Un Fortnite sin armas o el diario de una psicóloga
La terapia con cascos, las enfermeras desplazadas, amantes separados, un empleado de funeraria y una terrible pérdida son los cinco testimonios seleccionados hoy por EL PAÍS
Me pongo los auriculares con diadema exigidos para la tarea. Parezco un adolescente ante la pantalla con un videojuego. Sin embargo mis ojeras delatan que ya no tengo 15 años, y la página de EL PAÍS abierta en otra ventana me recuerda que esto de juego no tiene nada. Podría ser una especie de Fornite sin armas, un FIFA jugado sin balón, ni público, ni portería. Son las diez de la mañana del viernes 27 de marzo, no sé ya qué número de día de confinamiento. Es la hora de hacer un intento de ser parte activa por un rato. Activa a medias, claro, los que están en la trinchera lo saben bien. Yo solo arriesgo mis emociones, llevo días preparando el momento de la mejor manera que sé: llenándome de amor, para cuando el sufrimiento ajeno me sea relatado, tirar de los recursos por los que elegí compartir mi vida. Un llenado de amor para enfrentar el dolor de otros, que hoy, más que nunca, sienten muy parecido a sus vecinos que aplauden.
Despliego la pestaña de agente, selecciono modo activo, mi icono sin rostro se torna verde. Psico-300 está disponible para recibir llamadas. Ajusto el micro de diadema que tanta gracia les hace a mis hijos. Toso levemente, el sonido del infierno estos días.
Suena un pitido, tengo seleccionada la opción de auto descolgar. Buenos días ¿con quién hablo? Y aquí empieza mi día: 14 horas atendiendo como psicóloga el teléfono de emergencias facilitado por el Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid.
Es mi primer día y mi escritorio está rodeado de folios de colores con letras mayúsculas escritas en fosforito. El folio morado con letras amarillo chillón contiene el ”Protocolo para niños”. Debemos darles información, no ocultársela. Lo principal es que no nos vean nerviosos. Si en casa las cosas andan bien (¿qué coño es andar bien ahora?) los más pequeños estarán tranquilos. Es importante darles espacios propios, con turnos de una hora en el salón para cada miembro, por ejemplo, y sobre todo dar espacio a sus emociones a flor de piel, como las de los que ya somos grandes. Facilitarles las preguntas, no sobreexponerles a los medios de comunicación (consejo para todas las generaciones) y que intenten mantener las rutinas de deberes y clases, comida y descanso. Se recomienda imperiosamente el ejercicio físico. En cuanto a las normas de higiene, que se lavan las manos durante un minuto (pueden cantar una canción de esa duración mientras frotan sus pequeños dedos). Una madre de un niño me dice que su hijo hace cabañas por la casa con todo lo que encuentra. Es una buena señal, le digo, un niño necesita otros mundos aparte de sus padres, si su hijo está siendo creativo, siéntase aliviada.
Colgado en la pared frente a mi ordenador, el folio color verde con letras azul cielo reza: “Protocolo para personas mayores”. Un señor me llama preocupado, no sabe si puede salir de su casa en coche a buscar la comida que su hijo le ha preparado. Tiene problemas de corazón, diabetes y 85 años. Es vulnerable, pero su hijo no puede llevarle la comida: “En el trabajo no le dejan ausentarse”, me comenta. Trabajamos en un plan para que un amigo le acerque la comida. “Mil gracias, doctora, ¿cree que la tos que tengo puede ser del virus chino ese?”, seguidamente tose para que le escuche. Lo siento pero no soy doctora, vigile sus síntomas y sobre todo tómese la temperatura, en caso de tener fiebre llame a su centro de salud. “Gracias bonita, llevaba dos días comiendo de latas”, se despide.
