Trabajadores con autismo para atender a los visitantes de la Casa Batlló: “No imaginábamos que iban a poder estar de cara al público”
El edificio de Gaudí, uno de los enclaves turísticos de Barcelona, emplea a decenas de personas neurodivergentes en un experimento que pretende canalizar el talento y derribar estereotipos
Joan Boter tiene 40 años, está estudiando Historia del Arte, y recuerda con emoción cuando vio el David de Miguel Ángel por primera vez, allá en Florencia. Aunque el estereotipo diga lo contrario, a Joan, diagnosticado con Trastorno del Espectro Autista (TEA) a los “veintitantos”, “tarde”, dice, porque “entonces nadie sabía que existía un espectro, se creía que el autismo era otra cosa”, le gusta la gente. Le gusta tratar con ella. “Me gusta ayudarles”, dice. Y desde que tiene este trabajo, puede hacerlo. Joan es una de las 82 personas con neurodiversidad —autismo, TDAH, dispraxia, dislexia, trastorno de personalidad— que trabajan en atención al visitante en la famosa, y architurística, Casa Batlló, una de las obras maestras de Antoni Gaudí, icono del modernismo y de Barcelona, Patrimonio Mundial de la UNESCO desde 2005, y desde 2021, pionera en la inclusión laboral de personas neurodivergentes.
“Ni siquiera nosotros sabíamos que podía hacerse”, confiesa Sonia Yanguas, la responsable de recursos humanos de Specialisterne, la organización que gestiona la selección del personal neuroatípico. “Nos centrábamos en puestos relacionados con tecnología, no nos atrevíamos a imaginar que iban a poder estar de cara al público”, añade. Fue Casa Batlló quien se puso en contacto con ellos y quiso saber cómo podía hacerse. “En 2020, con la pandemia, replanteamos el próposito de la empresa. Decidimos que queríamos hacer feliz a la gente a través del arte. Se invirtió en la restauración, y en el reenfoque de la visita, y se empezó a trabajar de forma horizontal y empática, poniendo por delante el talento de cada uno a su posición en la empresa, y ¿cómo podíamos hacer feliz a quien atendía al público? Yendo a buscar a aquellos a los que no se había tenido en cuenta”.
La que habla es Ana María Acosta, Anita, responsable de la gestión cultural de Casa Batlló, madre de un niño neurodivergente, y alma de un proyecto que espera no sólo dar la oportunidad que de otra forma no habrían tenido a personas como Joan sino demostrar de qué manera la empatía —”aceptar que cada uno es como es, y que no importa si no sonríes, porque no tienes por qué hacerlo”, dice— puede abrir puertas y romper con prejuicios que incluso aquellos que trabajan con la neurodiversidad han podido desarrollar. Porque no es sólo que a Joan le guste tratar con gente sino que ha descubierto que también le gusta que cada día sea distinto, cosa que choca frontalmente con lo que se cree de una persona en el espectro. Eso sí, todos tienen claro qué deben hacer en cada momento. Pero lo que hacen cambia “cada dos horas y media”. “Lo importante es que las órdenes sean claras”, señala Isabela Maganaro, coordinadora del equipo de ruta.
Tres años hace que Joan, que cada mañana viaja en tren desde Montornès del Vallès (Barcelona), trabaja en Casa Batlló, y dice que su trabajo le hace “bastante feliz”. Y no sólo eso, sino que ha aprendido cosas de sí mismo que jamás imaginó que aprendería por el hecho de compartir espacio de trabajo con personas como él. “Conocerles me ha ayudado a entenderme mejor”, dice. El equipo —en el que hay personas de entre 18 y 59 años— dispone de una sala de silencio y de coachers que les atienden —vía walkie talkie— si en algún momento se sienten sobrepasados. “La idea es que manifestar la dificultad no sea algo negativo sino positivo”, apunta Acosta. Todo les acerca. El hecho mismo de haberse conocido les ha abierto un mundo de posibilidades. Tienen grupos de WhatsApp, quedan fuera del trabajo, incluso han montado un colectivo LGTBI que está instruyendo a sus compañeros sobre la diversidad de género, y maneras de sentirse, dentro del espectro.
Una de las claves del éxito de la iniciativa fue rectificar a tiempo —el primer año— e incluir también en la atención al visitante a personas neurotípicas. “Porque nos dimos cuenta que la inclusión no consistía únicamente en que pudiesen atender a personas no neurodivergentes sino que debían poder trabajar con ellas, y que estas otras personas supiesen lo que es tratar con compañeros que no van a comportarse como ellos”, explica Anita Acosta. Mireya Cerda, pedagoga mexicana, es una de ellas. “Conocía la neurodivergencia en niños, pero trabajar con adultos me ha expuesto a la vida real. Me ha hecho preguntarme cómo podemos ser más sensibles, y me ha hecho aprender a reaccionar ante todo tipo de situaciones. Me ha hecho más empática”, dice, mientras ofrece audioguías a los visitantes. En este momento de la mañana de un día de julio —en el que pueden llegar a pasar hasta 8.000 personas por Casa Batlló— está en puerta.
En este tiempo, en el que tan famoso enclave turístico ha crecido en visitas un 51% —en el último año se pasó del millón de visitantes anuales al millón y medio—, ha ocurrido en más de una ocasión, asegura Acosta, que alguien se ha quejado por el trato. El trato ha podido ser frío, porque no se ha sonreído, porque se ha buscado un intercambio rápido y eficaz, o porque no se ha mirado a los ojos. También puede ocurrir, como pasó una vez, que llegue una familia con un niño con autismo y de repente entre en bucle en su trato con la persona que les atiende. “La queja en todos esos casos llega hasta mí. Y yo le explico a esa persona que ha sido atendida por alguien con autismo, y lo que ocurre es que pide perdón porque lo desconocía y entonces lo entiende. De todas formas, se le invita a venir otro día, las entradas se las proporcionamos nosotros, para que nos visiten con otros ojos”, explica Acosta.
La idea es ir derribando poco a poco, prácticamente persona a persona —pues todo aquel que entra en la Casa Batlló es debidamente advertido de que va a ser atendido por alguien que está dentro del espectro—, el muro que se ha construido alrededor del autismo, y la neurodivergencia. Un muro laboralmente a menudo insalvable. “Cuando pienso en la cantidad de gente a la que no acepté en una entrevista de trabajo porque no me miró a los ojos no puedo creérmelo”, dice Yanguas, que antes de llegar a Specialisterne había trabajado seleccionando personal para otras empresas. Acosta recuerda el día en que uno de los empleados con autismo saludó al osito de peluche de un niño. “Buenos días”, le dijo al niño, y luego, mirando al osito, añadió: “Y buenos días tenga usted también”. “La sonrisa del niño fue preciosa. Le estaba teniendo en cuenta de una manera en la que no le habían tenido en cuenta antes”, dice. “No podemos perdernos eso, ni ellos tienen por qué perderse nada”, añade. Saben que el camino es largo y complejo, pero también que para que pueda recorrerse debe, primero, existir.
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