“No podemos vivir aquí”: el éxodo de las familias con menores trans de los feudos republicanos en Estados Unidos
El acoso de las leyes que prohíben los tratamientos de género para niños y adolescentes está empujando a muchos padres a mudarse a lugares donde puedan recibir esos cuidados
Como alguien le dice a Lee Marvin en La leyenda de la ciudad sin nombre, “el mundo se divide en dos: los que se van, y los que se quedan”.
Debi Jackson, madre de Avery, adolescente trans de 16 años, decidió antes de verano que había llegado la hora de irse de Misuri, Estado que acaba de aprobar una de las regulaciones antitrans más severas de Estados Unidos. Tras años de activismo “a tiempo completo” en favor de los derechos LGTBI, un tiempo en el que se convirtió en una figura pública y en un blanco fácil, lanzó en junio una campaña de micromecenazgo para sufragar el éxodo de su familia. Respondieron 260 donantes, que aportaron 15.553 dólares (14.260 euros), dinero que los Jackson usaron para dejar atrás su vida en Kansas City.
Hubo un antes y un después el día en que un legislador republicano interrogó sobre sus genitales a Avery, que se define de “género no binario”. Fue durante una audiencia pública en el capitolio estatal, en Jefferson City. “Llevábamos mucho tiempo dando la cara por las personas trans de Misuri, pero aquello fue pura violencia, una experiencia realmente traumática”, contó Jackson por videoconferencia desde su nuevo hogar. Aceptó hacer la entrevista con la condición de mantener en secreto su localización, “por motivos de seguridad”. Hay una web, dijo, dedicada a “rastrear” sus movimientos y aún no han dado con el lugar al que se han mudado.
La profesora de primaria Becky Hormuth pertenece de momento a la mitad que se queda. Vive en Wentzville, un pueblo del suroeste de Misuri, a unos 65 kilómetros de San Luis, con su marido y su hijo trans de 16 años, Levi. Allí, en la típica casa con césped, garaje y canasta de baloncesto, recibió en noviembre a EL PAÍS para contar una historia que empezó hace unos tres años, durante la pandemia, cuando Levi les dijo: “No soy quien pensáis que soy”. Los médicos achacaron la “ansiedad descontrolada y la depresión” que sufría a la “disforia de género” que le diagnosticaron. Empezar el tratamiento con testosterona el pasado diciembre “lo cambió todo”. “Le mejoró el humor, y de pronto, se convirtió en alguien sociable, casi demasiado confiado en sí mismo”, recordó Hormuth. En realidad, la mejora había empezado antes, “con un simple corte de pelo”. Aquel día, explicó Levi sentado en la cocina, sintió que le quitaban “50 kilos de encima”.
La recién aprobada ley SB49 prohíbe a los menores de Misuri la cirugía de cambio de sexo, así como los “cuidados de afirmación de género”, salvo si esos tratamientos, como en el caso de Levi, habían comenzado antes de que la norma entrara en vigor en agosto. Bajo ese paraguas, cabe desde la terapia psicológica a la llamada transición social (cambiar de nombre, el uso de los pronombres, la ropa…), y de los bloqueadores de la pubertad a la administración de hormonas. Quisieron vetar esos cuidados también para los adultos, pero se tuvieron que conformar con prohibírselos a los presos y con impedir que el resto los pague con el dinero del seguro médico público. Además, incluye una cláusula que amplía de 2 a 15 años el plazo para que los pacientes puedan, después de cumplir los 21, denunciar a los médicos si se arrepienten de su decisión.
Sus promotores republicanos, que dominan ambas cámaras, bautizaron la ley con el acrónimo SAFE, “segura”. Las siglas corresponden en español a “salvemos a los adolescentes de los experimentos”, y resumen bien la justificación más extendida tras este tipo de legislación: la de que lo hacen por el bien de los niños, pues consideran los tratamientos de género dañinos y experimentales, y ellos (y sus padres, se entiende) carecen de la madurez para decidir que quieren recibirlos.
