Publicidad convertida en lírica y humanismo
Es muy difícil escapar completamente de la ingrata compañía de los anuncios. Ahora se han tornado aún más melifluos y empalagosos
Soy tan idiota o tan soberbio que siempre he creído ser inmune a las ofertas de la publicidad, en la convicción de que las cosas que me gustan no necesitan promoción, que la calidad se justifica por si misma, que huye el mercadeo y de la machacante exhibición pública. La única vez que ese universo me sorprendió fue con la muy inteligente serie Mad Men. Pero supongo que me equivoco. Un ejército de sociólogos, psicólogos e inventores profesionales de mentiras adornadas trabajan en ese fastuoso negocio. O sea, que mi consciente o mi subconsciente deben de sufrir idéntica y masiva comedura de coco.
Suelo apagar la tele (que también es insufrible) cuando aparece la machacona publicidad. Y al no disponer de redes sociales evito que esta me bombardee con mensajes continuos y torturantes, según me cuenta la gente (o sea, todo cristo) que está conectada con ellas. A pesar de mi vade retro a los spots publicitarios, es muy difícil escapar completamente de su ingrata compañía. Y percibo su evolución después de los años sombríos que hemos pasado. Y los que vendrán. En épocas menos convulsas la publicidad se esforzaba en vender poderío, sexo, sueños, seguridad, esas cositas. Pero ahora se ha tornado aún más meliflua, empalagosa, pretende vender lírica y humanismo.
Se apunta estratégicamente a todo lo relacionado con la conciencia cívica y social. No se puede permitir el lujo de ser políticamente incorrecta. No sé si la cargante y todopoderosa policía del pensamiento examina antes los guiones publicitarios. Pero no le hace falta ese asesoramiento moralista. Ya se cubre ella. El empoderamiento, la inclusión, la multiculturalidad, el baboseo ante lo que exige la ortodoxia actual impregna todo su mundo. Nunca va a tener problema con la censura. Y eso: que viva la vida. Y que les compren la mercancía.
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