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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La vejez como nacimiento

A través de muchos años y películas, Robert Altman ha mantenido un estilo libre y sencillo, en ocasiones algo desaliñado, a veces incluso destartalado, que condujo a obras de alta calidad, muy ágiles, incisivas y directas; y a tropiezos que le acarrearon al cineasta algunos trastazos profesionales y la condena -agravadna por su insobornable independencia, a la marginalidad perpetua de los escaparates de Hollywood.Irregular donde los haya, Altman ha mantenido los ojos abiertos de par en par durante más de tres décadas y no ha incurrido en la muerte del estilo que es su encerrona en el manierismo y el prurito de autoría, lo que le ha permitido atravesar la frontera de la vejez con la agilidad y frescura de un aprendiz permanente. Ahora es un viejo cineasta que parece estar haciendo sus primeras películas y descubriendo en ellas el placer de hacer cine: tantas son las ganas, el empuje y la ironía que le echa a su trabajo.

Vidas cruzadas (Short cuts)

Dirección: Robert Altman. Guión: Frank Barhydt y Robert Altman, basado en siete relatos y un poema de Raymond Carver. Fotografía: W. Lloyd. Música: Mark Isham. EE UU, 1993. Intérpretes: Andie MacDowell, Bruce Davison, Jack Lemmon, Julianne Moore, Mathew Modine, Anne Archer, Fred Ward, Jennifer Jason Leigh, Chris Penn, Lili Taylor, Robert Downey, Madeleine Stowe, Tim Robbins, Lily Tomlin, Tom Waits, Frances McDormand Peter Gallager, Annie Ross, Lori Singer, Lyle Lovett, Bruce Henry. Estreno en Madrid: Fuencarral, La Vaguada y, en v. o., Rosales y Renoir Cuatro Caminos.

Dolor y humor

La perfección a que ha llegado su estilo se destapó hace tres años en The player y esto le valió a Altman dar la vuelta al mundo como un viejo cineasta desconocido -o conocido por puñados de adictos- que de pronto vió su nombre estallar ante audiencias mucho más amplias que las que hasta entonces tuvo, salvo en excepciones como Mash. Y quien fue un terco cineasta marginal y amparado por la sombra, se encontró con que de la noche a la mañana se había encaramado en las pistas de despegue de la popularidad y estaba en boca de todos. Era sólo el comienzo, pues ahora, con Vidas cruzadas, sigue abriendo camino -ganó esta formidable película el León de Oro en el último festival de Venecia- en ese mismo territorio y llega más lejos de lo que llegó en The player.Lo que allí fue un juego -de vitriolo, pero juego-, adquiere en Vidas cruzadas un giro grave e incluso severo. Y de la farsa libérrima Altman pasa al rigor de la tragedia con una libertad insuperable. Vuelve al retablo de su entorno social. Apoyado en siete relatos y un poema -irreconocibles como unidades después de su engarce en un guión perfecto, como perfecta es su fusión en la imagen- del casi clandestino fundador literario del realismo sucio, Raymond Carver, Altman organiza un complejo trenzado de trozos, o destrozos, de vida que borda con sabiduría cinematográfica asombrosa por su variedad y precisión.

La imagen de la gente californiana que el cineasta extrae de este encaje de bolillos tiene, al mismo tiempo, la minuciosidad de una miniatura y la energía de brochazo que piden las composiciones trágicas. No hay vacíos, entre estos aparentes contrarios. La cámara de Altman les convierte en un único trazo sin cesuras, que le permite meter su penetrante mirada irónica -plenamente identificada con la ternura pesimista de Carver- en los entresijos de la forma de vivir -y sobrevivir- de la gente común en esa cálida y -y, bajo su opulencia, muy dolorosa- metáfora de Occidente que es la California de hoy. Hablando de ella, todos reconocemos nuestras aceras y el rostro innumerable de quienes pasan por ellas.

Los difíciles problemas de ritmo que presenta el desarrollo de una película como ésta son solventados por Altman a la manera de un cineasta que se hace pasar por ingenuo, pero que en realidad esconde tras su aparente candor un almacén de malicia en sentido noble, o, si se quiere, en sentido escéptico: un iconoclasta que grita su incredulidad en voz baja: ama Altman la gente de Carver y, como Carver, odia lo que les ocurre, por lo que ha de combinar, hasta fundirlos, lirismo y acidez, dolor y humor.

El resultado del fascinante juego de contrarios y de paradojas que mueve este demoledor y divertido filme es una sensación relajante y cautivadora de acuerdo entre el narrador y lo narrado, que se percibe en la transparencia que ofrece a nuestra mirada una tupidísima red de sucesos, situaciones y tipos, cuyos hilos nunca perdemos, sino que seguimos apasionadamente, como si las rutas entrecruzadas de sus gozos y sus desdichas fueran nuestras y en alguna de ellas nos reconociéramos complacidos y, sin embargo, sobresaltados.

Un excepcional ejercicio de cine coral, que Altman lleva a alturas clásicas de realismo solidario, colérico e indignado.

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