Mi mesa rodeada de colores alegres contrasta con las llamadas de desesperación de personas de todos los rincones de España. Ahora llama Marga, desde San Sebastián. “Hola doctora". No soy doctora, perdone. "Cuando empezó todo, me echaron de mi trabajo. Soy limpiadora en casas particulares, me tenían en negro y me mandaron a casa, llevo toda la semana comiendo solo una vez al día, me queda un paquete de lentejas y medio de judías pintas”, suena un sollozo. “Mi hija vive a 40 kilómetros y no me puede ayudar, a ella también la echaron del trabajo y tiene una niña pequeña, no quiero preocuparla”. Cojo el papel rosa con letras en fucsia (la palabra soledad escrita en colores cursis suena menos dolorosa) cuyo encabezado dice: “Protocolo para personas solas”. Animo a Marga a que entable relación con sus vecinos, en el rellano, alrededor de la manzana (punto número uno común a todos los protocolos: apoyarnos en otros), pensamos juntas en quién puede ayudarla ahora. "Claro en la parroquia”, acierta a decirme mientras le dicto el teléfono de una ONG cercana. Bendita tecnología, aunque preferiría quitarle la amargura a Marga con un abrazo.
Me llaman personas con ansiedad ante el teletrabajo, folio gris con letras rojas, “Protocolo para personas con ansiedad”: detectamos pensamientos irracionales y catastróficos, los sustituimos por los que calman y por la autocompasión. Otros me cuentan sus síntomas médicos, les explico que no soy doctora y acaban hablándome de su tristeza. Cuidado con personas con enfermedades mentales previas, folio rojo y letras en negro: necesitan centrarse en el día a día y tener a los suyos cerca, diseñamos horarios para que la rutina les acompañe un poco. Miro a ratos el puto folio color blanco escrito con letras verde flúor, el que más me duele, del que temo tener que echar mano: “Protocolo para familiares en duelo”. Aquí no queda otra que escuchar, escuchar y escuchar. Arroparles, entenderles, darles tiempo, los suspiros parecerán horas, su llanto saldrá de las entrañas. Hoy no he tenido que usarlo, mañana ya veremos.
Suena el teléfono por última vez, ya es día 28 de marzo, son las doce y trece minutos. Es un señor de Cádiz y tiene una idea brillante para acabar con todo esto: “Sabe usted, doctora". Soy psicóloga. "Bueno da igual, doctora. Llevo todo el día pensando y tengo que soltar mi idea. ¿Por qué no ponemos túneles de lavado como los de los coches y lo atraviesan las personas mientras las pulverizamos con lejía?“. Claro señor, gracias por su aportación, ¿le puedo ayudar en algo más? “Sí, doctora, dígale a todos los que le llamen que no pierdan el sentido del humor”. Gracias, señor, es lo mejor que he escuchado en todo el día, buenas noches.
*Todos los nombres son ficticios para preservar la intimidad de los consultantes.
Las enfermeras que nos fuimos
Marivi Haro Matas / París
Hace ya más de una década que nos fuimos. Paradójicamente, por aquel entonces, sabíamos que integrábamos un modelo de sanidad pública referente en el mundo. La calidad de nuestra formación, universitaria desde principios de los años 80, era una buena prueba de ello. Sin embargo, no había sitio para todas. Teníamos que irnos lejos de casa si queríamos trabajar. Muchas cruzamos la frontera, la mayoría volvieron al poco tiempo. Nadie nos avisó del choque profesional que supondría adaptarse a un nuevo sistema, de lo que suponía aprender un idioma trabajando o adherirse en una cultura médica desconocida, en muchos casos, más jerarquizada. Fuera nadie sabía que nuestro modelo de sanidad publica era bueno, muy bueno. En el extranjero me di cuenta que la precariedad siguió acompañándonos como una realidad indeleble a la enfermera, con otras formas, en otros teatros sociales, con personajes nuevos que me recordaban curiosamente a los mismos de siempre. Seguíamos siendo las mismas, las que cuidamos a pesar de todo, a pesar de nosotras, en cualquier lugar.
