Enganchados a TikTok: la maldición de la curiosidad nunca satisfecha
La lucha postmoderna y tecnificada contra el aburrimiento no es más que un síntoma de la angustia que nuestra vida nos genera a la que alimentamos con hiperactividad
Tras pasar un fin de semana en paisaje idílico en un centro de pensamiento de alto rendimiento, he llegado a la incómoda conclusión de que me opino encima. Me doy cuenta de que vivo con la maldición de la curiosidad que no se ve nunca satisfecha y de la necesidad de entender qué es lo que pasa y por qué. Una de las fuentes de mi confusión es el valor, positivo o negativo, que se le da al aburrimiento en los tiempos de la hiperconectividad hipervitaminada y el impacto que tiene el aburrimiento crónico en la flojera que llevamos todos encima. Tras mucha lectura y, por qué no decirlo, algún momento de aburrimiento mortal, he comprobado que hay varias líneas de pensamiento. Una, a la que pertenece mi educación formada en el espíritu de los rigores del XIX, las duchas frías y la sobriedad, contempla el aburrimiento como esa manzana que nos tienta y nos arrastra a la molicie, la falta de decoro y, en fin, la suciedad física y moral. Ya saben el dicho “cuando el diablo no tiene qué hacer, con el rabo mata moscas”. Otra que cree que es necesaria la nada del aburrimiento para ser más creativos, menos adictos, menos dóciles en definitiva. Luigi Amara, autor de La escuela del aburrimiento, es de los que receta una sesión intensiva de aburrimiento frente a una modernidad que no calla, que nos alimenta con el soma de la pantalla, el trabajo inagotable y los estados de conciencia alterados. Amara, tras tener su momento Montaigne que ya no es recluirse en una torre a pensar, sino desconectarse de cualquier cacharrito con pantalla y sin ella, se va a seguir aburriéndose a Las Vegas rodeado de ruido y soledad. A raíz de este ejercicio, Amara propone La Internacional Bostezante, que no deja de recordarme a esos juegos florares que tanto gustan a los intelectualoides diletantes que se pueden permitir el bostezo.
No puedo dejar de pensar, sin embargo, en el aburrimiento como una irregularidad, un estado que te corroe. Me cuesta creer que tras el tedio, el spleen, o l’ennui se encuentre ese estado feliz de no hacer nada mientras se disfruta de la vida. El aburrimiento supone un rozamiento con la realidad como ha establecido la profesora Josefa Ros Velasco, fundadora de la Sociedad Internacional de Estudios sobre el Aburrimiento (International Society of Boredom Studies). Según la definición que incluye en unos de los papers de esa asociación, el aburrimiento es “una emoción funcional con componentes atencionales (”¿puedo concentrarme?”) y de significado (“¿quiero hacerlo?”) [...] que se experimenta cuando las personas se sienten incapaces o no quieren comprometerse cognitivamente con su actividad actual”. Como todo en la vida, puede ser un “me aburro” de nuestra infancia, que se soluciona jugando, o un “aburrimiento profundo” o “aburrimiento complejo” que conlleva un sufrimiento individual y social resultado de un entorno particular que se prolonga en el tiempo.
Este es el aburrimiento que me obsesiona y el que nos galvaniza frente a la desgracia desactivándonos como ciudadanos y convirtiéndonos en consumidores individualistas un poquito yonquis. La lucha contra el aburrimiento es, pues, la lucha contra esa desazón que nos produce una vida que no se ajusta a lo que esperábamos, a lo que nos habían prometido. El silencio y la desconexión, estar “aburridos”, nos enfrenta a ese desequilibrio, ese agujero negro que nos habita y que necesitamos alimentar a ver si se cierra. Pero no, el agujero de nuestra angustia colectiva es como los cósmicos, nunca se dan por satisfechos, engullen toda la energía que les circunda y solo devuelven oscuridad.
La lucha postmoderna y tecnificada contra el aburrimiento no es más que un síntoma de la angustia que nuestra vida nos genera a la que alimentamos con hiperactividad en la esperanza de que, una vez saciada, se calle y nos deje descansar en paz por al menos un momento. Pero no se calla y alimentarla es tan agotador que nos anula como seres pensantes y como ciudadanos activos capaces de enfrentarnos a los mismos problemas que nos causan la angustia a la que narcotizamos con tanta actividad. El aburrimiento como desajuste, como la evitación del momento de silencio en que nos veríamos obligados a enfrentarnos a los males de nuestro tiempo, es, a la vez causa y efecto. Huimos de él para caer en él solo que un poco más cansados, menos críticos y más atontados. Y con una reputación social intachable por no parar de hacer cosas, ya que la molicie, como nos han enseñado, es el origen de todos los pecados.
Así pues, Ros Velasco en La enfermedad del aburrimiento da en el clavo de por qué el aburrimiento, como síntoma, debería de alertarnos: “De su padecimiento emana la creatividad humana y también resultan los peores monstruos. Su vivencia es patológica hasta el extremo de atribuirse a la enfermedad. Sin embargo, el aburrimiento no es más que un síntoma. Su misión es alertarnos de que la relación con el entorno está dañada”.
El soma de los vídeos encadenados que TikTok nos sirve para que no tengamos ni que elegir con qué drogar a la bestia nos insensibiliza a la temperatura hasta que no notemos que nos hemos torrefactado. Nos encadenamos a ellos de manera voluntaria como remeros esclavos de la galera que es el nuevo capitalismo, el de la venta de futuros comportamientos que Zuboff describe de manera tan precisa en su libro La era del capitalismo de vigilancia. Nos quieren siempre aburridos, siempre conectados, produciendo datos como un hámster en su rueda infinita, dando scroll sin parar hasta conseguir la indignación que nos saca del agujero negro del bostezo para lanzarnos de nuevo a él.
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