Fleet Foxes y la lucha contra el 'hype'
No lo tienen fácil. Los chicos de Fleet Foxes se enfrentan contra ellos mismos. Hace tres años, su primer disco se convirtió en algo más que un éxito de ventas: fue un fenómeno. La relevancia mediática de aquel álbum de mismo nombre que la banda y que recogía la pintura de Los proverbios flamencos de Pieter Brueghel el Viejo en su portada fue tremenda. A ambos lados del Atlántico, revistas especializadas como Mojo, Uncut, Pitchfork o Rolling Stone los alternaban entre el primer y segundo puesto de lo mejor del año o los nombraban la gran revelación de la temporada. Medios generalistas como el diario británico The Guardian se referían a ellos como "clásico instantáneo".
No era normal: todos coincidían. Esta calurosa acogida, a la que siguió una larga lista de artistas y grupos que como Fleet Foxes de la noche a la mañana revivían un pasado folk de otra época, puso a la defensiva a muchos. En su opinión, aquellos jóvenes de Seattle con camisas de franela y barba deshilachada eran el nuevo hype, como dicen los anglosajones para referirse a la última tendencia musical que responde a la búsqueda de productos novedosos y orquestadas campañas de publicidad antes que a la verdadera sustancia artística.
Como todo segundo disco cuando el debut ha sido un éxito, Fleet Foxes tienen el peso de demostrar con la publicación de Helplessness blues que su transcendencia no es pasajera pero, sobre todo, y a la vista de la gran atención de público y prensa, que lo suyo va más allá del hype y no son una simple moda. Esta preocupación, sin duda, se ha convertido en una obsesión en la cabeza de Robin Pecknold, líder de la banda, que ha tardado bastante más de la cuenta en terminar este esperado segundo álbum. Previsto para principios de 2010, se anunció su salida para noviembre y se termina sacando en abril de este año tras repensar los arreglos y la composición de varias canciones. Como ha reconocido el propio Pecknold en las semanas anteriores a la salida del disco, la gestación de Helplessness blues le ha consumido, adueñándose de su vida, hasta el punto de sacrificar la relación con su pareja y jugarse la salud. Tras el ascenso meteorítico, el joven cantante de Fleet Foxes es consciente de la presión y sabe que a la dichosa etiqueta de hype se la combate mejor con música de calidad y sentimiento que con el paso del tiempo.
Armonía folk
Hasta la fecha, la banda de Seattle solo ha atendido a su propio universo musical. Un fascinante viaje en el tiempo donde la armonía folk de herencia californiana y británica luce con cuidadosos trazos impresionistas de góspel y blues. Música, pasada por el filtro lo-fi del siglo XXI, que esconde una resonancia misteriosa, como de pequeños himnos espirituales, tensos, estructurados, evocadores. El poder seductor de Fleet Foxes está más allá del revival folk. Al igual que ha sucedido recientemente con el conocido revival soul representado de distinta forma y atino por gente como Eli Paperboy Reed, Sharon Jones o Amy Winehouse, el grupo estadounidense quedó incluido por buena parte de la crítica y el público dentro del revival folk, el agrupador de bandas y músicos actuales que recuperan los sonidos raíces como carta de presentación.
En este saco sonoro, con un tapiz indie que alcanza a más audiencia, se incluyen compañeros de Seattle como Band of Horses o lo más reciente de The Shins, que también han compartido con Fleet Foxes al productor y gurú de atmósferas folkies Phil Ek, o propuestas tan interesantes como Bon Iver, The National, Iron & Wine o The Dodos, entre otros. Según quién lo mente, el fenómeno tiene más connotaciones peyorativas que plausibles, pero, a decir verdad, apenas hay conexiones físicas y emocionales, aparte del gusto musical y la necesidad de rastrear en un pasado común, entre las tantísimas formaciones que se manejan para hablar de este revival folk, ligado, queriendo o sin querer, al poderoso hype en tiempos de sobreinformación y de toda la música imaginada al alcance de un clic. No conviene olvidar que de revivals se viene hablando desde tiempos remotos y ya incluso se dijo del fenómeno de la American folk music revival para referirse a lo que hacían en los cincuenta Woody Guthrie, Leadbelly, Josh White o Cisco Houston.
Sin necesidad de etiquetas ni agrupadores, Fleet Foxes son, a su manera, un bello y actualizado canto al folk de siempre. Obsesionado con Bob Dylan durante su adolescencia, la primera canción que aprendió a tocar Pecknold fue The times they are a changin' y a partir de ahí no ha hecho otra cosa que revisitar esa tradición, pero alejándose de la parte más cruda y política para bañarse de lleno en la más delicada y espiritual. Con su eco ancestral, sus referencias paisajísticas y sus descripciones a modo de brochazos sentimentales, el disco Fleet Foxes fue una especie de Astral Weeks sin la categoría sobrenatural de Van Morrison aunque con la misma capacidad de transportar lejos. Como el león de Belfast, maestro en hermanar estilos, buena parte de su gran éxito se debió a saber aunar dos cosmovisiones del género muy parecidas, la californiana y la británica, pero en esencia distintas. Sus sencillos arreglos instrumentales y sus armonías vocales formaron un alma folk que, según la canción, recuerda más a la pureza británica de Fairport Convention, Pentagle y Steeleye Span o a la extraña luminosidad californiana de Brian Wilson, Crosby, Stills & Nash, Joni Mitchell e incluso, en la otra costa, de Simon & Garfunkel. Y, bajo la influencia del folk barroco y existencialista de la cantautora Judee Sill, la mística de Fleet Foxes se completa con unas letras que respiran incógnitas vitales de marcado acento religioso aunque preguntándose más por el gran porqué que por un Dios en particular.
Fleet Foxes no lo tienen fácil. El listón está muy alto. Con Helplessness blues, tal vez, decepcionen a muchos, enamoren a otros cuantos, mientras mantienen su legión de admiradores, pero una cosa es segura para este escribiente: tienen cualidades suficientes para no preocuparse nunca más por ese lastre hype que les cayó nada más empezar.
Babelia
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