No hay silencio en torno a ‘Silencio’
No volvería a ver la serie, ni se la recomendaría a nadie por quien no sienta especial inquina, pero valoro la existencia de productos que desafían la fría lógica del algoritmo

No tenía previsto ver Silencio, pero una combinación de gripe y mando a distancia extraviado hicieron desfilar ante mis afiebrados ojos sus tres capítulos. Dirán que no opuse mucha resistencia, pero cuando tuve fuerzas para desfacer el entuerto, ya había terminado. “Se ve superrápido”, leí en las redes sociales de Movistar Plus+, y que la promoción tire de argumentos similares a los que utiliza mi dentista para tranquilizarme antes de una endodoncia, ya me pareció mala cosa.
También leí que es provocadora. Y no lo es, pero es que a estas alturas está complicado transgredir. Es difícil después de que John Waters pusiese a Divine a comer caca de perro en Pink Flamingos —para asegurarse de que no era tóxica, llamaron antes a un médico, la seguridad ante todo—, o de Holocausto Caníbal y Salò o los 120 días de Sodoma. Tras tres partes de El ciempiés humano, la viralidad de 2 Girls 1 Cup y de que ya hace más de un cuarto de siglo una madame visitase Esta noche cruzamos el Mississippi, el programa más visto de la televisión, con un túper de heces que reservaba para sus mejores clientes, expresiones como “deberías probar la coprofagia, es divertidísima” escandalizarán a los mismos que piden las sales por ver un par de tetas. Estamos muy resabiados ya.
Eliminada la supuesta transgresión, nos queda la estética, y seré superficial —lo soy—, pero como tiendo a huir del feísmo, me quedo con los vampiros apolíneos de True Blood, que también iba la cosa de suministro de sangre. Si me apuran, hasta con los de Crepúsculo, con la que Silencio rivaliza en cuanto a diálogos sonrojantes.
Queda su loable mensaje, el estigma que sigue suponiendo el VIH, pero como su abrumadora forma se come al fondo, imagino que solo llegará a los fans más acérrimos de Eduardo Casanova, lo que lo vuelve fallido. A veces la sencillez puede ser el mejor material conductor; véase lo bien que en el Barrio Sésamo sudafricano explicaron el VIH infantil hace más de dos décadas.
No volvería a ver Silencio, ni se la recomendaría a nadie por quien no sienta especial inquina, pero valoro la existencia de productos que desafían la fría lógica del algoritmo. Temo que ahora que las plataformas se están convirtiendo en versiones de pago de la televisión convencional y, oligopolio mediante, van camino de ser una sola con distintos nombres, quede laminada toda aquella originalidad y riesgo que nos hizo suspirar por ellas a los que amamos la televisión. Y eso me acongoja más que la torpona cursilería de Silencio.
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