La buena noticia que esconde el corazón de Irene
Después de tres años del trasplante y de aplicarle una técnica pionera, algunos de los niveles inmunológicos de la niña permanecen estables, lo que abre la puerta a una mayor duración del órgano injertado con menos inmunosupresores
El corazón de Irene, que nació el 16 de marzo de 2020 —el primer lunes del estado de alarma por la covid—, sigue latiendo tres años después de que se lo trasplantaran. Eso no es noticia, porque los corazones ajenos suelen tener una vida útil de entre 15 y 20 años en el cuerpo de otra persona. La novedad es que su organismo no da los signos habituales de rechazo. Fue la primera bebé del mundo en recibir un trasplante celular de su timo para mejorar la aceptación del injerto y, en el mejor de los escenarios, que le pueda durar para toda la vida sin necesidad de inmunosupresores.
El primer hito es que, después de tres años, esta terapia se ha demostrado totalmente segura. El segundo, que tendrá que confirmarse con otros pacientes, es que sus niveles de células T reguladoras (una de las herramientas del sistema inmunitario) no han caído, como suele suceder transcurrido este tiempo. Es una primera señal de que el corazón es mejor aceptado (y potencialmente durará más), que fue publicada en un artículo hace unas semanas en el Journal of Experimental Medicine por el equipo que está experimentando con esta técnica pionera en el Gregorio Marañón de Madrid.
Juan, padre de Irene, no tenía ni idea de que un trasplante tenía fecha de caducidad. Cuando los médicos del Gregorio Marañón le anunciaron a él y a María, su mujer, que su hija necesitaba un trasplante y que querían probar con ella una técnica que nunca se había usado antes en el mundo, aceptaron sin pensárselo mucho. “No teníamos nada que perder, nos contaron que era algo bastante seguro y nos fiamos de los médicos. También lo vemos como una manera de ayudar. Dudo que ella sea la primera niña trasplantada que lleve un corazón para toda la vida, pero sí puede ser un primer paso para que otros niños lo consigan”, explica Juan en una sala infantil del hospital mientras María entretiene a Irene jugando con ella al futbolín.
Hasta llegar aquí, la familia tuvo que vivir unos primeros meses de vida muy complicados. El parto fue bien, pero al poco tiempo notaron que no tenía apetito y que se cansaba mucho. Tras varias visitas al centro de salud y al hospital, acabó ingresada; los médicos notaron que deficiencias respiratorias, le hicieron unas placas, y descubrieron que tenía un corazón demasiado grande. La única alternativa era el trasplante, que llegó en octubre de 2020, después de un largo periodo en la UCI.
Con casi cuatro años, hoy la niña hace una vida relativamente normal, aunque los tratamientos inmunosupresores la hacen más susceptible a las infecciones y sus padres son especialmente cautelosos para evitarlas. “Ha empezado a ir a colegio ahora, no la llevamos a la guardería para evitar contagios. Ahora los amigos de nuestro entorno están concienciados y nos avisan si alguno tiene fiebre o algún síntoma; también evitamos transporte público y minimizamos el contacto social, sobre todo en esta época de virus porque ha tenido muchos ingresos por problemas respiratorios”, cuenta su padre.
Aunque el principal objetivo de la terapia experimental a la que fue sometida Irene era evitar un rechazo con los años, también puede servir para reducir esos medicamentos inmunosupresores que la hacen más vulnerable a las infecciones. Los médicos tienen que ir ahora equilibrando muy cuidadosamente estos tratamientos, ir bajando dosis sin comprometer su corazón, para observar si su sistema inmunitario no se activa contra el órgano.
Ese es precisamente el principal problema de los trasplantes: es un cuerpo extraño y el organismo se defiende como si fuera atacado. Hay unas células, las T reguladoras (Tregs), que sirven para modular la respuesta del sistema inmunitario y evitar, por ejemplo, respuestas autoinmunes. Y los científicos llevan muchos años dándole vueltas a cómo usarlas para evitar, o moderar, los rechazos a los trasplantes.
En adultos se había probado a hacer una extracción de medio litro de sangre, aislar esas células, cultivarlas en el laboratorio y reinfundirlas para que mediaran en esa respuesta inmunitaria. “Esto no funcionaba porque se usaban como punto de partida unas células muy envejecidas que eran poco eficaces”, explica Rafael Correa, director del Laboratorio de Inmuno-regulación del Hospital Gregorio Marañón.
En niños esas células recién creadas podían ser mucho más eficaces, pero había un problema: a un bebé no se le puede extraer la cantidad necesaria de sangre para obtener una muestra suficiente, así que era una técnica que no se había utilizado en pediatría. Pero a los investigadores del Gregorio Marañón se les ocurrió una alternativa: sacar estas células del timo.
El timo, que está muy cercano al corazón, es el creador de buena parte del material inmunitario del ser humano durante los primeros meses de vida. Pero con el tiempo, deja de funcionar. Con un niño sano no se podría utilizar, ya que quitarle este órgano “no sería ético”, en palabras de Correa; pero por el procedimiento quirúrgico, es necesario extraerlo justamente a los que necesitan ciertas operaciones por cardiopatías, o por trasplantes de corazón. “Se ha visto que no por quitarles el timo, los niños tienen más infecciones o más problemas de defensas, porque produce tantas células al principio que esa reserva te dura para toda la vida”, añade.
Con esas células, el equipo de Correa tenía material de sobra para cultivarlas y reinfundirlas. “Como tenemos tantísimas, lo que hacemos es aumentar mucho la reserva de reguladoras en el paciente con una sola transfusión, que es en lo que consiste el tratamiento”, señala el doctor. A Irene, la primera bebé con la que lo hicieron, se las introdujeron una semana después del trasplante. Luego la han seguido otros siete niños: todos han respondido sin problemas, pero habrá que observar el paso del tiempo para comprobar si su respuesta inmunitaria es tan buena como la de Irene y, sobre todo, cuánto dura.
“Queremos confirmar la eficacia. Saber qué ocurre si vemos que gracias a esta terapia conseguimos mantener esos valores de células reguladoras. El siguiente paso es probar a bajar los niveles supresores: como ya estamos manteniendo un buen equilibrio, vamos a ir bajando las dosis. ¿Y cuál sería el Santo Grial? Lo que nos gustaría conseguir es la supervivencia indefinida del injerto. Es decir, que un trasplante durara para toda la vida sin necesidad de usar inmunosupresión. Eso todavía está lejos, pero es el primer paso”, reflexiona el doctor.
En España se realizan cada año en torno a 20 o 30 trasplantes de corazón pediátrico. Más de la mitad de ellos se hacen el Marañón, que ahora quiere extender esta técnica a La Paz, el siguiente que más realiza, y paulatinamente generalizarla. “Nuestro objetivo es que todo niño que se trasplante de corazón en España pueda beneficiarse de esta terapia”, resume Correa.
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