‘Fargo’: una carga de profundidad contra la mitología racial de Estados Unidos
Que la nueva temporada se estrene en vísperas de unas elecciones solo puede leerse como un alegato político subterráneo
Ethelrida es una adolescente negra y muy lista que vive en Kansas City en 1950. No es lista como Enola Holmes, es decir, no es una heroína para espectadoras no muy listas de catorce años, sino lista de una forma compleja y triste, sin epatar. Por eso, la voz en off de su personaje llega a preguntas inquietantes desde premisas tópicas. En un trabajo de Historia cita el diccionario Webster, que parece un recurso repipi, pero en los labios de una chica lista negra de Kansas de 1950, llega a sonar incómodo y afilado: “El diccionario Webster define la asimilación como el proceso de hacerse similar. Si nos referimos a los cuerpos humanos, nos vemos forzados a preguntar: ¿similar a qué? Si Estados Unidos es una nación de emigrantes, ¿cómo se convierte alguien en estadounidense?”.
La nueva temporada de Fargo (estrenada esta semana en Movistar+) no solo es, como las tres anteriores, un acontecimiento cultural que los aficionados esperamos como los verdianos esperaban una ópera del maestro en la Scala, sino una carga de profundidad lanzada al punto más inestable de la mitología nacional de Estados Unidos: las razas. Que se estrene en vísperas de unas elecciones solo puede leerse como un alegato político subterráneo. Por eso, la advertencia que abre los capítulos, la que jura con guasa que la historia está basada en hechos rotundamente reales, cobra un sentido que va más allá de lo irónico: sí, nada pasó así, esto es un cuento tragicómico. Y, sin embargo, si lo miras bien, la historia sucedió exactamente así, tal y como la narra la niña Etherilda en su redacción escolar.
Fargo no sería Fargo sin nieve, mucha sangre chorreando sobre la nieve y malos muy malos vencidos por ingenuos muy simples. Pero en esta temporada, además, se ha hecho casi lorquiana. Y estremece como si se cantase jondo.
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