¿Y si no fuéramos más que loros estocásticos?
ChatGPT es una amenaza en el mundo regulatorio: pone en cuestión el sistema de excelencia basado en la memoria humana y abre puertas a una batalla en los servicios legales sin abogados de por medio
Sé que no se puede empezar un relato con una fecha pero, en este caso, es necesaria la precisión. El 28 de noviembre de 2022 acudí a una jornada sobre la aplicación de la tecnología al mundo jurídico invitada por mi amiga Laura. Me dijo “Te dejo un corner y habla de lo que te dé la gana. La única condición es que te vengas sin ordenador”. Como buena madrileña, me apunto a un bombardeo con dos de pipas así que le pedí que me contara lo que era un corner (resultó ser una esquina en la que vender el conocimiento como el que da a oler un perfume) y cuáles eran los temas hiperinnovadores sobre los que se iba a hablar: Kanban, procesos, brainstorming con improv cards, Linkedin Legal Selling, customer journey y cosas así. Seguía sin saber muy bien qué hacer entre tanta propuesta anglosajona. Laura me indicó que podía hablar de mis grandes errores o de una historia de superación. La primera propuesta me resultó inabarcable y la segunda una cursilada, pero me puso en la pista de qué elegir. Recordé los tuits que demostraban que GPT escribía mejores crónicas futbolísticas que Rajoy o los de escritores y guionistas que no salían de su asombro con esta herramienta. Así que propuse hacer algo que no le interesaba a nadie excepto a mí: contar mi experiencia desprejuiciada usando GPT para redactar textos legales. Engañé a otra amiga, Maite, con la que compartí un momento de cercanía como si fuera una pieza de microteatro. A pesar de montar una presentación a lo Pimpinela (Maite era la prudente y yo la tecno entusiasta), no tuvimos una gran aceptación. En los momentos de mayor tensión dramática, no llegamos a cinco personas, y ello a pesar de que el resultado del experimento fue mucho mejor del que aventuraba cuando propuse el tema. El Playground de GPT en su versión 3 de entonces, usando como motor Davinci, arrojó algún contrato de arrendamiento razonablemente decente (incluso con un cierto humor y contexto), alguna demanda lamentable, pero contratos y textos legales en inglés absolutamente formidables. Era la primera vez en el mundo legal que una inteligencia artificial nos hablaba en español. Todos los productos de pago disponibles son anglosajones y requerían, hasta ahora, un esfuerzo no remunerado de entrenamiento que estaba muy por encima del rendimiento que se le sacaba. La barrera del idioma y de un sistema legal diferente nos venía protegiendo del asalto tecnológico a la profesión de abogado. Comprendí que esa ventaja se había acabado.
Concluí desde esa esquina diminuta del mundo que la IA generativa, barata, accesible y de calidad en español iba a cambiar el mundo legal a medio plazo y me fui a un concierto de música clásica. Como diría un buen titular clickbait, “lo que pasó a continuación te sorprenderá”.
Dos días, dos, tras nuestra performance, OpenIA lanzó ChatGPT y no ha pasado una jornada desde entonces en que no se celebren, al menos, un evento -webinar-café con pastas legal en el que se trate de los retos, amenazas y oportunidades de GPT para el mundo jurídico. Sin mencionar los millones de mensajes, artículos, tuits y experiencias de charla con este bot inteligente, coronado con la inquietante experiencia del pasado mes de febrero de la integración de GPT en su versión 4 con el buscador de Microsoft, Bing, a quien los periodistas convirtieron en una IA aterradora y egomaniaca al estilo HAL de “2001: una odisea del espacio”. ChatGPT fue portada del Time y las IA generativas han convertido, quien lo hubiera dicho, a Microsoft en el incumbente, el moderno, en el mercado de los buscadores frente a la consolidada Google, quien, apresurada por los acontecimientos, anunció su propia versión, Bard que se estrenó equivocándose estrepitosamente en la contestación que se utilizó como publicidad. Mal comienzo para su IA y sus sistemas internos de revisión, que llevó al hundimiento en la cotización de Google por la metedura de pata. El penúltimo capítulo de esta carrera loca fue la presentación de GPT4 a principios de marzo con nuevas capacidades, como generar una web solo “leyendo” un dibujo a lápiz o combinar texto con imágenes. Para seguir disimulando que son una empresa que dejó la filantropía para busca el beneficio, OpenAI publicó un paper con todas las novedades que se asemejaba más a un folleto publicitario que a un texto científico.
De este hype saco varias conclusiones. La primera, que soy una visionaria que jamás sacará partido de sus visiones. Y la segunda, que somos un desastre en predecir los tsunamis a pesar de que se lleven anunciando desde hace años. OpenAI, la dueña de Generative Pre-trained Transformer, GPT, se fundó en 2015 como una entidad sin ánimo de lucro que dejó de serlo cuando Microsoft la sacó de la miseria (consumía dinero como una locomotora carbón). Precisamente este consumo de recursos, junto con resultados mediocres, puso en cuestión su viabilidad y en nosotros la duda de si este escenario frenético iba a ser posible a corto plazo. Pero, como todos sabemos, lo ha sido. Que haya pillado a todo el mundo en un guindo resulta sorprendente, pero que Google con sus recursos estuviera en lo más copudo de una higuera, dice mucho de este efecto tsunami de las tecnologías de cocción lenta pero de impacto crítico. Por mucho que lo queramos, nos cuesta ponernos en eventos improbables sobre todo si son contrarios a nuestro negocio.
Volviendo al mundo legal, en este plazo, además de animar numerosas tertulias, GPT3 aprobó raspando el examen de acceso a la abogacía de EEUU (aunque lo clavó en su versión GPT4), uno de los más exigentes, del mundo y ya se ha usado en la redacción de sentencias. Para mí, esto se queda en la anécdota. Por lo pronto, el acceso no solo a bases de datos extensas sino a una interpretación correlacionada y en lenguaje natural pone en cuestión nuestro sistema de excelencia basado en la memoria, desde la propia carrera hasta el sistema de oposición a los cuerpos superiores del estado. Pero es que, además, GPT tiene una API, un conector universal, que nos permite “colocar” esta IA detrás de cualquier servicio, desde un blog de WordPress hasta un sistema automático de consultas legales. Sé que me dirán que comete aún muchos errores, pero es que GPT, la herramienta no el chat, permite ser entrenado con un repositorio de información propio (finetuning), por una ridiculez de precio y con una barrera técnica inexistente si se hace usando alguno de los servicios de Microsoft. Puedo convertir a GPT, mi web o mi aplicación, en un experto en divorcios y dejarle que redacte las demandas con la mínima supervisión. El despacho galáctico al alcance de cualquiera, incluso de los que no son abogados. La apertura salvaje de los servicios legales sin abogados de por medio. Los abogados, con suerte, nos convertiremos en la interfaz humana de las IAs, que solo tendrán quien se lo pueda permitir. Una sociedad dividida en dos clases: los que se puedan pagar la privacidad, la seguridad y el trato con un humano, y los que no. Y, hasta aquí, mi predicción de hoy.
Los que conocen las tripas de estos sistemas, como los magos que saben el truco, no salen de su asombro. Para ellos, no es más que un sistema relacional, unos loros estocásticos que sueltan palabras correlacionadas sin entender lo que dicen. La pregunta es que si un loro es capaz de sustituir de manera eficaz una parte importante de la labor de los abogados, ¿qué dice eso de nosotros?
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