En la práctica, la ampliación del plazo para demandar ha complicado la vida también a los menores que ya habían iniciado su transición. Entre las varias clínicas que han dejado de atenderlos está la de Levi, el Centro Transgénero del Hospital Infantil Universitario de San Luis, que fue objeto de una investigación de la oficina del fiscal general después de que una empleada declarara que allí empujaban a los niños a recibir tratamiento médico sin informarles suficientemente sobre los efectos secundarios. El centro hizo su propia pesquisa, tras la que concluyó que las acusaciones carecían “de fundamento”. La familia de Levi, como las de una docena de otros pacientes, también las niega.
“Es trágico que la hayan cerrado. Conocíamos a esos profesionales, los llamábamos por sus nombres de pila, pensábamos en ellos como parte de la familia, porque, básicamente, han salvado la vida de nuestros hijos”, explicó Hormuth, que añadió que aún les quedan “dos recetas” y que se han tenido que poner “muy creativos” para “alargar lo máximo posible” las reservas de las que pudieron hacer acopio. Tienen testosterona, calcula, para 32 semanas. ¿Y después? Siempre les queda la opción de viajar cada varios meses a Chicago, una opción ciertamente cara, o de cruzar el río Misuri hasta Illinois, donde la ley es mucho más favorable. También están pensando seriamente en mudarse. “Hemos quedado con la inmobiliaria para ver cómo vender la casa”, contó Hormuth este sábado en un mensaje de texto. “Quizá nos traslademos momentáneamente al área de San Luis, pero Levi no quiere terminar su último año en el instituto actual. No podemos vivir aquí”.
A una hora en coche de su casa está, al otro lado de la frontera, el centro de salud de Planned Parenthood en Fairview Heights, que ofrece esos cuidados. Colleen McNicholas, directora médica de la organización para la región de San Luis, explicó esta semana en una conversación telefónica que la clínica se ha preparado tras la entrada en vigor de la ley de Misuri para “atender a tantos pacientes como sea posible”, “abriendo nuevos espacios para citas y ampliando horarios”. Siguiendo, en definitiva, “el guion de lo aprendido después de que el Tribunal Supremo tumbara el año pasado el precedente del fallo Roe contra Wade (1973), y con él, la protección federal del aborto. Planned Parenthood, la mayor red de atención de salud reproductiva de Estados Unidos, construyó esta clínica en previsión del giro conservador que se avecinaba en Misuri tras el fallo del Supremo, así que cuentan con experiencia. A falta de cerrar el año, cifran en un 41% el aumento de pacientes en busca de tratamientos de género.
El ejemplo del aborto
Tras la entrevista en casa de los Hormuth, una visita a la clínica de Fairview Heights sirvió para comprobar que la lucha de los activistas contra el aborto va de la mano de la de quienes cuestionan los derechos de las personas trans. Dos tipos apostados en la puerta repartían folletos a los que entraban al parking. Los de un asunto los guardaban en el bolsillo izquierdo de la cazadora. Los del otro, en el derecho. Tal vez por su familiaridad con la protesta, McNicholas también advirtió que, a diferencia de otras clínicas, piensan seguir ofreciendo tratamiento en los ocho centros que Planned Parenthhood tiene en Misuri a los menores que ya lo empezaron, pese a la amenaza de las demandas. “Tenemos experiencia en trabajar en entornos desafiantes, y no somos tan fáciles de intimidar”. De momento, no han notado el mismo “éxodo de pacientes de otros Estados” que sí siguió al fin de Roe. “Pero no descartamos que la cosa siga creciendo a medida que se intensifica la guerra cultural”, añadió.
Que el tema se ha convertido en uno de los argumentos de ataque favoritos del Partido Republicano, en vista de que la mano dura contra el aborto les viene pasando factura una y otra vez en las urnas, quedó demostrado de nuevo este jueves, durante el debate que enfrentó en Fox News al gobernador de Florida, Ron DeSantis, y el demócrata de California, Gavin Newsom. En un cara a cara que también lo fue de las dos Américas, DeSantis recurrió a una retórica que a menudo domina la discusión del lado conservador para denunciar que en California se da la bienvenida “a los niños para que puedan someterse a cirugía [de cambio de sexo] a espaldas de sus padres”.
