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La ilusión de Silicon Valley

Ante el puñado de empresas californianas que están transformando el mundo a su antojo emerge un coro de voces que alerta del lado oscuro de la revolución digital

Sede central de Oracle en Silicon Valley, California.
Sede central de Oracle en Silicon Valley, California. Javier Martín

Silicon Valley, conjunto monótono de centros comerciales, parques empresariales y complejos de comida rápida, no parece un núcleo cultural, y, sin embargo, en eso precisamente se ha convertido. En los últimos 20 años, desde el mismo momento en que la empresa tecnológica estadounidense Netscape comercializó el navegador inventado por el visionario inglés Tim Berners-Lee, el Valle del silicio se ha ocupado de remodelar Estados Unidos y gran parte del mundo a su imagen y semejanza. Ha dado un vuelco a la manera de trabajar de los medios de comunicación, ha cambiado la forma de conversar de las personas y ha reescrito las reglas de realización, venta y valoración de las obras de arte y otros trabajos relacionados con el intelecto.

De buen grado, la mayoría de la gente ha ido otorgando un creciente poder al sector tecnológico sobre sus mentes y sus vidas. Al fin y al cabo, los ordenadores e Internet son útiles y divertidos, y los empresarios y los ingenieros se han empleado a fondo en inventar nuevas maneras de hacer que disfrutemos de los placeres, beneficios y ventajas prácticas de la revolución tecnológica, por lo general sin tener que pagar por ese privilegio. Mil millones de habitantes del planeta usan Facebook cada día. Alrededor de 2.000 millones llevan consigo un teléfono inteligente a todas partes y suelen echar un vistazo al dispositivo cada pocos minutos durante el tiempo que pasan despiertos. Las cifras subrayan lo que ya sabemos: ansiamos las dádivas de Silicon Valley. Compramos en Amazon, viajamos con Uber, bailamos con Spotify y hablamos por WhatsApp y Twitter.

Una oleada de artículos recientes da a entender que tras la retórica sobre el empoderamiento personal y la democratización se esconde una realidad que puede ser explotadora, manipuladora y hasta misántropa

Pero las dudas sobre la llamada revolución digital van en aumento. La luminosa visión que la gente tenía del famoso valle se ha ensombrecido incluso en Estados Unidos, un país de forofos de los aparatos tecnológicos. Una oleada de artículos recientes, aparecidos a raíz de las revelaciones de Edward Snowden sobre la vigilancia en Internet por parte de los servicios secretos, ha empañado la imagen brillante y benévola que los consumidores tenían del sector informático. Dan a entender que tras la retórica sobre el empoderamiento personal y la democratización se esconde una realidad que puede ser explotadora, manipuladora y hasta misántropa.

Las investigaciones periodísticas han encontrado pruebas de que en los almacenes y las oficinas de Amazon, así como en las fábricas asiáticas de ordenadores, se trabaja en condiciones abusivas. Han descubierto que Facebook lleva a cabo experimentos clandestinos para evaluar los efectos psiclógicos en sus usuarios manipulando el “contenido emocional” de los post y las noticias sugeridas. Los análisis económicos de las llamadas empresas de servicios compartidos, como Uber y Airbnb, indican que, si bien proporcionan beneficios a los inversores privados, es posible que estén empobreciendo a las comunidades en las que operan. Libros como el de Astra Taylor The People’s Platform [La plataforma del pueblo], publicado en 2014, muestran que seguramente Internet está agudizando las desigualdades económicas y sociales en vez de poniéndoles remedio.

Las incertidumbres políticas y económicas ligadas a los efectos del poder de Silicon Valley van a más, al tiempo que el impacto cultural de los medios de comunicación digitales se somete a una severa reevaluación. Prestigiosos literatos e intelectuales, entre ellos el premio Nobel peruano Mario Vargas Llosa y el novelista estado­unidense Jonathan Franzen, presentan a Internet como causa y síntoma de la homogeneización y la trivialización de la cultura. A principios de este año, el editor y crítico social Leon Wieseltier publicaba en The New York Times una enérgica condena del “tecnologicismo” en la que sostenía que los “gánsteres” empresariales y los filisteos tecnófilos han incautado la cultura. “A medida que aumenta la frecuencia de la expresión, su fuerza disminuye”, decía, y “el debate cultural está siendo absorbido sin cesar por el debate empresarial”.

