Cuba contra Cuba: el triunfo único de Mijaín López
Dos versiones del país se enfrentaron en París: la Cuba de adentro y la de afuera. Al final López se llevó el oro frente a Yasmani Acosta, quien luchaba por Chile
Brilla el primer oro sobre el cuello olímpico de Cuba. Es una medalla que llega tarde, que llega sola, que llega eufórica, agridulce, pero que llega. Mijaín López subió al estrado del estadio Champ de Mars con el maillot rojo en la tarde del martes, seguro de conseguir su quinto oro olímpico consecutivo contra los pronósticos de los analistas y de Sports Illustrated, que más bien le presagiaba un bronce, y contra la verdad que son sus 41 años frente a los cuerpos jóvenes a los que se enfrentó y despidió, uno a uno, del tapiz azul de París 2024.
Ni el surcoreano Lee Seungchan, de 28 años, pudo arrebatarle el oro a López; ni el iraní Amin Mirzazadeh, de 26 años; ni el azerbaiyano Sabah Shariati, de 35. Estaba en las manos de otro cubano llevarse la medalla, quitarle el récord y mandarlo a casa como mismo llegó, como tetracampeón. Hoy ambos llegaron al centro del colchón, se abrazaron, y un árbitro anunció a Mijaín, de Cuba, y a Yasmani Acosta, también de Cuba, pero que luchó por Chile. En el combate, Mijaín, duro como un roble, no se dejó anotar un solo punto. Fue una danza hermosa y también triste: Cuba contra Cuba misma. Por momentos no pareció que Mijaín empujaba a su amigo, sino que lo abrazaba, que no forcejeaba con su excompañero de entrenamiento, sino que lo acogía. Acosta, que nunca antes le ganó un combate, tampoco lo hizo ahora.
En una madrugada de 2015, Acosta, de 36 años, abandonó la delegación cubana en el Hotel Fundador, desprovisto de pasaporte o dinero, caminó hacia una esquina, donde lo esperaba una camioneta, y desapareció en silencio, como han hecho muchos deportistas cubanos en los últimos años. Se dice que tuvo que trabajar como guardia de seguridad en hoteles y fiestas en Santiago de Chile, que impartió clases de lucha en un colegio de aficionados, que se ganó la vida como pudo, que tuvo un largo camino hasta llegar a París. Ahora disputó la medalla con López, su ídolo, su amigo, su coterráneo, su sombra. El día en que abandonó el hotel, lo hizo, dijo, para quitarse de arriba el peso que significa el nombre de Mijaín López.
“Yo me vi atrapado por Mijaín. Es mi amigo, pero siempre viajaba él para las competencias importantes”, dijo entonces. “Eso impedía avanzar en mi carrera deportiva. Decidí tomar una decisión”. Acosta no es menos cubano que Mijaín, y en estos días, a la espera de una medalla en medio de tanto desastre, parece como si lo fuera, como si Cuba lo hubiese dejado huérfano de pueblo y de fans. Si le hubiese quitado el título al “Gigante de Herradura” para dárselo a los chilenos, los cubanos lo hubiesen lamentado como si se tratara del surcoreano, del iraní o el azerbaiyano. Acosta tuvo a su país entero rezando su derrota y la victoria de Mijaín, que ahora se retira de una larga carrera a días de cumplir 42 años.
La victoria de Mijaín levanta todo tipo emociones: están quienes lo celebran a gritos, y los que lo quisieron ver destronado del podio de la lucha grecorromana, sin la posibilidad de sobrepasar los cuatro oros de los estadounidenses Michael Phelps, Carl Lewis, Al Oerter, Vincent Hancock y Katie Ledecky, o del danés Paul Elvstrom, o de la luchadora japonesa Icho Kaor. Los segundos, los que no lo quieren ganador, le han recordado el manotazo que le lanzó a un opositor cubano en Chile, que gritaba consignas antisistema y ondeaba la bandera cubana durante los Juegos Panamericanos del año pasado. Le han reclamado por dedicar su cuarto título olímpico a “nuestro comandante en jefe invicto”.
Fue lo que Fidel Castro hizo siempre: colgarse en el pecho verdeolivo las medallas de los deportistas cubanos. Se jactó a toda hora del deporte, se codeó con Maradona, y le puso el mentón a Muhammad Alí para que lo golpeara. Presumió como un trofeo propio a Alberto Juantorena, gloria del atletismo, o a Teófilo Stevenson, “caballero del ring”, o al equipo que fueron las espectaculares Morenas del Caribe. ¿Cómo una pequeña isla, asediada por Estados Unidos, situada en el mapa de la Guerra Fría, era capaz de producir atletas del más alto nivel? Y lo cierto es que así fue por mucho tiempo. En Barcelona 1992, Cuba quedó en el quinto lugar en el medallero olímpico, llevándose 14 oros. Desde Múnich 1972, el país estuvo casi siempre en el top 10 de los países con más medallas, a la altura de cualquier potencia: octavo puesto en Atlanta 1996, noveno en Sídney 2000, y onceno en Atenas 2004.
