Cavar un pozo con una aguja
En la conferencia que Orhan Pamuk pronunció ayer en la Academia Sueca podría haberse ocupado de su país, Turquía, y entonces hubiera hablado seguramente de sus conflictos, de sus afanes por ingresar en la Unión Europea, de su larga historia, de los sueños y las vidas de sus gentes. Pudo haberlo hecho, como han hecho otros escritores, que desde esa tribuna se sumergieron en el fango del presente y convirtieron sus palabras en puñetazos contra el mundo. Pamuk prefirió hablar de literatura.
Para hacerlo contó una anécdota vinculada a su ámbito familiar: cuando a su padre le quedaba ya poco tiempo de vida, se acercó al escritor con una maleta, le dijo que allí estaban sus notas y escritos y le pidió que la abriera cuando hubiera muerto por si mereciera la pena publicar algo.
Orhan Pamuk habló ayer de literatura y lo hizo a partir de una maleta con los escritos de su padre, como si con esa historia quisiera decir que, al final de todo, uno escribe para seguir dando vueltas siempre en torno a los fantasmas más cercanos, que lo más próximo es lo más extraño, que nuestros grandes interrogantes gravitan en torno a lo familiar.
El significado de la literatura tiene que ver con alguien que se retira a su habitación, se sienta delante de una mesa y se retira a una esquina para expresar sus pensamientos, eso dijo Pamuk ayer, y lo repitió varias veces. Retirarse, sumergirse dentro de uno mismo, perseguir las palabras, inventar mundos.
Dijo también que la inspiración no es el secreto de un escritor, que lo que importa es el trabajo y la paciencia -"cavar un pozo con una aguja": ese dicho de Turquía se ajusta al oficio de escribir, comentó-, y que es necesario escuchar a la tradición -los autores que amas- y creer que serás capaz de expresar eso que todos saben, pero que no saben que lo saben.
Así que Pamuk anduvo de un lado a otro en su discurso, recordando las largas horas que ha dedicado a la escritura, aludiendo vagamente a sus renuncias y recordando lo poco que su padre hubiera estado dispuesto a abandonar para abrazar un oficio tan duro. Habló de la felicidad y la infelicidad, que es al fin y al cabo de lo que trata la literatura.
Ahí volvieron a surgir los fantasmas familiares. Pamuk, que inicialmente quiso dedicarse a la pintura, cuando abrazó la escritura lo hizo de una manera radical y sin posible vuelta atrás. Desde los 23 años escribe todos los días unas diez horas (eso ha contado) con una obsesiva paciencia y sin superar jamás ese profundo desasosiego: el de no saber nunca si verdaderamente lo has conseguido, si has salido del círculo cerrado de contarte a tí mismo para llegar al otro. Pamuk recordó que le ponía furioso que su padre no hubiera vivido una vida como la suya y que se la hubiera pasado siempre riendo con sus amigos y sus seres queridos. Pero luego corrigió: más que enfado eran celos los que sentía. Y eso lo dejaba aún más inseguro.
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