Celebración de Ana María Matute
En 1948, año en el que concluí el bachillerato en el colegio de los Hermanos de Lasalle en el barrio de la Bonanova, me inscribí en la Facultad de Derecho de Barcelona con el propósito de hacer posteriormente oposiciones para la carrera diplomática y poder vivir fuera de España. La idea era absurda y en las antípodas de mi modo de ser, pero el deseo de alejarme de un país en el que, perdida la fe religiosa y ajeno a los valores que encarnaba el régimen me sentía un extraño, barrió todas mis dudas. Lo que me interesaba en verdad era la literatura, y con un par de compañeros de Derecho aficionados también a ella espulgábamos las librerías de viejo de la calle Aribau y la trastienda de la Casa del Libro, en donde era posible hallar obras prohibidas por la censura que devorábamos con ansiedad. Fue así como surgió la idea de relacionarnos con escritores ya conocidos y de invitar a nuestra tertulia a Ana María Matute, a quien conocía de vista por ser usuaria como yo del entonces llamado tren de Sarrià.
Hubo medio siglo de distancia física pero no afectiva ni literaria entre ella y yo
Ana María era por aquellas fechas una joven muy bella, acababa de publicar una novela, Los Abel, en ediciones Destino y había escrito otras que al parecer planteaban problemas de censura. Dos de sus hermanos habían estudiado conmigo en los jesuitas 10 años antes y "los recuerdo muy bien, vestidos de monaguillo, con una capa de seda roja y brillante, ribeteada de armiño blanco", escribí en Coto vedado en las ceremonias patriótico religiosas que concluían con el canto del Cara al sol brazo en alto. Yo subía al metro que recorría al aire libre la Vía Augusta de Sarrià a la calle Ganduxer en la estación de Tres Torres y Ana María en la siguiente, es decir, Bonanova. Un día me armé de valor y me acerqué tímidamente a saludarla. Le dije que había leído su novela, que también yo escribía y aspiraba a ser diplomático. Ella me escuchaba con atención y, pese a su estatus de escritora publicada, me trataba de igual a igual, con esa llaneza y modestia que la distinguen de muchos otros colegas, un rasgo de carácter que ha conservado siempre y atrae inmediatamente la simpatía de cuantos la rodean.
En las conversaciones de mis amigos universitarios con el novelista Mario Lacruz y el periodista Luis Carandell habíamos evocado el tema de crear una tertulia literaria semanal en el altillo del café Turia, en la céntrica Rambla de Cataluña -proyecto que cuajó a comienzos de 1951-, a la que fueron invitados y asistieron autores tan distintos como Salvador Espriu, Guillermo Díaz Plaja, Carlos Barral y Alberto Oliart. Allí se creó un concurso de cuentos al que nos presentamos, entre otros, Ana María y yo. Lo ganó Ana María por voto a mano alzada, con un relato cuyo título no recuerdo, pero sí la frase que remataba la historia de su protagonista: "¡Por Cristo, qué bien lo pasó!".
Desde entonces, mi amistad con ella se afianzó. Leí su magnífico libro de relatos Fiesta al noroeste, Luciérnagas y su obra primeriza Pequeño teatro, por la que obtuvo tardíamente el Planeta en 1955. Pero la novela de Ana María que más me impresionó se titulaba Julio y Termidor. La leí impresa a máquina pues, ambientada en la Guerra Civil, su enfoque, ajeno a toda propaganda partidista, y el retrato del pueblo llano, víctima de la violencia de los alzados en armas contra la República, tropezaron con el celo de los cirujanos de ideas, que se apresuraron a declararla no apta para el público, condenado en aquellos tiempos a una forzada minoría de edad. Ignoro si en los años siguientes fue autorizada con recortes y diferente título: los regateos entre editores y los gestores de la moral fueron moneda corriente hasta la muerte de Franco. Así, antes de que leyera a Max Aub, Ramón J. Sender, Arturo Barea y Francisco Ayala, Ana María me procuró la primera visión novelesca de lo acontecido en la Guerra Civil no contaminada por el credo nacional católico de los vencedores.
Desde que me fui de Barcelona para afincarme en París nuestros encuentros se espaciaron. Recuerdo el último, acompañada ella de su exmarido, en un café de la Vía Augusta próximo a la estación de metro de San Gervasio (empleo aposta los nombres castellanos de la época: los catalanes estaban prohibidos). Al hacerme cargo de facto de la literatura peninsular en Gallimard, escogí entre otros autores de mi generación las obras de Ana María. La acogida de la crítica literaria parisiense al libro Fiesta al noroeste y luego a Los hijos muertos fue muy cálida: el gran traductor Maurice-Edgard Coindreau calificó a su autora de "la Carson McCullers de la joven novela española". Así Ana María, como Joan Sales y Mercè Rodoreda, se abrieron paso en el mundo cultural francés pese a la cuarentena impuesta por el franquismo a la obra de los desafectos.
Hablo de hace casi 50 años, de medio siglo de distancia física, pero no afectiva ni literaria, entre Ana María y yo, y cuyo reencuentro deseábamos festejar el 15 de octubre con motivo de la inauguración de la biblioteca que lleva su nombre en el Cervantes de Casablanca. Un desdichado accidente la víspera de su viaje frustró el acto preparado con cariño por la directora, Lola López Enamorado. La desilusión de todos los amigos de Ana María Matute fue muy honda. Pero las palabras que deseaba improvisar entonces las pongo por escrito, con la esperanza de verla pronto restablecida en este Cervantes asociado para siempre a su persona y su alma.
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