enorme polideportivo estuviéramos en una pequeña sala de conciertos.
Una pequeña sala en la que convivía un público de lo más variado en el que no faltaban intelectuales de su quinta y un nutrido grupo de políticos con el presidente Montilla a la cabeza.
Leonard Cohen comenzó la velada con Dance me to the end of love y fue paseándose sin la mínima nostalgia por todo su repertorio, desde su primer disco hasta los temas más recientes, ninguno nuevo. Bird on the wire o Everbody knows marcaron la primera parte. En la segunda se sucedieron Tower of songs, Suzanne (se encendieron algunos mecheros, corrieron las primeras lágrimas), The partisan (otra gran ovación), Hallelujah (con nuevas referencias a Barcelona en la letra), I'm your man o Take this waltz (el Sant Jordi se vino abajo).
Una recta final sin fisuras, sencillamente conmovedora, capaz de ponerle la piel de gallina al más frío y distante de los asistentes. El público, tranquilo hasta ese momento, abandonó sus localidades y se fue acercando al escenario para vivir más de cerca (e inmortalizar con sus móviles el momento histórico) una tanda de bises tan larga como contundente. Con So long Marianne, First we take Manhattan y Famous blue raincoat el Sant Jordi vivió uno de esos momentos que será difícil olvidar.
En total casi tres horas de música estremecedora mostrando la vitalidad de un hombre que esa noche, nadie lo diría, cumplía 75 años. Ni una pizca de cansancio a pesar de que la gira en la que anda embarcado comenzó hace más de un año, en mayo de 2008, y aún le quedan 16 conciertos antes de poder regresar a la quietud de su retiro espiritual. Un retiro que esperemos pronto vuelva romper porque, por la salud mental de la población, un concierto de esta magnitud, intensidad y belleza debe repetirse con frecuencia.
Babelia
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