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Columna
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Menos mal que nos queda Gervais

Su humor no es para todos los públicos. No tengo nada en contra de los paladares que rechazan el sabor del caviar. Ellos se lo pierden

El humorista Ricky Gervais.
Carlos Boyero

Es el mayor acto de afirmación en la vida. Se trata de algo gozoso y liberador llamado risa. Más milagrosa aún cuando la oscuridad y el aislamiento inundan todo. Existe un humorista genial que me dona ese regalo. Y dicen que es más fácil reírse cuando lo compartes con otras personas, cuando existe la complicidad. Pero con Ricky Gervais yo sonrío en soledad y con frecuencia estalla la carcajada. Incluso me levanto para aplaudirle. Si una cámara oculta me filmara llegaría a la conclusión de que estoy zumbado en mi solitaria fiesta. Pues que me internen en una clínica. A condición de que pueda ver los monólogos o diálogos de gente como Lenny Bruce, Groucho Marx, Tip y Coll, Gila, Coronas y Gervais.

El humor de Gervais no es para todos los públicos. No tengo nada en contra de los paladares que rechazan el sabor del caviar. Ellos se lo pierden. Este señor es bajito, barbudo y gordo. También posee un cerebro superdotado, agilidad mental, libertad, vocación de dinamitero ante las convenciones y el poder establecido, ferocidad expresiva, irreverencia, gracia. Se mueve entre el fuego sin llegar a quemarse. Busquen con paciencia en Netflix dos monólogos suyos titulados Humanity y SuperNature. Y su excéntrica, sarcástica y tierna serie After Life. Los que dirigen ahora el cotarro, sus inquisidores y su policía, deberían de temer a Gervais. Sus venenosos dardos se atreven con las religiones, el transgénero, la inclusión, el racismo, con tantas cositas intocables. Las convenciones, la ortodoxia y la idiotez satisfecha son sus enemigas. Su talento permanece continuamente en estado de gracia. Yo le amo.

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