La decena de fuentes médicas consultadas para este reportaje coincidió en que en muy raras ocasiones se recurre a la cirugía en el caso de los niños y adolescentes. “Esos políticos juegan conscientemente a la desinformación”, explicó el doctor Bhavik Kumar, médico de familia especializado en atención a las personas trans, que trabaja en Luisiana y Texas, dos plazas complicadas. “A esas operaciones se someten en casi todos los casos personas adultas. Es un proceso de mucho tiempo y muy costoso, al que solo puedes acceder, la mayoría de las veces, si vives en una gran ciudad. En las zonas rurales, es casi imposible. Y muchos tienen que viajar a otros Estados o al extranjero”.
Jameson O’Hanlon ―hombre trans de 55 años que se sometió a un aborto en su juventud, cuando era mujer, y se define como “activista en favor de la libertad de decisión de las personas sobre su cuerpo”— confirmó en una entrevista con EL PAÍS desde la experiencia de haber pasado por la cirugía de cambio de sexo que se trata de un trámite oneroso, y que no se ventila precisamente en un día: “Yo llevo siete años en mi proceso. En el caso de la transición de mujer a hombre, si el seguro médico no te la cubre, y es así en muchos casos, la operación del torso puede costar entre unos 8.000 y 12.000 dólares. La inferior es aún más cara”.
Las principales organizaciones médicas del país, incluidas la Asociación Médica Estadounidense y la Academia Estadounidense de Pediatría, se oponen a prohibir la atención de género para los menores siempre que se dispense de manera adecuada y con supervisión psicológica. No administrarla, aseguran, puede sumir a los adolescentes en la depresión o incluso llevarlos al suicidio (según un reciente estudio del Instituto Williams, de la Universidad de California en Los Ángeles, un 42% de las personas trans adultas estadounidenses han tratado en algún momento de quitarse la vida). Kumar definió como “reversibles” los efectos de “la mayoría” de los tratamientos hormonales y de los bloqueadores de la pubertad, aprobados hace 30 años por la agencia del medicamento estadounidense para detener el desarrollo precoz. [En algunos países, como el Reino Unido o Noruega, la sanidad pública ha dejado este año de prescribirlos por las dudas de su idoneidad para tratar la disforia de género].
Pese al criterio de los expertos en Estados Unidos, la legislación antitrans avanza imparable. Hay un gráfico elocuente que compara el mapa del país el 1 de enero de 2021 con el de este otoño. En el de la izquierda, los 50 Estados aparecen en blanco. En el de la derecha, lucen coloreados los 22 que han aprobado leyes que prohíben a los menores el acceso a los tratamientos de género.
Es la demostración de cómo en casi tres años, los políticos que mandan en la mitad en la que vive el 42% de la población han convertido esos derechos, con ayuda de los medios de comunicación conservadores, en una auténtica obsesión. Y acabar con ellos, en una prioridad. 1,3 millones de adultos y 300.000 menores se definen en Estados Unidos como transgénero, según otro estudio del Instituto Williams, que calcula que la segunda cifra se ha duplicado en los últimos cinco años. En un país con 330 millones de habitantes, son porcentajes ínfimos si se comparan con el espacio del debate público que acapara el tema, o, sobre todo, con el trabajo que su discusión da últimamente a los congresos estatales.
Según la organización de defensa de las libertades civiles ACLU, esos parlamentos han aprobado en el último curso 84 normas que recortan los derechos LGTBI de un total de 506 a las que le siguen la pista (43, solo en Misuri). Estas se dividen en cuatro grandes grupos: las que prohíben los tratamientos médicos o la transición social a menores; las que impiden escoger el baño en función de la identidad de género; las que obligan a practicar deportes según el género biológico y las del ámbito educativo, que, por ejemplo, prohíben la enseñanza de orientación sexual en los colegios, vetan en los currículos libros que traten el tema u obligan a los profesores a decir a los padres si sus hijos han anunciado en la escuela que cambian de nombre o los pronombres con los que quieren ser tratados en clase. Algunos Estados han aprobado también prohibiciones que afectan a los adultos o a las personas de hasta 26 años. Una encuesta reciente fijó en un 8% el porcentaje de trans que se habían mudado a otros lugares ante ese alud legislativo ―extrapolando los números, sumarían unas 100.000 personas―, mientras que un 43% confesaba que contemplaba la posibilidad de hacerlo
Leyes impugnadas
Algunas de esas normas están impugnadas en los tribunales. Es el caso de Florida, donde DeSantis firmó este año una que proscribía los tratamientos para niños y adolescentes, amenazaba a los profesionales de la salud con penas de cárcel y reducía las opciones para los adultos al establecer que las medicinas solo pueden ser recetadas tras la firma presencial de un consentimiento y únicamente por médicos (y no por enfermeros cualificados, como hasta entonces). La parte de los menores es la que está recurrida. Una visita en mayo pasado a uno de los centros de Planned Parenthood en Miami (que nunca, ni antes, ni ahora, trató a menores de edad) sirvió para comprobar cómo afectan esos vaivenes judiciales a la vida de los profesionales, que no sabían exactamente si lo que hacían era legal, así como a los pacientes, que inundaban los correos electrónicos de una de las enfermeras con preguntas como: “¿Debo empezar a pensar en mudarme?”.
