El placer culpable de la noche electoral
Hace tiempo que las noches de elecciones son para mí fiestas de la democracia en un sentido muy literal
Cuando frecuento los púlpitos de algunos colegas del columnismo siento que me fustigo poco y que no fustigo bastante a los demás. No hago muchos exámenes de conciencia ni me esfuerzo por mejorar mi baja calidad moral. Por ejemplo, tengo mi masculinidad hecha unos zorros, barbuda y sin deconstruir, abronco a mi hijo sin reflexionar sobre las consecuencias devastadoras que mis broncas tendrán en su desarrollo emocional, me alieno en el amor romántico de la monogamia y no he calculado mi huella de carbono. Vivo ajeno a la mayoría de mortificaciones contemporáneas. Como decía Juan Ramón Jiménez: he aprendido a ser sucio, y me parece bien.
Los lectores más despiertos ya habrán intuido que esta columna es una excepción a tanta desidia. Hoy vengo a confesar que me siento culpable por divertirme con la política. Hace tiempo que las noches electorales son para mí fiestas de la democracia en un sentido muy literal. Abro un vino bueno y disfruto de un espectáculo televisivo donde Ferreras reina. Qué tensión, qué plot twists y qué emociones.
Echo de menos los tiempos en que la política era aburrida y los resultados de unas elecciones, recitados como los números de un bingo, inducían el sueño. No lamento el conflicto ni el pluralismo: ni la unidad ni la concordia son necesariamente deseables en una sociedad plural y compleja. Quienes echan de menos grandes mayorías acaban viendo con buenos ojos cualquier partido único. Lo que me desconsuela es que este conflicto y esta pluralidad son estériles, un espectáculo vacuo que bloquea y desgasta la democracia. La noche es emocionante y divertida porque la protagonizan buscavidas sin horizonte, candidatos dispuestos a quemar todas sus naves. Si hubiera en ellos más estrategia y menos táctica, no me lo pasaría tan bien.
Por eso el pactómetro de Ferreras es mi placer culpable, y no Los Bridgerton.
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