Desde el día en que empecé a trabajar, siendo una joven enfermera sustituta de a penas 21 años, supe que bajo ninguna adversidad podríamos parar de hacerlo. Sería inconcebible dejar a su suerte a los pacientes en la UCI, dejar de asistir a los pacientes con peritonitis, no dar la medicación a nuestros mayores o negarnos a participar en una cesárea urgente. Al mismo tiempo comprendí que la reivindicación de los derechos de las enfermeras y de los cuidados jamás podrían formar parte de una proposición política, partidista. La praxis enfermera está anclada sobre derechos universales, principalmente en el de “justicia social”, lo que la convierte en innegociable. Según la antropóloga Margaret Mead, los cuidados dispensados por las madres son la esencia de toda sociedad y de su cultura. Según Penny Spikins, deberíamos remontarnos hasta el Homo neanderthalensis para hallar su origen. Estos dos argumentos se articulan dejándonos entrever que a fin de cuentas es el cuidado aquello que nos humanizó y continúa humanizándonos a través de la cultura y la mujer.
La actual crisis del coronavirus ha demostrado no tener fronteras, no saber de clases sociales ni de la fragilidad anunciada por los servicios de asistencia pública desde hacía años. Su magnitud está vinculada a una crisis institucional crónica y profunda, manoseada por políticas ciegas a la realidad social de quienes vivimos reivindicando lo mismo de siempre, lo básico. Al mismo tiempo, el proyecto europeo ha demostrado que su centralismo ha servido de poco ante la solidaridad transfronteriza que exige una pandemia. Ahora sabemos que en España no tenemos la mejor sanidad y que de hecho hace mucho tiempo que dejo de serlo. Nuestro sistema sanitario fue carcomido silenciosamente por políticas neoliberales globalizantes, al igual que aquí, en Francia.
Como muchas enfermeras en París integré voluntariamente un servicio de cuidados continuos en la actual pandemia del coronavirus. Nunca trabajé en dicho servicio, en una clínica requisicionada por el Estado que yo no conocía, pero acepté, a pesar de mi inexperiencia y de unas condiciones de trabajo confusas. Aquí también padecimos la incertidumbre de seguir instrucciones imprecisas en el aislamiento de pacientes infectados, de trabajar con un número reducido de mascarillas, de acumular un exceso de trabajo y de llegar a casa sin haber subido un test de despistaje. Aplausos, sí también recibimos, a las 8.00 de la tarde. Compañeras ingresadas en cuidados intensivos, sí, también tuvimos, también tenemos. Como si de un juego de espejos se tratara, parece ser que nuestro reflejo se calcó con el de nuestras compañeras enfermeras en la frontera, como sombras de un mismo reloj de sol.
Gran parte de las enfermeras que trabajamos en ese servicio parisino vinimos de fuera. Éramos retratos vivientes de antiguas historias poscoloniales y de otras supremacías más recientes. Muchos de nuestros pacientes eran también de origen extranjero al igual que el virus que les infectaba. Nos convertimos sin darnos cuenta en protagonistas de uno de los últimos capítulos de la historia de globalización. Sin duda, con el actual cierre de las fronteras, el surgimiento de la “cultura de la máscara” y el impacto social del confinamiento, hablar de postglobalización parece cobrar sentido, al igual que el volver a hablar de la importancia del cuidado, de la justicia social y de cohesión política. Muchos sociólogos y economistas afirman que después de una crisis una revolución la sucede. Hoy esperamos que esta revolución se produzca y permita, entre otras cosas, cuidar sin precariedad... volver a casa.
