Una democracia... ¿cultural?
Este domingo Puerto Rico celebra sus primarias de cara a la elección general, pero: ¿es posible hablar de democracia en un país subordinado colonialmente a otro?
No.
Esa bien podría ser la respuesta a una pregunta como la que plantea el subtítulo de esta columna. Sobre todo, si se quiere escapar de los siempre eficaces eufemismos que se utilizan a la hora de describir la democracia puertorriqueña. No son pocos. Vayamos a los más populares...
Se habla de un déficit democrático en los espacios más neutrales, o se argumenta —cada vez con mayor desgaste y vergüenza— que la fórmula del Estado Libre Asociado (el estatus actual de Puerto Rico con relación a los Estados Unidos) es algo distinto a una condición colonial en la era poscolonial, que es un “pacto” y que la gobernanza propia es parte de la ecuación, aunque por décadas la propia relación haya probado lo contrario, o como mínimo haya dejado ver sus profundas limitaciones.
Si se trata de eufemismos para describir la “democracia” puertorriqueña, habría que mencionar también a quienes, en un derroche de elasticidad, afirman que en Puerto Rico se ensaya la democracia constantemente, como si un ensayo fuese una función con público, luces y trascendencia. También existen los que defienden las elecciones “simbólicas” (eso sucede) de presidentes estadounidenses o los que van en limitadísimas cantidades a votar en primarias de los partidos demócratas y republicanos de los Estados Unidos, cuyos candidatos y políticas tienen la última palabra sobre Puerto Rico, y por los cuales los puertorriqueños que viven en la isla —con todo y pasaporte azul— jamás han votado o podrían votar desde la isla en la elección general. Esos mismos son los que abogan por resolver el entuerto colonial con un discurso de “igualdad” basado en la anexión; proyecto y quimera que alimenta las arcas del partido que la promueve pero cuyas posibilidades en el Congreso de los Estados Unidos son tan limitadas y —me perdonan la redundancia— de un valor simbólico y descomunal como el que se desprende del espacio político en el que se discuten los asuntos de Puerto Rico en el Congreso: el Comité de Recursos Naturales. Isla paisaje. ¿La gente? Bien, gracias.
Pero quizás, sería de un cinismo o de un pensamiento absolutista, el descartar el proceso electoral al que nos enfrentamos este domingo y, posteriormente, en noviembre como una total impostura. Numerosas comunidades puertorriqueñas en la diáspora llevan décadas organizándose a favor de los diversos matices de la causa puertorriqueña en los Estados Unidos y han alcanzado victorias concretas en las elecciones estadounidenses. Sucede lo mismo en la isla. La gente —aunque cada vez menos— ha mantenido una participación electoral en el país que sería la envidia de cualquier democracia potente, aunque la merma poblacional y la frustración del electorado nos ha afectado igual como al que más. La falta de entusiasmo por esta primaria, el desencanto con el sistema bipartidista que ha dominado el poder desde el establecimiento del Estado Libre Asociado en el 1952, son evidentes.
Las alianzas partidistas poseen temperamento de tribu y religión en muchos hogares y la conciencia de salir a votar no se siente del todo como una causa perdida para miles de puertorriqueños y puertorriqueñas para quienes su voto tiene, aún y a pesar de tanta decepción, el valor de su voluntad. O cuanto menos, votan porque se vota, por conveniencia, por tradición, por cualquier cosa. Aunque esa voluntad esté limitada a los confines del Congreso, de un presidente ajeno, de un Tribunal Supremo distante y de una Junta de Control Fiscal —nombrada por el Congreso— que amarra las manos de cualquier gobernante elegido por el pueblo y decide, como ha hecho desde el 2016, qué es un servicio esencial para los ciudadanos de Puerto Rico. Evidentemente, la salud, el bienestar social, la educación, el acceso a la vivienda, la seguridad y todo aquello que es fundamental y por lo que la ciudadanía quisiera poder salir a votar en una “democracia”, no ha sido prioridad.
