Ucrania no son los Sudetes, pero Chamberlain sigue aquí
‘Múnich en vísperas de una guerra’ apela al debate de si podemos apaciguar a los tiranos. Jeremy Irons logra que entiendas las razones del primer ministro británico que cedió ante Hitler. Sus argumentos aún resuenan hoy
Perdón si esto le amarga el desayuno, pero la idea nos ronda a todos. La III Guerra Mundial no es hoy el escenario más probable, pero ¿qué probabilidad le atribuimos? Al menos, la mayor desde la crisis de los misiles en Cuba, en 1962. Es decir, el momento más peligroso en nuestras vidas para una mayoría de la humanidad. No nos hagamos ilusiones: la III Guerra Mundial ya ha comenzado, dice Fiona Hill, que fue consejera de seguridad de EE UU con varios presidentes (el último Trump, con quien acabó mal). Explica Hill, en una entrevista en Politico, que por supuesto que sí esto puede llevar a la devastación nuclear. “Cada vez que piensas de Putin: no, no haría eso, ¿verdad?... Sí, lo haría. Y quiere que lo sepamos”. Demonios, no sabe bien este café.
La trama de Múnich en vísperas de una guerra (en Netflix) se ha vuelto muy actual, porque apela al debate de si podemos apaciguar a los tiranos. La nueva película del alemán Christian Schwochow nos lleva a los acuerdos firmados en Baviera en 1938, por los que Londres y París entregaban a Hitler los Sudetes, en Checoslovaquia, en la creencia ilusa de que eso saciaría el hambre territorial de un Führer crecido, al que acompañaba en la cumbre Mussolini. Praga no tuvo nada que decir, porque ni se la invitó a participar.
El personaje de Hitler, que han encarnado tan buenos actores en el pasado, resulta aquí poco logrado. Sin embargo, brilla mucho Jeremy Irons en la piel de Neville Chamberlain, el primer ministro británico que quedó en la historia como un cobarde. Irons logra meterte en la mente de Chamberlain, que te creas que era preferible un mal pacto que cualquier guerra. Que se podía calmar a la fiera sacrificando una parte de una nación poco relevante, Checoslovaquia, que tardó poco en ser engullida entera. Irons eclipsa a los personajes principales: dos asesores, inglés y alemán, que conspiran para frustrar el pacto, confiados en un plan para desbancar a Hitler. Su escasa discreción es un punto flojo del guion; la esperanza en que caería el dictador en un golpe de palacio era otra vana ilusión que se proyecta al hoy.
Esta vez Europa no traicionará a Ucrania como sí hizo a Checoslovaquia. La UE no asiste pasiva a una agresión militar en su entorno, sino que se ha implicado a fondo en la guerra, en la económica (que es guerra al fin y al cabo) y en la de las armas. Sin embargo, se escuchan voces que remiten a aquel Chamberlain, quien tenía sus razones pero no tenía la razón: son las que apelan a la vía diplomática, cuando la dinamitó el invasor, o que incluso piden abiertamente la rendición de Kiev. Cualquier cosa, por humillante que resulte, dicen, es preferible a la guerra. Tarde: ya estamos en guerra. Como lo estuvieron los checos, antes que todos los demás, a partir de 1938.
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