A inicios de la Revolución, Fidel estableció el curso de lo que sería el deporte en el país. Inauguró escuelas, centros deportivos, puso punto final al juego “en todas sus formas comerciales” y lo declaró “derecho del pueblo”. La Revolución invirtió en los deportistas, apostó por sus carreras, y cualquier logro, cualquier ganancia, cualquier medalla siempre fue obra de la Revolución: “El deporte no es en nuestra patria un instrumento de la política; pero el deporte sí es en nuestra patria una consecuencia de la Revolución”, dijo. El deporte, además, le sirvió para justificar, dar sentido y juguetear en su eterna lucha con Estados Unidos: “Algún día nuestros atletas superarán también a los atletas yanquis y demostrarán que no hay pueblo superior a otro, pero sí ideas y concepciones superiores a otras, que hay sistemas sociales superiores a otros”. Por años, los deportistas cubanos dedicaron sus hazañas y medallas a Fidel y a la Revolución.
Hubo décadas de gloria en el deporte cubano. En la medida en que el país se vino abajo económica y políticamente, el deporte también se desmoronó: en 2008 ocupó el lugar 19 en Pekín, el 16 en Londres 2012, el 18 en Río 2016, y el 14 en Tokio 2020. Sesenta y cinco años después, tenemos el siguiente país, y no podía ser de otra forma: una delegación en el lugar número 63 del medallero olímpico de París; hasta el momento dos atletas que desertaron en suelo francés y se largaron a recorrer el futuro incierto del emigrante, como los más de medio millón de cubanos en los últimos casi tres años; una delegación integrada solo por 62 atletas compitiendo por Cuba, la más pequeña del país en Juegos Olímpicos desde Tokio 1964; 21 cubanos compitiendo por otras banderas, y uno en el equipo olímpico de refugiados, que abandonó la delegación en México y cruzó la frontera hacia Estados Unidos, algo que enfureció particularmente al Gobierno de La Habana, cuyo Comité Olímpico solicitó su “expulsión inmediata” de las olimpiadas de París.
Los atletas cubanos compitiendo por otros países no dejan de traer alegría a la sala de la casa familiar, que se junta, como pocas veces, para ver el deporte. Suena raro que Jordan Díaz sea de España, o Melissa Vargas de Turquía, o Ana Laura Portuondo de Canadá o Frank Chamizo de Italia, pero es el país que somos, como el profesor de literatura que ahora da clases en la universidad Ivy League, o el actor de La Habana que ahora es rostro de Televisa, o el chofer de almendrón que maneja Uber en un expressway de la Florida.
Cuba hoy se enfrentó contra Cuba misma. Pero no fue Mijaín López contra Yasmani Acosta, a quienes une una hermandad que incluso han mostrado en el cuadrilátero, entre movimientos arácnidos, pasividades, empujes, esa fuerza entre los cuerpos de casi dos metros y 130 kilogramos. Hoy se enfrentó una Cuba de adentro con una Cuba de afuera, una Cuba que fue con una Cuba que no existe, una Cuba en París con una Cuba en los recuerdos.
Mijaín se irá de Francia como uno de los mejores deportistas de la época moderna. Hoy le regaló el orgullo a un pueblo disperso, diaspórico, que lo celebra, lo señala, y lo adora como el Dios olímpico que es. Son las últimas olimpiadas de Mijaín, que ya se había robado todo el oro de Pekín 2008, de Londres 2012, de Río de Janeiro 2016 y de Tokio 2020. Los analistas no anunciaban su victoria, pero los cubanos nunca la pusieron en duda.
Ni su entrenador Raúl Trujillo, ni su compañero de entrenamiento Ángel Pacheco, quien en mayo abandonó a la delegación cubana en Croacia, y quien se suponía lo iba a acompañar en su preparación para París. “Me siento mal por no poder ayudarte en la última etapa de tu carrera”, le dejó saber Pacheco a Mijaín cuando decidió que no regresaría más a Cuba. “Tuve que tomar mi decisión para poder salir adelante”. Luego de recordarle que no podía haber otro ganador olímpico que él sobre el colchón, Pacheco lanzó el presagio: “Y recuerda esto, París va a temblar”. Y tembló París.
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