A este complejo aspecto de la realidad y la política puertorriqueña, hay que añadir que, como suele suceder en las colonias, los partidos políticos se han organizado tradicionalmente en torno a la relación del país con su metrópoli. Es decir, que en el partido que promueve la anexión a los Estados Unidos puede haber figuras alineadas con, digamos, un Bernie Sanders ondeando la misma bandera que un seguidor de Trump. No que lo hagan amándose, pero ahí están. Lo mismo en el partido que promueve el estatus quo, en el que hay liberales y conservadores de todo el espectro alineados en su ambigüedad. Mientras, en el partido que promueve la independencia, si bien su plataforma de Gobierno y causas apoyadas en la política local demuestran un perfil inclinado a la izquierda, es posible hallar entre sus seguidores a no pocos conservadores. De otra parte, y como contraste, en partidos de reciente creación como Victoria Ciudadana y Proyecto Dignidad, es posible encontrar entre sus líderes a voces de diversidad de posturas respecto al estatus, pero de mayor alineamiento en términos del rumbo a izquierdas, centros o derechas que debe tomar el país. La efectividad de una democracia también tiene que ver con la capacidad de la ciudadanía de alinearse con sus valores. En Puerto Rico puede que haya un grado digno de participación, pero faltan canales claros y masivos en términos de dirección. Elemento clave en una democracia.
Insisto en la participación porque no es poca cosa. Pues, si algo resulta salvable —y más que salvable, encomiable— dentro de este escenario político es el hecho de que en el terreno menos fértil para su florecimiento, en Puerto Rico sí se ha logrado cultivar una cultura democrática. Mucha gente vota (sea por convicción, por conveniencia o por tradición), se involucra en el proceso y, como han demostrado luchas sociales recientes (siendo la salida de la Marina de Guerra estadounidense entre finales del siglo pasado y principios de siglo en curso y la renuncia forzada por protesta popular del exgobernador Ricardo Rosselló en el 2019 las más dramáticas y contundentes) hay aún un entendido social de que hay un grado importante en el imaginario colectivo en torno a la democracia que es real. Se sacó a un gobernante de la mansión ejecutiva porque existe una noción de que quien habita ese espacio es un visitante de una casa ajena, propiedad de esa abstracción que, a veces, pareciera ser el concepto país, pero que se concreta cuando hay una voluntad de pueblo masiva que se ejecuta.
Actualmente, la democracia, tanto como herramienta de Gobierno y como valor en sí misma, está en peligro mundialmente. Está asediada, cuestionada constantemente la limpieza e integridad del proceso y alimentada la frustración y el hartazgo de tantas poblaciones globalmente, a quienes las fisuras y fracasos del sistema les han llevado a preferir lo que Martín Caparrós llama una “eficracia”, un Gobierno que funcione, así cueste las libertades civiles tan sangrientamente ganadas. En medio de este peligroso momento, responder con un tajante “No” a esa pregunta antes planteada sería si bien preciso, un tanto insuficiente. Incluso, cuando Puerto Rico no escapa de ese escepticismo y crisis por los bien planteados cuestionamientos a su propio proceso “democrático”, que han puesto en entredicho más de un resultado y generan desconfianza en la población.
Aun así, conviene hablar de democracia en Puerto Rico, como conviene hacerlo en cualquier plataforma. Y quizás, aún más, porque una de las cosas que más afecta a la democracia mundialmente en este momento es el desgaste de su cultura, de sus instituciones, de la confianza de la ciudadanía en un proceso que a demasiados les ha fallado. Entonces, hablar de democracia en Puerto Rico, un país que no la disfruta plenamente, es regresar a un elemento sustancial de su propia esencia: la cultura, la idea de que el pueblo puede ser soberano de sí mismo. Sin ese credo, no hay democracia. Si ese credo, todo es ensayo, es impostura. Probablemente, la nuestra lo es. Un ensayo de lo posible ocurrirá hoy.
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