“Meterle en la residencia fue condenarle a muerte”
Manuel Ortiz Ramírez / Torrejón de Ardoz
Mi padre de 87 años de edad sufrió un ictus a finales de enero de este año. Después de un duro mes entre el hospital de La Paz y el de Torrejón de Ardoz le dieron el alta a finales de febrero, justo unos días después de empezar a escuchar que habían aparecido algunos casos de covid-19 en el hospital de Torrejón. Lo trasladamos a la mejor residencia de la tercera edad de Torrejón que había (Amavir) y una semana más tarde, cuando todavía estábamos adaptándonos al nuevo entorno se cerraron los centros de la tercera edad por orden de la Comunidad de Madrid. No volvimos a verlo más, y lo peor fue que nos dijeron a diario que estaba bien hasta el 3 de abril, que nos llamaron para decir que había fallecido. ¿Qué motivo pudo haber para engañarnos de esa manera?
Nos horroriza pensar en la soledad que tuvo que sentir mi padre en sus últimos momentos, en lo triste que es morir solo en una cama de un sitio desconocido, sin haber recibido el cariño de sus hijos aunque fuera por videoconferencia. En el miedo que debe sentir, por si mismo y por la gente que quiere, alguien que escucha que hay un virus que está matando gente por todo el mundo. Quien nos iba a decir que meterte en esa residencia sería condenarte a muerte.
Estés donde estés, te queremos y te echaremos de menos. Adiós papá.
“A veces me llama cuando baja la basura”
Diego González Lara / Espartinas
No la veo desde el 7 de marzo. Soy su amante. Teníamos reservado un hotel para pasar juntos el fin de semana y empezó todo, no pudo ser.
Ella por el trabajo no veía mucho a su pareja, tras muchos intentos por su parte de dejar esa relación para seguir con nuestra historia, ahora iban a pasar el confinamiento juntos: mañana, tarde y noche.
Creo que lo he digerido a base de mirar a otro lado, pero me sigue pesando. Al principio pensamos que serían un par de semanas, cada prórroga me partía por la mitad. Me daba igual mi trabajo, no me importaba mi economía, pasaba de virus, de contagiados y fallecidos como si eso no fuera conmigo, estaba rabioso. El único enfermo que me afectaba era mi amor, ese amor que si ya era difícil antes de la cuarentena, ahora se tornaba un calvario. Cerraba los ojos y la veía con él, a todas horas. ¿Puede un amante sentir celos? Sí, rotundamente, sí. Ella y yo somos perfectos juntos, pero no sabemos estar separados porque chatear nunca logrará sustituir a los besos.
La echo de menos, necesito abrazarla y decirle que sigo aquí, hablarle mirándola a los ojos, aunque lleve mascarilla...nosotros que jamás usamos protección, ¡qué sinsentido!
Con los datos de hoy sé que no la veré hasta finales de junio, lo único que me calma es pensar que si la he esperado toda mi vida puedo esperar un poco más. Creo que no soy el único que jamás imaginó que una pandemia mundial pondría en jaque su vida amorosa. Este virus no entraba en mis planes, así que cuando todo pase me tocará hacer recuento de las bajas emocionales: pudo elegir pasar la cuarentena conmigo y no lo hizo. Sin embargo, el mejor momento del día es ese en el que suena su mensaje de buenos días. A veces me llama cuando sale a tirar la basura, la simbología puede sonar cruel, pero así es el amor, nos quita y nos da, es algo invisible capaz de hacernos sentir enfermos, capaz de dejarnos paralizados ...y lo es, casi tanto y, curiosamente, como lo es este maldito virus.
El silencio del tanatorio
Andrés la Rosa Vicente / Cartagena
Trabajo en servicios funerarios y en mis 35 años de profesion jamas había vivido una situación así. El silencio del tanatorio. Nosotros los trabajadores hicimos todo lo posible para que esa soledad fuera más llevadera, dejábamos que tres familiares (el máximo permitido) se pudieran despedir y tuvieran un responso digno. A veces nos dicen: vosotros ya estáis acostumbrados. Pero, no. Nunca te acostumbras a esto. Han sido unos días muy difíciles, pero solo nos queda la comprensión de las familias y las gracias que nos daban por hacer nuestro trabajo lo mejor posible. Mucho ánimo, cariño y comprensión para todos. DEP.
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