Un drama policial contra el placer culpable en televisión
En la mejor tradición narrativa de las grandes series, ‘Chicago P.D.’ ahonda en la oscuridad de sus personajes y tramas y lo combina con amor por el puro espectáculo. Y no hay nada de malo en ello
Este artículo iba a consistir en una comparación entre una serie de un autor de culto (La ciudad es nuestra, de David Simon) y Chicago P. D. un producto de masas, puro entretenimiento más superficial y ligero, una serie para ver sin pensar, auténtico placer culpable. En teoría. Dos ficciones policiacas, dos mundos en apariencia distantes. Sin embargo, la idea se ha quedado por el camino.
La ciudad es nuestra (HBO Max) es la historia real de una unidad de policía que en lugar de servir y proteger amenazaba, esquilmaba y abusaba de ciudadanos y criminales en Baltimore para enriquecerse. Es el regreso de Simon, de nuevo acompañado de Georger Pelecanos, a la ciudad de The Wire, al gran relato de la miseria contemporánea, de la corrupción policial y política y del racismo. Desde los títulos de crédito, hay una voluntad artística y política (esto pasa por algo y en un contexto y tiene unas consecuencias). El realismo de la serie salpica al espectador, incómodo y fascinado por el espectáculo, enganchado al personaje del sargento Wayne Jenkins —interpretado por un hipnótico y lenguaraz Jon Bernthal— arrastrado también por varias historias paralelas armadas con mimo. La narración da saltos temporales y se fía de una audiencia que no se perderá por el camino. La serie ganará aprecio con el tiempo, como ya le pasó a The Wire, de la que ahora se cumplen, sí, 20 años.
Muchos de los que hayan disfrutado de esta serie o de otras producciones de Simon y Ed Burns (con guiones de Pelecanos, Richard Price o Dennis Lehane, que ya es nivel) creerán que Chicago P.D. no es para ellos. Sin embargo, la serie creada por Dick Wolf (dueño de toda una franquicia radicada en la ciudad con éxitos como Chicago Med y Chicago Fire) es mucho más de lo que parece.
En los seis primeros minutos del primer capítulo vemos al sargento de inteligencia de la policía de Chicago Hank Voight (un enorme Jason Beghe) arrastrando a un sospechoso hasta un descampado para arrancarle a golpes el nombre de un traficante responsable de varias muertes y robarle 4.000 dólares. Después, habla con su unidad y les dice, con esa voz rasposa tan característica: “Vosotros me contáis la verdad para que yo mienta por vosotros”. En esos dos detalles se define el pacto con la oscuridad de un personaje complejo e incómodo y que sostiene la serie con sus excesos, sus miradas y silencios a modo de respuesta. Hay tramas cerradas y casos que se resuelven casi siempre dentro del mismo episodio. Bum, bum, bum y a otra cosa. Eso sí, Voight está rodeado de excelentes secundarios, historias paralelas de un mundo policial lleno de ellas. Me quedo con el fiel escudero Alvin Olinsky (un taciturno Elias Koteas), con la malencarada sargento Trudy Platt (una Amy Morton que sabe aportar el toque de humor necesario para no caer en el melodrama) y el personaje que mejor y más crece a lo largo de las temporadas: la patrullera Kim Burgess (Marina Squerciati); pero hay un buen puñado de ellos para elegir y todos sostienen con sus vidas el andamiaje narrativo. Ya lo hacía Dickens, sí, y ya se lo hemos visto hacer a Michael Connelly con Harry Bosch y Los Ángeles, en libros y en televisión, por ejemplo. Ah, y no se encariñen con nadie: como en otras series que se prolongan en el tiempo (y esta va por la novena temporada, que se puede ver en Movistar Plus+; Amazon Prime Video incluye en su catálogo las siete primeras) los guionistas no tienen piedad con los personajes. Prepárense para decir adiós.
“No siempre hacemos lo correcto o lo heroico, hacemos lo que sea más honesto para el personaje”, contaba Wolf en 2018 en este diario. Y ese es uno de los aciertos. Hay finales felices, casos resueltos y decisiones tomadas bajo el prisma de la ley, pero también abusos, atajos y trampas para buscar la justicia sin esperar al sistema. Y si la víctima es un policía o un familiar, rige directamente la ley del Oeste. Todos los miembros de la unidad, empezando por Voight, tienen un pacto con el lado oscuro. Pero que nadie crea que son corruptos. Eso sería demasiado sencillo. “No tienes ni idea de quién soy”, le dice Voight a un policía que lo cuestiona al final de la segunda temporada. El espectador, que ve cómo combina palizas, torturas y gestos de chulería con su empeño por reconducir vidas descarriadas (una de ellas, dentro de su propia unidad) tampoco. Él actúa como si la ciudad fuera suya, a veces se parece al Wayne Jenkins de La ciudad es nuestra, pero a diferencia de este, a Voight no le importa que lo pillen, y no quiere enriquecerse, lo que le preocupa es que se haga justicia. Su justicia.
¿Y el espectáculo? Por todas partes. En cada capítulo hay tiroteos, muertes, persecuciones, asaltos, palizas, lo que quieran. La acción está muy bien rodada y prueba de nuevo que Chicago es un escenario ideal para ficciones de todo tipo. En esa ciudad hay unos 400 homicidios al año, pero a tenor de los abordados por esta unidad, debería haber 10 veces más. Tampoco es normal que los mismos agentes de patrulla estén siempre cerca del crimen, pero estos y otros detalles, que molestarán a los más quisquillosos o harán reír a los policías de verdad, son aspectos de la realidad que se pueden sacrificar en beneficio de la narración.
El entretenimiento de calidad es un arte y quienes están detrás de Chicago P.D. lo saben. Cuando prueban tramas de ese universo paralelo que constituye la vida de cada agente y el espectador siente que no funcionan, ellos ya se han dado cuenta y las diluyen hasta que desaparecen en sucesivos capítulos. Hay mucha testosterona en esta serie, cierto, pero quienes sostienen parte de la trama tanto en la comisaría como en la unidad de inteligencia o en la vida privada de los agentes son mujeres. Los guionistas se deslizan a veces por la pendiente de la moralina y la satisfacción fácil, pero saben frenar a tiempo.
Al final de la segunda temporada, tras un momento álgido con un capítulo doble de muy alto nivel, clásico punto de inflexión que marcará en lo sucesivo a los personajes, la unidad se enfrenta a unos policías de otro distrito que se dedican a robar a los narcos. Esto emparenta el argumento de Chicago P.D. con La cuidad es nuestra. Las series, al final, no tienen mucho que ver. Los presupuestos de sus creadores, tampoco. Pero, paradójicamente, no están tan lejos la una de la otra en lo esencial. Y esto nos lleva al título. Hay mucho placer, pero nada de culpa en engancharse durante horas a este drama policial. Larga vida a Voight y los agentes de Chicago P.D.
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