El mal era cosa de gente corriente
En ‘La línea invisible’ entendemos que los terroristas no eran monstruos. Tampoco lo eran los de ese entorno social que les cubría, frente al que se levantaron valientes como Jose Mari Calleja
Solo han pasado dos años desde que ETA anunció su disolución, pero 10 desde su último asesinato. Toda una generación, benditos ellos, no ha conocido el tiro en la nuca, las pintadas con una diana, el coche bomba. Pero la amnesia es un error: una encuesta descubrió en 2017 que un 40% de los estudiantes vascos no sabían quién era Miguel Ángel Blanco, ni más de la mitad qué paso en Hipercor.
Ha hecho falta tiempo para que la ficción se adentre en los años de plomo sin la presión que rodeaba este tipo de proyectos. La novela Patria, de Fernando Aramburu, fue el gran fenómeno editorial de 2016 y espera fecha para su estreno como serie de HBO España. Ha llegado antes La línea invisible, producción impecable de Movistar + sobre los primeros etarras que apretaron el gatillo en el convulso año 1968.
Los dos relatos sortean el maniqueísmo de buenos y malos, sin dejar de señalar qué es el mal. Solo así podemos meternos en la mente de Txabi Etxebarrieta (Àlex Monner), un joven empollón con gafas de pasta que renuncia a una beca en Oxford y a una novia estupenda para convertirse en verdugo. El pistolero necesita deshumanizar a su objetivo, verlo como una mera pieza del Estado represor. El acierto de La línea invisible es humanizar a unos y a otros, porque el novato terrorista parecía buen chaval, como tampoco era un monstruo el policía torturador que borda Antonio de la Torre.
Sí, era gente corriente la que causó tanto dolor. Incluidos los que no se manchaban las manos de sangre: esos cómplices en sotana de La línea invisible, o ese vecindario retratado en Patria haciendo el vacío a las víctimas como una segunda condena. Eso sí que era aislamiento social. Frente a ese horror se levantaron valientes como José Mari Calleja. No perdamos la memoria.
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