Lecciones de Portugal: ascenso y caída de las universidades privadas sin solvencia académica
El Gobierno luso impuso evaluaciones rigurosas para acabar con decenas de instituciones abiertas tras años de descontrol


De las variadas polémicas que envolvieron a universidades privadas en Portugal en las últimas décadas, hay una que sigue causando sorna: la licenciatura en ingeniería civil que obtuvo en 1996 el ex primer ministro socialista José Sócrates en la Universidad Independiente. La Fiscalía declaró ilegal la finalización de su curso en 2015, aunque renunció a pedir la anulación del título. No sería esta la mayor de las preocupaciones para Sócrates ni para la universidad.
El ex primer ministro, que pasó nueve meses en prisión preventiva, es juzgado estos días en Lisboa por 22 delitos de corrupción, blanqueo de capitales y fraude fiscal, que nada tienen que ver con el dudoso título si no con sus decisiones al frente del Gobierno entre 2005 y 2011. Por su parte, la Universidad Independiente, que llegó a impartir 14 licenciaturas, ya no existe. El Ministerio de Ciencia, Tecnología y Enseñanza Superior ordenó su cierre en 2007 después de que un informe oficial concluyese que no poseía ”las condiciones mínimas exigidas por la ley para continuar declarada como institución de interés público”. Un antiguo vicerrector y otros altos cargos ingresaron en prisión preventiva y más tarde fueron condenados por falsificación de documentos y fraude fiscal.
El caso de la Universidad Independiente, más cercano al suceso que a coyunturas académicas, fue una anomalía, pero ilustra el descontrol que rodeó el despegue de la enseñanza superior privada en Portugal cuando el fin de la dictadura en abril de 1974 propició la llegada masiva de estudiantes a las aulas en las siguientes décadas. El Estado Novo concebía la universidad como un club de formación de élites del régimen: solo 3.450 portugueses se habían matriculado en 1973/74 frente a los 456.032 jóvenes que lo han hecho este curso (el 20% en la privada).
“Con la democratización se crearon las condiciones de escolarización para que en unos años aumentase la demanda de la enseñanza universitaria a la que el Estado al principio no fue capaz de dar respuesta”, expone Domingos Fernandes, actual presidente del Consejo Nacional de Educación y ex secretario de Estado de Administración Educativa en el Gobierno de António Guterres. “Fue un periodo muy anárquico y chocante. Había instituciones que daban licenciaturas como contrapartida al dinero que pagaban los alumnos, era habitual que no se cumpliese el plan de estudios o que los profesores de prestigio anunciados fuesen sustituidos en la práctica por otros”, recuerda. Algunos centros abrían sus puertas antes incluso de obtener el permiso del Ministerio de Educación. Si hasta 1974 solo había tres instituciones privadas en Portugal (la Universidad Católica y dos institutos superiores), en 1993 funcionaban ya 70.
Aquella primera oleada tenía, por otro lado, la ventaja de acercar a lugares alejados de las principales ciudades una oferta educativa que nunca había existido. “Las privadas corrieron el riesgo y abrieron en localidades donde la enseñanza pública llegó más tarde, pero esa competencia hizo que las privadas del interior del país perdiesen a sus alumnos y desapareciesen”, explica António Almeida Dias, presidente de la Asociación Portuguesa de la Enseñanza Superior Privada, que aglutina a 53 instituciones.
Para abrir necesitaban una autorización oficial, pero no había exigencias rigurosas previas ni evaluaciones posteriores. No siempre detrás había un proyecto académico solvente, un cuerpo docente estable, instalaciones dignas e investigación científica. Andreia Sanches casi se estrenó como periodista educativa en Público con un artículo sobre los llamados “turboprofesores”, que aparecían como docentes al mismo tiempo en diversas instituciones abiertas de norte a sur del país. “En realidad solo daban su nombre, pero luego eran asistentes suyos los que daban clases”, recuerda. “Varias universidades acabarían por cerrar por la degradación de la calidad educativa. Además, a medida que pasaron los años aumentó la capacidad del Estado para establecer reglas en el sector privado”, añade.
Al menos 4 universidades y 8 institutos superiores fueron extinguidos por el Gobierno por incumplir los estándares de calidad. Sus alumnos fueron acomodados en otros centros. Otra veintena de instituciones cesaron su actividad de forma voluntaria, aunque algunas de las abiertas en aquellos años gozan de prestigio como la Universidad Lusófona, que ha alcanzado los 16.900 estudiantes, 1.671 profesores y 65 licenciaturas en menos de tres décadas. También la Universidad Católica Portuguesa, abierta durante la dictadura (1967), obtiene buenas clasificaciones en ránkings internacionales.

“Los títulos de las privadas de hoy son reconocidos y no despiertan dudas, solo hay que ver la cantidad de ministros que han salido de sus aulas”, puntualiza João Guerreiro, que ha presidido durante cinco años la Agencia de Evaluación y Acreditación de la Enseñanza Superior (A3ES) y que antes fue rector de la Universidad del Algarve. Distinto es el caso, precisa Guerreiro, de “las pequeñas instituciones privadas que son empresas o cooperativas que buscan rentabilidad a su inversión donde a veces es difícil encontrar niveles de calidad”.
La agencia, operativa desde 2009, es una de las herramientas creadas para imponer unos estándares mínimos de calidad en la enseñanza universitaria, tanto pública como privada. Es una entidad privada independiente que evalúa a través de comisiones, que incluyen técnicos extranjeros y estudiantes, entre otros perfiles, tanto las peticiones de nuevos proyectos y cursos como los que ya existen. En su última revisión (2022/23) se analizaron los 97 centros que imparten cursos superiores (36 públicos y 61 privados). El 33% logró la acreditación para los próximos seis años. La agencia no aprobó a seis instituciones privadas, que han recurrido a los tribunales para evitar el cierre.
Más allá de la controversia, el resultado muestra la mejoría del sector educativo superior en Portugal. En la evaluación anterior, realizada seis años atrás, se examinaron 111 instituciones (36 públicas y 75 privadas). Solo el 6,3% lograron acreditación para seis años, mientras que nueve de las privadas no recibieron luz verde. “En estos 30 años”, reflexiona Domingos Fernandes, “ha habido una evolución positiva tras la situación anárquica inicial. No todas las privadas son de calidad, pero tampoco todas las públicas lo son, y el sector privado tuvo un papel importante para dar una respuesta a los alumnos que deseaban ir a la universidad”.
Tras el saneamiento que siguió al bum, los proyectos privados viven un nuevo momento expansivo en Portugal, aunque ahora sometidos a una regulación más drástica. Si hace una década solo el 15,9% de los alumnos estudiaban en centros privados (57.299 de 358.450), ahora son el 20% (92.500 de los 456.032 alumnos matriculados en el actual curso), aunque son cifras inferiores a las registradas en España, donde son el 24% de los matriculados en grados.
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