Las herramientas de la era digital engendran una cultura de distracción y dependencia, una subordinación irreflexiva que acaba por restringir los horizontes de la gente 

También en el plano personal se están multiplicando las inquietudes por nuestra obsesión con los artilugios suministradores de datos. En varios estudios recientes, los científicos han empezado a vincular algunas pérdidas de memoria y empatía con el uso de ordenadores y de Internet y están encontrando nuevas pruebas que corroboran descubrimientos anteriores según los cuales las distracciones del mundo digital pueden entorpecer nuestras percepciones y nuestros juicios. Cuando lo trivial nos invade, parece que perdemos el control de lo esencial. En Reclaiming Conversation [Recuperar la conversación], su controvertido nuevo libro, Sherry Turkle, catedrática del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), expone cómo una dependencia excesiva de las redes sociales y de los sistemas de mensajería electrónica puede empobrecer nuestras conversaciones e incluso nuestras relaciones. Sustituimos la intimidad real por la simulada.

Cuando examinamos más de cerca el credo de Silicon Valley, descubrimos su incoherencia básica. Es una filosofía quimérica que engloba una torpe amalgama de creencias, entre ellas la fe neoliberal en el libre mercado, la confianza maoísta en el colectivismo, la desconfianza libertaria en la sociedad y la creencia evangélica en un paraíso venidero. Ahora bien, lo que de verdad motiva a Silicon Valley tiene muy poco que ver con la ideología y casi todo con la forma de pensar de un adolescente. La veneración del sector tecnológico por la disrupción se asemeja a la afición de un adolescente por romper cosas, sin reparos incluso si ello tiene las peores consecuencias posibles.

Poner en duda Silicon Valley no es oponerse a la tecnología. Es pedir más a nuestros tecnólogos, a nuestras herramientas, a nosotros mismos. Es situar la tecnología en el plano humano que le corresponde

Por tanto, no es de extrañar que cada vez más gente contemple con mirada crítica y escéptica el legado del sector. A pesar de proliferar, los detractores siguen, no obstante, constituyendo una minoría. La fe de la sociedad en la tecnología como panacea para los males sociales e individuales todavía es firme, y sigue habiendo una gran resistencia a cualquier cuestionamiento de Silicon Valley y de sus productos. Aun hoy se suele despachar a los detractores de la revolución digital calificándolos de nostálgicos retrógrados o de luditas y tachándolos de “antitecnológicos”.

Tales acusaciones muestran lo distorsionada que ha llegado a estar la visión predominante de la tecnología. Al confundir su avance con el progreso social, hemos sacrificado nuestra capacidad de ver la tecnología con claridad y de diferenciar sus efectos. En el mejor de los casos, la innovación tecnológica nos facilita nuevas herramientas para ampliar nuestras aptitudes, centrar nuestro pensamiento y ejercer nuestra creatividad; expande las posibilidades humanas y el poder de acción individual. Pero, con demasiada frecuencia, las tecnologías que promulga Silicon Valley tienen el efecto contrario. Las herramientas de la era digital engendran una cultura de distracción y dependencia, una subordinación irreflexiva que acaba por restringir los horizontes de la gente en lugar de ensancharlos.

Poner en duda Silicon Valley no es oponerse a la tecnología. Es pedir más a nuestros tecnólogos, a nuestras herramientas, a nosotros mismos. Es situar la tecnología en el plano humano que le corresponde. Visto retrospectivamente, nos equivocamos al ceder tanto poder sobre nuestra cultura y nuestra vida cotidiana a un puñado de grandes empresas de la Costa Oeste de Estados Unidos. Ha llegado el momento de enmendar el error.

Nicholas Carr escribe sobre tecnología y cultura. Es autor de Superficiales, ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes? y, más recientemente, Atrapados: cómo las máquinas se apoderan de nuestras mentes. Traducción de News Clips.

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