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La geopolítica de Eurovisión 2022: entre el “voto emocional” a Ucrania y el “chanelazo”

La guerra sitúa como favorito al país invadido por Rusia el año en que España se ve con posibilidades de realizar un gran papel

Los representantes de Ucrania, Kalush Orchestra se encuentran con un grupo de compatriotas ante el recinto Pala Alpitour de Turín (Italy) el miércoles 11 de mayo. Foto: Luca Bruno | Vídeo: EPV
Daniel Verdú

Turín es una ciudad ordenada, silenciosa y demasiado sobria si uno no tiene tiempo ni paciencia para superar su burguesa superficie. Aquí se fundó la Italia unificada y tuvo sede la vieja monarquía de los Saboya. Pero también un reinado moderno, encarnado en los años setenta por Gianni Agnelli, l’Avvocato, patrón de Fiat y último monarca laico. La relevancia de la ciudad es inversamente proporcional a su modesto tamaño, y las únicas aglomeraciones que consienten sus ciudadanos son las que genera un domingo alterno la Juventus. Pero la ciudad piamontesa lleva una semana inmersa en una estridente euforia de luz y coloridos personajes. Eurovisión se celebra hasta el sábado aquí porque el año pasado Måneskin, un grupo de rock romano, ganó el certamen con una potente canción que les llevó por todo el mundo. Italia (tres veces campeona) ayuda también a descifrar un evento que este año sueña con ganar España, pero que las dinámicas de la geopolítica televisiva aconsejarían otorgar a Ucrania.

Eurovisión se construyó en 1956 calcando el molde del Festival de San Remo, que sigue siendo el pasaporte para los italianos que llegan hasta aquí. Pero nunca tuvo el prestigio musical del certamen genovés. Italia ejerció tanta influencia, que incluso se fijó el límite de duración de las canciones en tres minutos por culpa del napolitano Nunzio Gallo y su Corde della mia chitarra, que soltó una paliza tremenda en 1957. El certamen abusó del kitsch y no hubo grandes filtros artísticos —sí políticos— que dieron pie a actuaciones poco ortodoxas que lo convirtieron en un paraíso del freakismo. Sin embargo, sus orígenes como experimento de comunicación europea, cimentados en la reconstrucción del continente tras la II Guerra Mundial, siguen todavía vigentes en un tiempo que se discute sobre las costuras y las ideas de un proyecto en crisis (como lo demuestra la presencia de la europeísima Australia, que el jueves logró pasar a la final con Sheldon Riley, un tipo que lleva la cara cubierta con un velo de perlas a quien hacían bullying en el colegio).

La guerra hoy es otra y los desafíos del artefacto comunitario, muy distintos. La duda, además, es si un evento surgido de los viejos principios catódicos pinta algo en el mundo digital. La respuesta, para descreídos, está en unas audiencias salvajes. Unas 183 millones de personas vieron la final del año pasado en 36 mercados distintos: el evento no deportivo más seguido del mundo.

La invasión a Ucrania excluyó del concurso al agresor —no se le ve muy preocupado por ahora— y reforzó moralmente al agredido. Dicen los expertos —no se pierdan el videoanálisis en este periódico de Lluís Pellicer— que la geopolítica cuenta relativamente en todo este asunto. Y que en caso de victoria ucrania, conviene más bien hablar de “voto emocional”. Pero Kalusch Orchestra, el grupo que propone este año un país martirizado por las bombas, ya era uno de los favoritos antes de que Putin decidiese invadirles. Puro folclore rebozado con ritmos electrónicos y rap. Un tutti frutti sonoro que el viernes entusiasmaba a los eurofans pata negra que viajan cada año —un cocktail sociológico en la que se mezclan miembros de la comunidad gay, del universo freak y colegas con ganas de pegarse una juerga— y que reúne los ingredientes necesarios para que los telespectadores puedan darle una patada en el trasero a Putin desde el sofá de casa con su móvil.

Eurovisión 2023
La representante española en Eurovisión 2022, Chanel. EBU/CORINNE CUMMINNG (Europa Press)

Y maldita guerra. Porque más allá del drama, la vergüenza y la miseria humana, este podía ser también el año en el que España volviese a pintar algo aquí si solo contase lo que se verá en el escenario. La última victoria fue en 1969, con el Vivo cantando de Salomé. Un bis, porque el año anterior había ganado Massiel con el La, la, la. Desde entonces, poco más allá del segundo puesto de Anabel Conde (1992), el cuarto de Sergio Dalma (1991) o el séptimo de Rosa, la de Operación Triunfo. Así que el ambiente en la delegación española, después del éxito del ensayo general del viernes y del runrún favorable a Chanel, es de cierta euforia. Nada extraño tampoco en la particular gestión de las expectativas nacional.

—Tenéis a la mejor. Después de nuestro país, ella es la favorita. No lo dudéis —analiza Anders, un seguidor sueco (su candidata, Cornelia Jakobs, es otra de las favoritas) en el extenuante recinto para fans ubicado en el parque Valentino, junto al Po.

La palabra de moda entre los españoles que han viajado Turín —aquí la frontera entre fans y periodistas es algo difusa— es “chanelazo”. Obviamente, se refiere a la potencial gesta del sábado de la cantante española, que ha crecido exponencialmente desde su contestada victoria en el Benidorm Fest. La gente quería hace unos meses a Rigoberta Bandini o a Tanxugueiras. Pero el éxito modifica percepciones a toda velocidad. Y ahora no hay quien dude de la victoria de una artista trabajadora, que canta y baila estupendamente al son de SloMo, un hit latino que, dicen, debía ser para Jennifer López. La ven arriba las casas de apuestas, que cada día le dan más cuota. Y RTVE, claro, que se ha gastado una importante cantidad del presupuesto público: 637.984,18 euros. La mitad (302.156,84 euros) se destinarán a la retransmisión de Eurovisión 2022 y las tres galas (dos semifinales y la final del sábado). Un dinero que aporta también la dimensión geopolítica de esta edición, en la que se espera, al menos, salir en la foto de los cinco mejores. Chanel cantará en décimo lugar este sábado. Es decir, en la primera parte de la gala. Algo que no suele jugar a favor de los estímulos en la memoria de los votantes.

En Turín, quizá por su propia naturaleza reservada y elegante, no se ven banderas italianas ni grandes eurofans nacionales. El país transalpino, que vivió durante unos años de espalda a este certamen —fue Raffaella Carrà quien se empeñó en relanzarlo en 2008— manda siempre al ganador de San Remo. Y el invento ha hecho que este año vuelva Mahmood, que ganó el certamen hace tres años y quedó segundo en Eurovisión en 2019. Esta vez se presenta junto a Blanco para marcarse una oda al falsete y no apta para diabéticos. Jugar en casa podría ayudar. Pero las posibilidades de éxito se miden aquí también en euros, y las casas de apuestas dan más peso a Reino Unido (quizá algo perjudicada en los últimos años por el Brexit), Suecia, Ucrania y España. El sábado por la noche, sin embargo, le tocará hablar a Europa.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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