Ha vuelto ‘Fargo’ y trae consigo a la América caníbal pos-Trump
Jon Hamm, Jennifer Jason Leigh y Juno Temple brillan, a golpe de violencia y absurdo, en la quinta temporada de la serie que dirige y escribe Noah Hawley
El año es 2019. El lugar, inevitablemente, Minnesota. Una madre y su hija de nueve años escapan, pistola Taser mediante, de una inesperadamente violenta junta escolar porque, sí, ya ha ocurrido Donald Trump y se está fraguando el asalto al Capitolio, así que Estados Unidos ha empezado a vivir en el pasado, o a tratar de resucitarlo, y se ha partido por la mitad. Y eso quiere decir que hasta las juntas escolares pueden transformarse en un polvorín en un abrir y cerrar de ojos. Es, como siempre ocurre en Fargo, la franquicia serial televisiva del clásico de los hermanos Coen que reformula portentosamente Noah Hawley, un hecho aparentemente cotidiano el que pone en marcha la tragedia, desastrosamente absurda, e imparable, que acabará retorciéndose hasta lo inimaginable.
Y no es casual que, esta vez, el hecho cotidiano que resitúe a Dorothy Lyon (una Juno Temple más allá de Ted Lasso, tan más allá que parece haber nacido para interpretar a la escurridiza Dot) en el mapa —y permita que se desencadene la espiral de violencia marca de la casa— sea un hecho cotidiano colectivo. Porque el telón de fondo de esta quinta temporada —que puede verse en Movistar +, capítulo nuevo cada miércoles—, escrita y dirigida impecablemente una vez más por Noah Hawley, es la América caníbal pos-Donald Trump. Es decir, esa América en la que el culpable, y el enemigo, es el otro, y el otro no es alguien que haya llegado de muy lejos, sino el tipo de la casa de al lado: tu vecino. Aquel que no piensa como tú y que cree que el mundo debería seguir su curso.
Sí, en esta temporada Hawley ataca a un tipo concreto de white trash: la que se permite, o cree que puede, ostentar el poder. Porque alguien le debe el lugar que ha perdido. Y piensa recuperarlo. Es aquí donde entra en juego Roy Tillman (un correcto Jon Hamm, a años luz del icónico Donald Draper), un sheriff de wéstern, esto es, un tipo que vive como si aún existiera el Lejano Oeste. Se baña en barriles, monta a caballo, lidia entre matrimonios como debía hacerse en esa época cercana, ideológicamente, a la Edad Media, y se cree la ley en su pequeño feudo en Fargo. Un tipo, un ganadero y un predicador, un caradura, que se envuelve en toallas con su propia cara —y su figura a caballo— ante los auténticos agentes de la ley mientras les escupe el humo de un ridículo puro a la cara.
También atacan Hawley y su prodigio narrativo —un noir que sublima y reinventa hasta el último elemento del noir—, a ese miedo al vecino que trajo consigo Trump. Algo que encarna a la perfección la heroína de esta temporada. Alguien que pasa, por cierto, por otro tipo de white trash, sin serlo, jugando al doble juego de la condena, o el prejuicio basado en el estereotipo. Dot Lyon es una supuesta ama de casa tontorrona que, en realidad, es, como dice el poli al que salva la vida en una gasolinera, “ese tipo de los trucos: McGyver”, o como dice el villano de la historia, esta vez Ole Munch (un Sam Spruell que habla de sí mismo en tercera persona, como si fuera un bebé maldito), “una tigresa”. Alguien que representa el invencible poder de lo cotidiano, o el de la auténtica libertad.
En su regreso a la ficción de autor, Jennifer Jason Leigh brilla —como suegra multimillonaria y violentísima de Dot: fíjense en la postal navideña con familia apuntando con escopetas a la cámara— como lo hacen todos los personajes de cualquiera de las entregas de una serie que, como ocurría en el clásico de los Coen, se construye a partir de sus envidiablemente perfectos —y humanos, en sus macabras debilidades— protagonistas. Ellos despliegan la trama, y si esta resulta imprevisible es porque nada hay más imprevisible que un ser humano acorralado. Y he aquí lo que hace como nadie Fargo. Acorralar a un ser humano. Y no a uno cualquiera: a uno cuya vida parecía sencilla, pero no lo era. Nunca lo es, en realidad.
Mención especial merece el absurdo que desata la violencia cada vez. Y la forma en que escala esa violencia. He aquí el epicentro de aquello que refleja Fargo —la película, y cada temporada de la serie—: cómo, en una sociedad que permite decidir a cualquiera apretar o no el gatillo, la violencia escala sin remedio por hasta el más ridículo de los motivos. Y no tiene fin. Como reflejo de aquello que lastra sin remedio a un país que se tiene por libre y que jamás podrá serlo mientras viva tan asustado como lo está —para depender, como lo hace, de las armas—, Fargo da en el clavo una y otra vez, adaptando su moraleja de fábula macabra, al pulso, azarosamente violento, del momento.
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