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LA CASA DE LOS FAMOSOS
Columna
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Lo que salvamos cuando ‘salvamos’ a Maripily

No conviene descartar como simple frivolidad algunas pasiones ciudadanas, como lo demuestra el reciente caso de la final de ‘La Casa de los Famosos’ que paralizó a más de una comunidad latina

Maripily Rivera
'Maripily', durante su presentación, en el show 'Mira Quién Baila'.John Parra (Getty Images)
Ana Teresa Toro

Supe que había ganado porque escuché el sonido clásico de una victoria caribeña y citadina: una mezcla de fuegos artificiales y disparos. Vivo en Santurce, en el corazón de San Juan de Puerto Rico; es lunes y, contrario a lo que exige el regreso a la rutina semanal de una noche como esta, el ambiente es similar al de una noche de sábado, de esas en las que se espera el resultado de una pelea de boxeo, de un partido particularmente dramático o de un concurso de belleza.

Acaba de concluir el reality show La Casa de los Famosos que, durante meses, la cadena Telemundo transmitió 24 horas en su página web, en horario prioritario en la televisión y promocionó en todos sus espacios disponibles en los Estados Unidos, con énfasis en las comunidades latinas, y otros países de la región.

Telemundo se fundó hace 70 años en Puerto Rico. Su creador fue Ángel Ramos, un empresario y el primer propietario absoluto del periódico El Mundo, el principal medio puertorriqueño durante la mayor parte del siglo XX, y de la emisora radial WKAQ, la principal en el país y la quinta en ir al aire en el mundo. Ramos, un hombre de orígenes humildes y agigantada visión empresarial, compró el periódico a los hermanos Real, canarios, fundadores del periódico en 1919 e hijos de la tradición de diarios liberales de España. Cuando en 1954 Ramos decide dar el primer golpe, fundar la primera televisora en Puerto Rico, lo hizo bajo el sello que ya le distinguía y la bautizó como Telemundo.

Décadas después de su temprana muerte en 1960, la televisora fue vendida y el su expansión en los Estados Unidos tomó vida propia. Poca gente conoce el origen del nombre del canal y la historia que le precede. En la superficie solo importa lo evidente y, hoy por hoy, es la principal —o cuanto menos una de las principales— cadena de televisión en español en los Estados Unidos y herramienta de representatividad para las comunidades migrantes de países iberoamericanos. En la era de lo superficial, la historia pasa a un segundo plano, hasta borrarse o reescribirse. A veces, hasta eso, da igual.

Telemundo viene al cuento gracias al éxito abrumador de este programa que no ha aportado nada realmente nuevo a los formatos —ya considerables clásicos— de la televisión de la bien impostada realidad. Pero en el caso de Puerto Rico, un país que, a falta de un Estado independiente, reafirma su derecho a existir a la menor provocación, la figura de la concursante boricua Maripily Rivera no solo paralizó el país, sino que generó meses de debate público en torno a su participación, incidió en la narrativa nacional acerca de lo que nos representa o no y transgredió lealtades políticas, sociales y culturales bajo el mandato colectivo que rigió el boca a boca: hay que votar por Maripily. Hay que salvarla. Daba igual saber de qué, pero había que votar. Eso significaba pertenecer a ese nosotros que invocamos cuando decimos “puertorriqueños”.

La mujer es interesante y controversial. Siempre lo ha sido. Modelo voluptuosa, hoy imagen de un cuerpo esculpido a cuenta del ejercicio y la disciplina, madre soltera, llena de dramas amorosos y en su vida pública. Empresaria y punto de burla del país por años. Su hablar relajado y sus comentarios desfachatados, acerca del cuerpo o de cualquier situación, la convirtieron en una especie de meme antes de que el meme existiera. Ser como Maripily significaba básicamente ser una persona tímida para la inteligencia, vulgar o cualquier otro epíteto que sirva para colocarse por encima de otra persona, de trasfondo distinto y distinto acceso a la educación formal. Bruta nunca ha sido, eso era evidente. Elegante tampoco. No creo que le haya interesado jamás. Genuina, desde el día uno.

Y la gente vio eso en su participación en el show. La amaron, la odiaron, la vieron ser vilipendiada, asediada, la vieron llorar e insistir en que es una mujer fuerte. Aguantó la mirada latinoamericana que, a veces, mira con pena o más bien un poco de desprecio a los puertorriqueños, esos hijos de la última colonia de las Américas, el país latinoamericano que nunca se liberó, los que se atreven a llamarse migrantes en los Estados Unidos pero entran con pasaporte azul, esos latinoamericanos con “suerte” y tan poca dignidad a quienes se les perdonan los pecados coloniales por la salsa y el reguetón, pero poco más.

Ante esas dinámicas brumosas que, a veces —muy pocas, poquitísimas, la verdad—, pesan más que la inmensa hermandad que nos une con nuestros hermanos latinoamericanos, Maripily se alzó con altanería, la misma que es necesaria cuando no solo basta la silente dignidad, sino que hace falta gritarla a viva voz.

La noche de su victoria, la economía agarró empuje, se celebraron eventos especiales en los negocios, hubo ofertas, la audiencia se desató, la gente estuvo ansiosa desde temprano en el día esperando el momento. Nunca alcancé a ver un episodio completo; escuché, leí, vi algún pedazo en la web, pero todavía no doy pie con los nombres de los participantes, ni entiendo bien qué pasó allí que haya sido tan dramático. Pero está claro que no conviene descartar el fenómeno como algo superficial y ya, o sentenciar que es una tontería que no aporta a nada, una señal de que somos todos un pueblo embrutecido y no sé qué tantas horripilancias más.

Cuando algo alcanza el nivel de la superficie es porque tiene un hilo a tierra, una raíz, un fondo muy profundo que revela una realidad tan incómoda como las garatas que se habrán dado en esa casa. No se puede hablar de reguetón sin recordar el ambiente creado por la fallida guerra contra las drogas, por ejemplo, del mismo modo en que no se puede ignorar la pregunta más importante que este tipo de sucesos genera: ¿qué nervio social tocó esta mujer?

Me quedo con su resignificación o reescritura de una palabra traumática para nosotros. Ella se hacía llamar el huracán boricua, y exageraba diciendo que era un huracán categoría 10. Este jueves, le harán un recibimiento en las calles de San Juan, con carrozas y todo el camino de la heroína. Dicen en la calle que el jueves llega el huracán. Las heridas del que nos rompió en 2017, María, siguen ahí, algunas son cicatrices hermosas, otras son podredumbre y muerte, pero la gente ha comenzado a decir la palabra huracán sin miedo.

Un amigo dice que Puerto Rico no necesita reírse, necesita una alegría. A lo mejor el hilo a tierra de esta mal llamada superficialidad tenga algo que ver con eso. Cuando ganó Maripily hubo luces en el cielo y tiros en la tierra, lo que suele suceder cuando algo real nos atraviesa.

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