“Todo forma parte de un ataque coordinado con cálculos electorales”, considera Cathryn Oakley, directora legislativa estatal de Human Rights Campaign, organización que defiende los derechos civiles de los colectivos LGTBI. “Son los mismos grupos contra los que hemos luchado durante décadas. Los mismos que, superado el debate del matrimonio igualitario [sancionado por el Supremo en 2015], buscaron algo distinto para infundir miedo a sus votantes y dieron con las personas transgénero. Al principio, se obsesionaron con los baños, y no les funcionó tan bien como esperaban. Así que fueron a por los niños; al principio, en los deportes, y luego en la atención médica. Necesitan esa cuña como parte de su guerra cultural. No les preocupa el daño que puedan hacer a esas personas, que se encuentran entre los colectivos más vulnerables; lo que les importa es meter miedo a la gente, para que vote por políticos que los salven de esa amenaza”.
“Quieren controlar las vidas de los demás y, de paso, tapar que en el fondo no están haciendo nada por las cosas que realmente importan en la educación de los jóvenes. La decisión de mi hijo sobre su cuerpo no puede dañar a nadie. ¿Cómo pueden decir que está mal que busque el modo de sentirse mejor?”, se pregunta Debi Jackson, la mujer que dejó atrás Kansas City. Reconoce que el caso de Misuri no ha atraído tantos titulares nacionales como los de Florida, por las aspiraciones presidenciales de su gobernador, o Montana, donde los republicanos retiraron durante tres días la palabra a Zooey Zephyr, primera parlamentaria trans de la historia del estado, después de que esta acusara a sus rivales de “tener sangre en las manos” por una ley que cercenaba los derechos de las personas transgénero. “Pero Misuri es el corazón de América, un campo de pruebas de lo que puede pasar en otras partes”, argumentó Jackson durante la entrevista con este diario.
Contó que proviene de “un ambiente conservador”, pero tuvo que replantearse “muchas cosas” cuando Avery le dijo a los cuatro años que no se sentía como un niño. En 2014, la madre protagonizó un vídeo que se hizo viral, cuando, “por suerte”, lo viral estaba en pañales. En 2017, Avery ocupó la portada de la revista National Geographic, con el titular Revolución de género. Eran otros tiempos. “Creo que la reacción violenta vino al comprobar que no pensábamos callarnos. A las personas trans se les permitió existir mientras permanecieron en silencio; se supone que no pueden estar orgullosos de sí mismos. Pero sería una manera horrible de ir por la vida: ocultando, o no pudiendo expresar, quién eres realmente”. Jackson está acostumbrada que le digan cosas horribles sobre el modo en el que cría a Avery, pero el recrudecimiento de los ataques de los últimos “dos o tres años” acabó quebrándola.
Dar la cara también le ha terminado pasando factura a Becky Hormuth. Al término de la conversación en su casa de Wentzville, explicó que algunas de las familias con las que se organiza para defender sus derechos han decidido dejar de aparecer en la prensa, por las consecuencias que eso acarrea y los escasos resultados que obtienen a la hora de influir en el ánimo de los politicos republicanos. Antes de despedirse, repasó en el porche algunos de los lugares, de Nueva York a Seattle, a los que varias de ellas se han mudado para que sus hijos puedan seguir el tratamiento. Fue otra prueba más: la lista de los que se van no para de crecer.
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