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Columna
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Irse

Me ha parecido tan fresco como impagable el encuentro romano entre Maruja Torres y Jordi Évole

Maruja Torres y Jordi Évole, en 'Lo de Évole'.
Carlos Boyero

Hay algo que aún me provoca más horror y compasión que la masacre de niños en las guerras, o por hambruna o en las pateras, o ejecutados por psicópatas. Son los críos que se suicidan, los que ya han conocido la oscuridad en una época de la vida donde disfrutar de la luz es algo natural, niños insomnes, acorralados, temerosos, incapaces de soportar más su dolor y su espanto. Cada vez que tengo noticias de que eso ha ocurrido se me forma un nudo en la garganta. También humedad en los ojos ante la certeza de que seres inocentes, que todavía no han dispuesto de tiempo para culparse de nada, se larguen al otro barrio por decisión propia, porque el mal, la soledad o la intemperie se han cebado prematuramente con ellos.

Y es comprensible, desesperado, irremediable o liberador el suicidio entre gente adulta, que ya no tienen fuerzas o ganas para seguir tirando, para cargar con un fardo insoportable llamado supervivencia. Y que probablemente sigan teniendo el recuerdo de que en alguna época se sintieron vivos. El Estado, esa cosa tan prosaica, genéticamente mezquina, falaz, sórdida y corrupta debería proporcionar a los que se sienten desahuciados de la existencia una muerte dulce, indolora e incolora.

A cambio, los que dispongan en ese momento del poder pueden pedirle a los que quieren morir que les otorguen anticipadamente su voto. Hasta los habitantes del limbo saben que nada es gratis.

Me ha parecido tan fresco como impagable el encuentro romano entre Maruja Torres y Jordi Évole. Maruja le cuenta a Évole que si las cosas se le pusieran muy crudas no dudaría en pegarse un tiro en la boca mientras contempla el atardecer en una playa del Líbano, su lugar más amado. Pero si la palmara allí sería deseable que fuera sin sangre, sin vísceras. Con una sonrisa, con gesto placentero.

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